De atrás para adelante, como sumergida en el huracán de la realidad y la literatura mexicana, hoy Lucero de Vivanco vuelve a reseñarnos dos obras narrativas de ese tremendo país: Temporada de Huracanes y Páradais, de Fernanda Melchor. Ambas se levantan “sobre un lenguaje directo, que nombra la violencia sin eufemismos e impide mirar a las víctimas sin complejidad; ambas han sido construidas a partir de un habla oral profundamente mexicana, como una forma de geolocalizar las historias que en ellas se desarrollan, para que no queden dudas de su contexto de producción y de su voluntad representativa. Ambas novelas reclaman también, en algunos aspectos, su nexo con el boom latinoamericano, especialmente con el boom caribeño de García Márquez”.
He comenzado a leer a la escritora mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) al revés, por su última novela, Páradais (Random House, 2021), y he continuado con la que publicó justo antes, aquella que los críticos consideran su mejor obra de ficción hasta hoy, Temporada de huracanes (Random House, 2017). Llegado a este punto de su narrativa, debo hacer un alto en el camino para retomar aliento y recuperarme de estas lecturas caracterizadas por su rudeza y sordidez. A pesar de ello, me han impresionado favorablemente, tanto por las tramas y la manera en que la realidad contextual mexicana entra a sus páginas, como por el lenguaje y las estrategias de representación.
Temporada de huracanes no es una novela de clima apacible, como se alerta desde el título. Ingresar a este texto implica adentrarse de lleno en una acumulación de violencias de diverso tipo narradas con la velocidad de un viento visceral, por voces atronadoras que se suceden como en un encadenamiento de relámpagos que iluminan experiencias de vida miserables y despiadadas. Porque la estrategia parece ser la del caleidoscopio: en la medida en que el foco se pone en un personaje diferente, se alumbran distintos ángulos y perspectivas del mundo representado en la ficción. La novela los va presentando de a poco: cada uno tiene su tiempo, su espacio, su capítulo para ser protagonista de la miseria humana que se vive en La Matosa, un pueblo de ficción pero, a juzgar por uno de los epígrafes de la novela –Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios–, representativo del México real de la zona veracruzana.
A esto se suma que la narración es también huracanada: sin párrafos, casi sin puntos, anclada solo en comas, lo que hace que el ritmo no deje espacio para treguas ni pausas. Es, tal vez, la mejor forma de narrar el ciclón de violencias incluidas en esta novela, pues los largos capítulos conformados por bloques sólidos de texto no dan lugar a ningún respiro, de la misma forma en que no hay tampoco en la trama un afuera de las violencias: estas lo contienen todo.
La novela comienza con el descubrimiento de un cuerpo putrefacto flotando en un canal. A poco andar nos enteramos de que se trata del personaje de la Bruja, una mujer trans, ambivalente, que aglutina –en el buen sentido– el saber ancestral que las mujeres han acumulado y transmitido por siglos sobre plantas y remedios para domeñar la naturaleza humana, especialmente las referidas al control de la reproducción sexual. Pero en la medida en que la novela avanza, el personaje va mostrando también sus lados más oscuros, tanto que, podría decirse, ella misma es el ojo del huracán alrededor del cual giran las demás historias, situaciones y personajes.
Si bien la ficción progresa hasta aclararnos en sus últimas páginas cómo y por qué es asesinada la Bruja, no hay una trama única en este libro. Alrededor de este personaje, atraídos como si de una fuerza centrípeta se tratara, se van desplegando otros sujetos relevantes. La propia madre de la Bruja (bruja también) y el relato de los maltratos que prodigaba a su hija, la “bruja chica”, quien recién asume la titularidad plena de “hechicera” cuando muere su madre. Maurilio (“LuisMi”, por la voz parecida al cantante Luis Miguel), el Munra y Brando, los tres involucrados en el crimen de la Bruja. Cada uno con su historia de vulnerabilidad: drogadicción, alcoholismo; padres o madres maltratadores o ausentes; orientación sexual reprimida o exhibida, según sea el caso, para poder performar en un mundo de machos, de tipos duros, de hombrías puestas permanentemente a prueba.
Por otro lado, mujeres. Como Yesenia, maltratada durante toda su infancia, despreciada, humillada, obligada a ejercer de cuidadora de hermanos menores mientras la madre se prostituye o alcoholiza. O Norma, abusada por su padrastro desde los doce años, con ideaciones suicidas, “persuadida” a aceptar un aborto clandestino que la deja en el hospital, donde la juzgan y la condenan sin conocer sus circunstancias ni reconocerla como víctima.
La suma de estos personajes con sus respectivas historias es también la suma de las violencias que aparecen representadas en la novela: violencia vinculada al consumo de drogas y alcohol, como ya se dijo. Pero también la violencia que implica el mundo de la prostitución, las diversas violencias de género –homofobia, transfobia y misoginia–, el abuso y el maltrato infantil, la violencia patriarcal y el fanatismo religioso, entre otras. Y de fondo, una violencia estructural en la que predomina la falta de oportunidades para el futuro, la pobreza, la baja escolaridad, la precariedad de las condiciones materiales de vida en un contexto en el que las instituciones del Estado están ausentes o forman parte de un sistema corrupto. Todo esto dentro de un ambiente en el que pesan más las supersticiones y las creencias populares relacionadas con la brujería y lo demoníaco que la información veraz o el conocimiento.
Comparada con Temporada de huracanes, la trama de Páradais es sencilla y lineal, sin mayores capas de profundidad o peripecias que sorprendan a lectores y lectoras. Los protagonistas son dos adolescentes, el gordo y Polo, ambos muy insatisfechos con sus existencias, lo que los lleva a unirse en una empresa más absurda que macabra, aunque termina siendo esto último. El gordo, de familia adinerada, cuenta con todos los privilegios de su condición social, sin embargo, está obsesionado con una vecina al punto de idear un plan para intentar concretar su fantasía sexual con ella aunque no obtenga su consentimiento. Polo, por su parte, jardinero del “fraccionamiento” (condominio de lujo) donde vive el gordo, está harto de su situación familiar y social, que no le ofrece perspectivas de futuro, y lo único que quiere es una vía fácil y directa para acceder al dinero, lo que en el mundo novelesco implicaría entrar a los círculos criminales o del narcotráfico. Unos pocos personajes secundarios respaldan esta trama, en la que la misoginia y la cosificación de la mujer se manifiestan en alto grado y en más de un sentido.
Pero la riqueza de esta novela no está necesariamente en su historia –de alguna manera, predecible desde las primeras páginas– sino en su lenguaje. El lenguaje es el personaje omnisciente, el juez supremo, el determinante social, la palabra oral que distribuye méritos o los niega, el macho que reproduce la violencia o la instituye, la lengua que somete o libera. Como en Temporada de huracanes, las palabras fluyen casi sin aire, haciendo eco de la ansiedad y el descontrol del gordo y Polo, personajes representativos –“hallables”– en la sociedad mexicana.
Ambas novelas se levantan, entonces, sobre un lenguaje directo, que nombra la violencia sin eufemismos e impide mirar a las víctimas sin complejidad; ambas han sido construidas a partir de un habla oral profundamente mexicana, como una forma de geolocalizar las historias que en ellas se desarrollan, para que no queden dudas de su contexto de producción y de su voluntad representativa. Ambas novelas reclaman también, en algunos aspectos, su nexo con el boom latinoamericano, especialmente con el boom caribeño de García Márquez. No solo por la búsqueda experimental de técnicas narrativas innovadoras (como en El otoño del patriarca), sino por la representación de una realidad que, por su intensidad y sus excesos, parece desbordar el realismo (como en Macondo). La diferencia radica en que García Márquez hace esto deslizando el realismo hacia lo mágico, y Melchor, hacia la podredumbre y la deshumanización.
Reseña escrita en el marco de la beca de investigación otorgada por CALAS, Center for Advanced Latin American Studies, en la sede principal de Guadalajara, México.