Materia fugaz de Maximiliano Díaz
Esperpentia, Santiago, 2008.
El último libro de Maximiliano Díaz, “Materia fugaz” (Esperpentia, 2008), pone en movimiento una espesa corriente de materiales descompuestos, podredumbre y detritus, que se desplazan lentamente a lo largo de los poemas. Más que de los restos de un naufragio, vestigios o fragmentos de alguna destrucción ocurrida en el pasado, de lo que este libro se alimenta es del proceso mismo de la descomposición, la degradación perenne de todas las formas, momentos, hechos y sentimientos, proceso que es transmutado en flujo creativo y creador, a ratos en una fuerza casi vitalizante y alentadora, que le confiere a esta propuesta poética solidez y originalidad.
El libro se estructura en cuatro partes de las cuales las más logradas son, a mi juicio, la I y la III, en las que el lenguaje poético se entrega con mayor decisión al flujo de la podredumbre, siendo capaz de extraer de ahí una fuerza productiva de oscura belleza. En un mundo lluvioso y crepuscular, flanqueado por lápidas y ataúdes y poblado de multitudes anónimas, entre “vigas carcomidas” y una “corriente nocturnal / que va acumulando materiales diversos” el poeta construye una visión estética propia donde, sin rehuir del feísmo –y más bien por el contrario, con predilección por el léxico de la cacofonía y la defecación– logra una poética convincente, anunciada ya desde la apertura del libro:
Viajar por las calles de esta ciudad al límite de lo equinoccial
arrepentido de no ser más que muchedumbre vacía,
insana, transitoria, defecando sobre prístinos atardeceres.
“Trastiendas”
En este entorno abandonado y en ruinas se configura una visión resignada, pero no desprovista de esperanza en donde el poeta se para ante la vida que transcurre frente a él con una actitud cada vez más contemplativa, y donde el mismo lenguaje, más que una herramienta de dominación o control, adquiere valor simplemente como forma de retrato.
y es inútil que te sumerjas en tu nostalgia
de Ahumada con Huérfanos
o en el “Dominó” y su “italiano”
es inútil que tomes ese bus oscuro
y entre los obreros dormitando quieras encontrarla
ya aparecerá si quiere o si no tendrás que seguir oliendo
su antiguo cabello en la almohada y seguir borroneando papeles.
“Paso uno”
Estas imágenes de la descomposición aparecen vinculadas, en un nivel más temático y superficial, con un crítica un poco manida al estilo de vida contemporáneo, a la urbe anónima y banal, y la forma de vida trivial e impostada que impone; una perspectiva que resulta en realidad bastante corriente, y que incluye ataques a la economía de mercado, los medios de comunicación, el endeudamiento excesivo y la monotonía de las oficinas, pero que no alcanza a adquirir la fuerza suficiente como para distinguirse de una mera opinión sociológica o periodística, por estos días en boga. Esta desconfianza en el sistema se engarza también con una visión anti-romántica, caracterizada por una actitud escéptica y desconfiada de las relaciones perdurables, de todo lo que no sea puramente transitorio, y que parece heredera principalmente de Lihn. También de Lihn emerge sin duda el trabajo con un lenguaje que desconfía de la ingenuidad, y del lirismo fácil, y un sesgo autovigilante que a veces interrumpe, ironiza, o incluso se boicotea. En esta línea, algunas de las interjecciones de la poesía de Díaz resultan a veces excesivas, demasiado parecidos a los giros de la poesía de Germán Carrasco, a veces peligrosamente cercanas al tic.
Más valiosa resulta a mi juicio la estética un poco decadentista, que en vez de extrañar alguna especie de belleza ideal y perdida, hace de la ausencia de plenitud su principal materia poética, y presenta, casi con delectación, una imagen del tiempo concebido fundamentalmente como descomposición, merma, muerte, en el autor es capaz de encontrar, sin embargo, un terreno fértil para la composición poética. De aquí emerge el universo más característico del libro, en el que está “todo pudriéndose como cadáver en el agua” (“La misma fosa”), habitado por “gaviotas hurgando restos que hoy yacen / diseminados en el patio trasero del cementerio” (“Lápidas”).
Nada semejante, por tanto, a ningún tipo de estética romántica, que se situaría por el contrario en una posición de enemistad con respecto del tiempo, único ladrón de la felicidad y la plenitud humana. Es por esto que me parece que el título Materia fugaz no le hace justicia a la poética imaginada. No es la melancolía el sentimiento predominante en este libro, ni la nostalgia por el instante ido, o el desvanecimiento inevitable de un cierto momento o belleza ideal y perdida para siempre. Ni siquiera se detecta, a mi juicio, una percepción destructiva del paso del tiempo, sino por el contrario, es precisamente la degradación y regeneración de todo lo visible de donde emerge la posibilidad de belleza, entre los “cadáveres de magnolias agusanadas por el tiempo” y las “amapolas agusanadas”, frutos de una atmósfera de putrefacción que se erige, sin embargo, como una imagen plausible de la memoria, del tiempo y de la vida.