“La literatura (así como la escritura y la lectura literaria) es algo más que un discurso, puesto que se relaciona intrínsecamente con el cuerpo”. Esta idea es para Christian Anwandter, poeta e investigador de la UAI, lo que vertebra el último libro de la escritora y también académica Andrea Kottow, Fronteras de lo real. Ensayos sobre literatura, enfermedad, psicoanálisis (Hueders 2022).
A las 4 am de la noche pasada, mi hija de cinco años despertó por una pesadilla. Su cuerpo temblaba y me dijo que había visto un monstruo. La acompañé a su cama, esperando que mis palabras la tranquilizaran lo suficiente. Pero la pesadilla dejó una impresión tan fuerte en ella, que no quería quedarse sola por ningún motivo. Me pidió entonces que le contara un cuento. Yo estaba apenas consciente, pero al parecer logré inventar un cuento sobre una güiña (su animal favorito) que le permitió dormirse de nuevo –seguramente era muy aburrido mi cuento. Recuerdo haber pensado, no sé si mientras intentaba imaginar rápido un cuento o cuando quise, sin mucho éxito, dormirme otra vez, que esto tenía que mencionarlo en la presentación de este libro. Y al despertar, fue lo primero que se me vino a la cabeza. Pero como suele pasar con esos pensamientos nocturnos, que nacen de la desorientación y el cansancio, nunca me quedó tan claro, al despertar, por qué tenía que mencionarlo en la presentación.
Pero más que exponer mi desconcierto matutino, ya vencida esa lentitud con que empieza un día de sueño interrumpido, me gustaría plantear que esta anécdota ilustra algo que vertebra el libro de Andrea Kottow, y es la idea de que la literatura (así como la escritura y la lectura literaria) es algo más que un discurso, puesto que se relaciona intrínsecamente con el cuerpo. Intentaré, en esta presentación, seguir algunas ideas de este conjunto de ensayos que me parecieron particularmente sugerentes en este sentido.
Si bien una de las características de la escritura es que hace abstracción del cuerpo, y expande el alcance de la palabra haciéndola reproductible, Andrea Kottow propone una aproximación a lo literario que restituye su dimensión corporal:
Podríamos especular, entonces, que no habría literatura sin deseo. Y el deseo siempre es movimiento en pos de algo que siempre ya se ha trasladado más allá. Porque no hay literatura donde el deseo se ha satisfecho. Porque se acaba la escritura en tanto se acaba el deseo. Porque se impone la muerte frente al horizonte que abre el deseo colmado. Porque solo el deseo hace necesitar la escritura, la lectura, la literatura (57).
Kottow pone al deseo como condición de lo literario. Esto implica que, a pesar del carácter reproductible de la escritura, la literatura expresa una insatisfacción que desplaza deseos movedizos. Este carácter movedizo del deseo es fundamental para entender la forma en que Kottow entiende la literatura y, hasta cierto punto, la experiencia misma de ser/tener un cuerpo. Lo propio del deseo es movimiento y substitución, y la autora identifica esta dinámica con la vida misma en oposición al horizonte de la muerte: “qué más triste que la quietud” (56). El amor, por lo tanto, termina cuando comienza. El deseo realizado ya no es deseo. Esta realidad hambrienta del deseo contrasta con cierta manera de entender la vida como constante realización de deseos, un permanente ascenso escalonado mediante deseos realizados. Esa plenitud, que corresponde a las expectativas sociales sobre los cuerpos en su individualidad, sería así un simulacro vital, que propone en realidad un pacto de muerte en que el deseo se conforma al imaginario social, domesticando su movilidad a través de la coerción de lo real.
Cercana a Lacan, en cambio, Kottow entiende que en esta coerción social del deseo se produce también una parálisis de lo imaginario. La literatura tiene el valor de escapar al carácter utilitario del imaginario social, y restituir al deseo su capacidad de imaginar otras experiencias. El deseo tiene así un potencial imaginativo –y subversivo– que es indisociable, me parece, de la capacidad del individuo para reescribir su vida y, desde ahí, repensar su inscripción en lo social. Pero no se trataría de substituir una nueva superposición entre imaginación y realidad en que se realice el deseo, sino más bien de construir un modo de vida y de lenguaje que entienda que el deseo plantea la exigencia de la transformación.
Otra analogía que hace posible aproximar literatura y cuerpo es la comprensión del cuerpo como “una superficie de inscripción en la cual el complejo código de la vida escribirá y sobreescribirá continuamente sus signos. Algunos de ellos los lograremos descifrar; otros permanecerán para siempre siendo jeroglíficos ininteligibles” (22). Si la vida no es legible plenamente, como muchas veces el imaginario social busca hacernos creer, entonces lo ajeno hace parte de lo propio en la latencia de los signos. Kottow parece así recordarnos que el silencio del cuerpo entendido como salud es muchas veces una renuncia a explorar aquello que permanece indescifrable en las formas en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás. Es notable, en este sentido, la revaloración de la enfermedad como una “plataforma crítica” donde “…lo enfermo puede ser aquello que sostiene, por oposición, la supuesta salud. Es entonces cuando se abre en su máxima expresión el potencial de mirar desde los límites que posibilitan las fantasías literarias y sus despliegues simbólicos” (30). Me parece que es desde este nudo que amarra literatura y vida que Kottow propone un horizonte de sentido de lo literario que le devuelve su urgencia, puesto que la literatura es capaz de romper el hechizo de la salud y su imperativo de progreso irreflexivo, visibilizando no solo lo ajeno que nos constituye, sino que también los contornos vívidos de lo deseado.
Si el cuerpo es una superficie de inscripción, la vida en sí misma escribe sobre nosotros de manera análoga a como la literatura se inscribe en la superficie de una página. Hay una exterioridad misteriosa de la vida similar a la recóndita intencionalidad del autor. Esta exterioridad de la vida hace de nosotros biografía, relato de vida que se construye desde esta exterioridad pero también a partir de la lectura que logramos hacer de aquello que nos marca y de lo que queda en los pliegues de la memoria. Ser escritura de vida, llevar un cuerpo en que la vida se inscribe, conlleva la dificultad de distanciarnos de nosotros mismos para desentramar esa exterioridad que nos constituye y al mismo tiempo hurgar en las formas en que nosotros mismos vamos dándole forma a los materiales de la trama de la que hacemos parte.
Es cierto que la postura de Kottow es impopular. La literatura es algo que no hace mucho sentido hoy en día. La atención que exige no se adapta a los dispositivos móviles que nos encandilan con sus apps, likes, posts. Tampoco opera a golpes de dopamina como la incesante sucesión de series, videos e imágenes sin que nuestra voluntad intervenga. Se presupone una actitud de pasividad total, cuyas reacciones limitadas se pueden dar en el espacio mínimo del comentario o del emoji. Esa velocidad que no da tregua apenas sí tiene tiempo de detenerse en cómo la forma incide en el contenido. En esa aceleración, el ensayo es apenas una forma legible. Me parece, de hecho, que podemos identificar un desfase en el deseo que tenemos de leer (y no consumir) ensayos, pero al mismo tiempo nos sometemos a formas de vida que hacen cada vez más difícil darse esa experiencia.
En fin. En este estado de cosas, es comprensible que se intente rescatar el valor de la ficción a través de la idea de que fortalece la empatía. Se trataría, por lo tanto, de una herramienta para una vida más democrática, como sugiere Martha Nussbaum, por ejemplo, en su libro Poetic Justice: The Literary Imagination and the Public Life. La literatura sería una barrera contra la barbarie. Siempre he sospechado de esta visión sobre el efecto de la literatura. No solo porque olvida la existencia de dictadores que fueron lectores o de regímenes totalitarios en sociedades más o menos cultas, sino también porque ve en el lector alguien que parece ponerse en duda solo a partir de la existencia de otros, como si en sí mismo no tuviera fisuras o contradicciones latentes en su interior, como si el sí mismo no fuera al mismo tiempo un otro.
Durante siglos se esperaba de la literatura que fuera bella y útil moralmente, valores que, a medida que avanzaba la modernidad, fueron perdiendo relevancia sin que otros tan trascendentales los reemplazaran. Ión, en ese diálogo en que Sócrates humilla al rapsoda por no ser especialista en nada, dice que él es capaz de encontrar la palabra verosímil que caracteriza a los distintos miembros de la ciudad, ofreciendo una imagen de conjunto de lo social. Me parece interesante pensar en la literatura como un discurso no especialista, que justamente por su falta de especialidad, es capaz de elaborar visiones de conjunto de lo social. Pero, al mismo tiempo, es evidente que la mirada de Ión es limitada, al pensar la literatura fundamentalmente como representación. El libro de Andrea Kottow, creo, avanza por otra vía, en que no es ni la representación ni la empatía lo que se valora en lo literario, sino su capacidad para habilitar una relación posible. Ni representa ni desarrolla, abre un espacio, a explorar o no. Así, la literatura es, probablemente, eso que nos permitiría “enfrentarnos a aquello que sabemos y a lo que no, lo que necesitamos y lo que odiamos, lo que estamos posibilitados de pensar y aquello que se nos escapa” (30).
Hay una reivindicación de un método de lectura que opera un “complejo tránsito de lo particular a lo general, del personaje a la teoría” (31). En tiempos en que la teoría cobra relevancia en la vida social y política, y opera verticalmente desde la abstracción a lo particular, la literatura (y la propia vida) parece resistirse a esta subordinación y a imponer una exigencia de conocimiento de lo singular como prerrequisito de cualquier afirmación general. En esto, Kottow demuestra que tanto la literatura como el psicoanálisis proponen una hermenéutica capaz de elaborar lo ejemplar, aquello que va más allá del simple caso, pero no para restituirlo a una lógica productiva o moral, sino que para, de alguna manera, hacer visible las dinámicas de formación y disolución de una subjetividad en constante búsqueda. Lejos de una visión instrumental del lenguaje –ya sea en su versión nominalista, o bien como vehículo de un pensamiento supuestamente pre-lingüístico– Kottow entiende que el sujeto está irremediablemente enredado en el lenguaje como un material primario planteando así que los “modos narrativos, las formas en que nos contamos esa realidad, son una manera que no puede ser desatendida para observarnos” (27). Kottow hace una aproximación similar a la que efectúa Lauren Berlant en El optimismo cruel, cuando define al género como la “expectativa afectiva a cómo habrá de experimentarse el despliegue de algo” (28). La ficción, la narración, el relato, el género, no son solo artefactos culturales, depositarios de ideología y condiciones materiales de la estructura social, sino que hacen parte de los procesos de subjetivación cotidianos.
Esta concepción del sujeto como “novela” o “relato” que se construye “como una especie de ovillo de lana, con hebras de diversas procedencias, colores disímiles y grosores diferentes. Y todos ellos deben ser tomados en cuenta cuando se trata de comprender al sujeto” (40) nos invita no solo a leer la literatura buscando las formas en que el deseo moviliza al ser y se ayuda para eso de la imaginación, sino que también a observar en la vida misma los desfases que se producen entre el deseo y la realidad, o bien las trampas que el imaginario social le tiende al deseo como una forma de domesticarlo. En este punto aparece también una dimensión política como conciencia o ignorancia de aquello que la cultura reprime, oculta o desplaza hacia el inconsciente. Si, como plantea Kottow siguiendo a Lacan, el orden de lo imaginario hace vivible el orden de lo real, donde algo pasado sigue sucediendo, donde el pasado es un ahora cuya comprensión es fundamental para el porvenir, entonces pareciera que la invitación del libro es a leer desde el arco de esa temporalidad del propio cuerpo en que se experimenta la relación entre deseo y realidad. Me parece que el tono general de los ensayos –cuya forma se adapta mejor a este vaivén que se busca a través del lenguaje y de la literatura– muestran así ese tránsito entre lo particular y lo general a partir de libros que “remecieron fuertemente” (8) a la autora. Kottow rescata la idea de una “erótica de la lectura” de Sontag que implica mantener el secreto del otro o de lo otro, entendiendo que no todo puede salir a la luz, que lo incomprensible es constitutivo de lo que sí entendemos, y que algo así como una identidad plena es más bien un atributo de la muerte que de la vida. La invitación de este libro, a la que me sumo gustoso, es a ejercitarse en el arte de reconocerse en esas fronteras de lo real, a difuminarse en el proceso de desear y perder, a cultivar en el lenguaje una atención por el secreto, y ciertamente, olvidar la pretensión de decirlo todo.