“Publicada originalmente en 2001, Poste restante es la primera parada de la novelística errante de Cynthia Rimsky y un hito en la narrativa chilena de viajes,” nos informa la contraportada del libro. “Esta nueva edición, reescrita, aumentada y revisada por la autora, incluye un Estudio preliminar de Chiara Bolognese y un Posfacio de Ricardo Lobell.” Me pregunto con curiosidad, mientras leo su prólogo, quién es Chiara Bolognese. De nombre casi caricaturescamente italiano, esta “Doctora en literatura de la Universidad Autónoma de Madrid” (que ha escrito también sobre Bolaño) suena por momentos como uno de los personajes del inicio de su 2666, esa despiadada diatriba (no desprovista de cierto afecto) contra los especialistas y sus jergas, sus congresos, sus manías y obsesiones. Suena también por momentos como algunos de los profesores de filosofía que la propia Rimsky retrata en Los perplejos, hilando certezas sin perplejidad alguna. Sospecho por un momento que podría tratarse de una invención de la autora o de los editores, pero parece no serlo (o, si lo es, se han preocupado de esparcir algunas fotos de alguien que se hace pasar por la profesora Bolognese por la red para darle verosimilitud a su invención). Me digo que ese “Estudio preliminar” en que se nos informa, entre otras cosas, de que “CR ocupa un lugar muy interesante en su época literaria” y de que su libro “es una historia abierta a múltiples interpretaciones” es completamente prescindible, y que prefiero la edición que leí yo, sin prólogo alguno que me informara de esas cosas. Me digo, por otra parte, que el quiera siempre podrá saltárselo. Me digo además que, si nos ponemos estrictos, las líneas que estoy a punto de escibir son igual de prescindibles que las del prefacio (y el postfacio que trae además esta edición, ¿no será mucho? Falta sólo que hubiera, al centro del libro, una pequeña monografía como interludio crítico). Me digo también que las adiciones al texto de Rimsky, un libro hecho de retazos, fragmentos, documentos, pequeños ensayos, relatos, recuerdos, no hacen sino prolongar la lógica del libro, y que por lo demás la crítica literaria es un género inevitablemente redundante. Me digo, además, por último, que toda esa disquisición sobre los paratextos de esta novela (¿es una novela? En el catálogo de las publicaciones de la editorial Sangría que aparece al final del mismo volumen aparece como parte de la “Reserva de narrativa chilena”, anunciada como “En preparación”, un error entrañable), sobre los paratextos de esta novela, me digo, o relato, no es sino un síntoma de lo que me cuesta encontrar un lugar desde el que comentarla.
El título puede ser un buen lugar donde comenzar: “poste restante” es, nos informa (otra vez) la contratapa (¿qué clase de crítico comenta un libro citando la contratapa?) “el nombre de un servicio de correos que almacena en sus sedes las cartas que llegan a una persona sin domicilio fijo, y que ésta debe recoger por su cuenta.” En efecto, uno de los hilos que componen el tapiz de este relato de viajes son cartas enviadas por amigos y familiares a la autora, y que ésta no leyó ni recogió durante su periplo, por lo que fueron devueltas a sus remitentes, y luego incorporadas a la trama de su texto. El libro concluye, de hecho, con una carta como epílogo (spoiler ahead): “Tengo muchas ganas de encontrarme con ustedes, pero no sé si es posible. Yo termino escribiendo esta carta pero es muy difícil encontrar a alguien que me la traduzca. Mi familia puede entender ruso o idish. Besos para todos.” (283) Las dificultades para encontrarse y comprenderse, la incerteza que esta conclusión rezuma, y su tono titubeante, son uno de los rasgos constantes de este libro que me lo hacen entrañable. Contra las piruetas y poses de otros escritores que hacen tanto para convencernos de que de verdad les pasó algo que debiera importarnos, algo extraordinario, Rimsky nos propone una escritura como deliberadamente desabrida, deslavada, en apariencia descuidada, que convierte el no pasar nada notable en algo digno de ser relatado, o nos recuerda que incluso cuando pasa algo, el relatarlo lo convierte, de un curioso modo, en nada, en un breve intervalo de formas visibles en medio de esos “espacios en blanco” de los que habla la autora en una entrevista citada al final del libro por Ricardo Loebell.
Si hay quienes han dicho que en nuestra época el arte de narrar llega a su ocaso porque la experiencia está en crisis (no podemos relatar historias que contengan experiencia porque no podemos experimentar nada bajo la modalidad de lo contable, y viceversa), y quienes afirman que el arte de viajar se ha vuelto también imposible (estamos condenados al turismo, a las experiencias previamente empaquetadas, repetibles, predecibles y carentes por lo tanto de sorpresa o de peligro), en vez de oponerse a ese dictamen por medio de un relato que certifique su estatus de viajera y no turista, para retomar la famosa oposición de Paul Bowles, un empeño (creo) condenado al fracaso casi inevitablemente (el mismo verano que leí por primera vez a Rimsky leí también Tubab de Beltrán Mena, donde ocurre justamente eso), Rimsky parece aceptar el estado de cosas sin alterarse demasiado, y responder a él con una escritura opaca, fáctica, y desencantada que acaba por revelar mucho más acerca del viaje y de sus efectos sobre la subjetividad que los registros más enfáticos e impostados, que sólo hacen más obvia la impostura.
El viaje de Rimsky es un viaje, como tantos, en busca de sus orígenes: casi como en un relato policial, un álbum de fotos encontrado por casualidad en un mercado persa da inicio a la búsqueda (la precisión e impersonalidad de la prosa son un ejemplo del tono al que me refería antes): “Un domingo de octubre de 1998 encontró en el mercado persa de Arrieta en Santiago un pequeño álbum de fotografías de 11,5 por 9 centímetros, forrado en un tapiz de evidente origen extranjero. Las fotografías mostraban a una familia en sus vacaciones, medían 6 por 8,5 centímetros y estaban enmaarcadas en una pestaña de cartulina cuyos bordes inferiores habían sido cortados con una tijera zigzag. En la primera página habían escrito con lápiz grafito algo indescifrable: ‘Plivitce in Jezersko / Rimski / Vrelec / Bled’.” (41-42) La palabra “Rimski” en esa inscripción produce instantáneamente en la protagonista una sed de partir, pese a que todo parece indicar que no se trata de una pista confiable: “La diferencia en la última letra bastaría para colegir que no se trata de la misma familia. Sin embargo, al dar vuelta la página y ver la primera fotografía, una caída de agua, experimentó la emoción del viajero cuando escoge un camino que lo llevará a un lugar desconocido.” (42) “Au fond de l’inconnu…”, por cierto. Como en el poema de Baudelaire, el viaje es a la vez una suerte de antídoto a la melancolía y su confirmación implacable. O, como en un poema de Lihn, quien cuando el martillero de un negocio en NY le vende un puñado de fotografías de “Antepasados instantáneos”, por unos centavos, concluye:? “Esos antepasados eran los míos, pues aunque los adquirí a vil precio no tardaron, sin duda, en obligarme a la emoción…”. Sospechando desde el principio, entonces, la futilidad de su empeño, Rismky emprende una búsqueda que (como la del Santo Grial en los relatos medievales), se sabe condenada al fracaso, o mejor dicho a la errancia que no conduce a la clausura de un misterio resuelto. A diferencia de Baudelaire, sin embargo, Rismky no parece fascinada por la búsqueda de novedad, y la extrañeza más fuerte que experimenta parece no ser en relación a los extranjeros con los que se encuentra (su viaje la lleva primero a Israel, luego a Europa del Este), sino respecto a su propia memoria, su nombre, su familia, en suma, con respecto a lo más propio, que es siempre lo más inquietante. El desplazamiento parece ser, entonces, un modo de encontrar un ángulo enrarecido desde donde verse.
Esta atención a la letra i que distingue a esa inscripción del apellido de la autora, al mínimo trazo que distingue identidad de coincidencia, semejanza engañosa de auténtico parentesco, me recuerda la meditación de Georges Perec sobre la letra W en su precioso El recuerdo de infancia. El vínculo obvio es, por cierto, la tradición judía en la que varios estudiosos han inscrito, acertadamente, a Rimsky (quien por lo demás es sospechosamente poco reticente respecto a esta dimensión de su escritura, hasta el punto de que uno se pregunta si no quiere que sigamos esa pista para, justamente, despistarnos), con su culto a la escritura y a la letra, con su interés en los lazos sanguíneos y su larga historia de errancia y desarraigo. Sin embargo, lo que más emparenta a esta autora a Perec son su minuciosidad obsesiva aliada a una vertiente intensamente lúdica, su obstinada impersonalidad que acaba por ser más entrañable que las vergonzosas confesiones de escritores menos reticentes.
Las descripciones de las fotos de este álbum familiar encontrado por casualidad, que la viajera lleva consigo en su recorrido y enseña a los diversos personajes, que consideran su aventura con escepticismo comprensible, son otro de los hilos que componen este libro en que se alterna la tercera persona de las citas anteriores con pasajes en primera persona, que curiosamente acentúan más aún la impresión de impersonalidad, contra la promesa implícita del género “diario” de asomarnos a la intimidad de quien lo escribe: “Lunes 22 de febrero. Se celebra una fiesta religiosa llamada Green Monday. El dueño del bar me invita a un almuerzo vegetariano en su casa, pero me siento inspirada con la historia del hombre que, mientras espera recuperar la casa de Chipre del norte, conoce a una mujer inglesa, casada con un ex policía.” (126) Por otra parte, justo cuando le parece a los lectores que se va a revelar algo, un acontecimiento, una experiencia, el secreto que satisfaría la sed de atisbar algo verdadero entre las páginas del libro, la voz nos advierte con distancia gélida que lo que vamos a leer podría no ser cierto: “Antes de proseguir, debo advertirles que el alcohol, liado a una confusa sensibilidad por el dolor del mundo, suele llevarme a confundir la frontera entre escritura y vida. La confidencia del militar retirado me despierta una atracción irresistible por Rose, le susurro al oído que me encantan sus piernas y le pregunto si puedo besarla. La mujer, sorprendida de que conozca su triángulo amoroso y de que su marido y su amante la utilicen, aproxima sus labios a los míos.” (126-127) Pasajes, como estos, no se sabe si imaginados o “reales”, tienen algo de frustrante y fascinate al mismo tiempo: me digo que si un prototipo del viajero es Ulises, el tipo cuentero y canchero que nos mantiene hechizados con el relato de sus aventuras, de las que es siempre el sobreviviente gracias a su astucia y a su labia, uno podría pensar en una viajera modelada en la figura de Sherezade, que sabe que el arte de narrar consiste siempre en reservarse algo para más adelante, para la ocasión siguiente.
Por otra parte, el otro registro con el que se arma este libro son las ilustraciones qe lo puntúan y enmarcan: fragmentos de mapas, imágenes de sobres, páginas mansucritas, folletos turísticos, recortes de diario y una que otra foto, materiales que parecen reforzar a impresión documental, casi se diría periodística, del relato, que me hace pensar aquí en la película Pasaporte húngaro, de Sandra Kogut, directora brasileña que documenta también la búsqueda de sus orígenes con un humor que subraya el carácter construido de su historia (aprovecho de anotar que otra de las gracias de este libro es su sentido del humor, soterrado e imperturbable como el de los mejores comediantes).
Realidad e irrealidad, ficción y documento, rutina y ruptura, lo propio y lo ajeno, el viaje y la residencia fija, son oposiciones que esta novela desestabiliza sin desarmar del todo, consiguiendo que en el balanceo entre una y otra se vuelva posible una escritura viajera que, en su reticencia, hace posible un espacio no del todo predecible ni mapeable: me imagino sucesivas ediciones de este libro que aumentaran más y más los materiales incluidos, me imagino una edición en varios tomos empastados en cuero, con letras doradas como las del Tesoro de la juventud, con sus “Leyendas de lugares y de cosas”, “El libro de narraciones interesantes”, “Los países y sus costumbres”, “Hombres y mujeres célebres”. Me imagino también una edición condensada, adelgazada, reducida a lo mínimo, censurada (como sucede al menos con un nombre en esta edición respecto a la anterior) hasta que esos espacios en blanco de los que habla la autora sean un océano en torno a la isla de unas pocas palabras, unas pocas letras, tal vez una sola, una y o una i…
FLORENCIA FALABELLA
29 julio, 2011 @ 14:34
NO TENGO COMENTARIOS DE LO QUE HE LEIDO .DISCULPENME MI INTERES ES COMUNICARME CON LA DRA CHIARA BOLOGNESE ¿SERA POSIBLE?