Si hay algo que marca la lectura de Se vende humo (Narrativa punto aparte, 2016) de Joaquín Escobar (1986) es la sensación de vértigo en un ambiente que va en un in crescendo de delirio. Los doce relatos que contiene el libro se mueven desde temas sentimentales a conspiraciones y encuentros que, en general, son desafortunados. De todas formas, parece haber una idea que atraviesa el libro completo, una que hace recordar al Chesterton pensador de Ortodoxia (aunque bien podría ser al de El hombre que fue jueves) cuando, definiendo la locura, deduce que no es la falta de razón sino la abundancia de esta la que la produce. Es decir, para que lo anterior suceda, hace falta entonces que las personas piensen hasta el delirio, buscando todas las posibilidades, aperturas y escondrijos que sean posible.
Llama la atención la portada del libro, que muestra una especie de isla abigarrada sostenida por escaleras y compuesta de casas, máquinas y grafitis, con un estilo similar al de la película anime El castillo ambulante (Hayao Miyazaki, 2004), porque los textos conforman un todo que, si bien pueden ser leídos por separado, tienen una oscura y delirante armonía. Así, por ejemplo, se puede comprobar con el texto inicial, “Se vende humo”, en donde se relata la estrategia del protagonista para enamorar a Aranza, ambos de gustos intelectuales complementarios (ella colecciona ediciones de La náusea, el hace una fiesta de máscaras con la cara de Benjamin, Althusser y Engels) y con la que termina en un motel luego de cantar un tema de Luis Miguel en un desvarío lírico/sentimental producido por el alcohol. En el tercer relato, “Tinteros y micrófonos de humos” los mismos jóvenes conversan el cine y la música latinoamericana de masas, para luego terminar explicando el origen de la frase que da origen al título del libro y que se repite constantemente en los relatos: “—En el fútbol también hay venta de humo. –Sí, cierto, Aranza. De hecho, allí nace el término y es el lugar donde más vendedores de humo hay.” (31). La línea final de esta historia amorosa aparece en la última parte del libro, “La ciudad subterránea en donde el splin fue fusilado”, en donde el protagonista aparece junto a Aranza en un viaje en el que irán a visitar a su padre, ya muerto. Pareciera que en la relación solo hay cariño por causa de la afinidad intelectual, lo que se muestra a través de la ausencia de problemáticas cotidianas y la presencia de temas que parecen no tener mayor trascendencia sino para el grupo del cual esta pareja es parte, uno en donde la literatura, la rebeldía expresada a través del cuerpo y el fútbol son el eje sobre el cual se mueve la obra.
Por lo anterior, saber de términos futbolísticos se hace necesario para poder entrar al juego de los relatos. Por ejemplo, en “A la uruguaya” se relata la historia de un joven profesor que ya no tiene ganas de vivir: “había pensado en agarrar una escalera y una soga, pero nunca lo concretó: su condición de cobarde era impermeable.” (35), cuestión que se acentúa luego de ver cómo su gato está muriendo y, sobre todo, después de ver a una antigua polola que terminó con él por una mentira: fue a ver un partido en vez de ir a unas clases particulares. No se puede completar el significado del relato sin saber que “a la uruguaya” significa “tener garra” o, simplemente, pelear hasta el final, frase que parece más bien irónica. Un conocimiento táctico del deporte se debe tener al leer “La 3 de Manuel Rojas”, en donde dos ladrones quieren robar a un vendedor de camisetas de fútbol la que utilizó Manuel Rojas en un juego realizado en Argentina contra la selección de escritores de ese país. El delirio se expresa al máximo cuando los dos sujetos reclutan, en un seminario de Manuel Rojas, a varios jóvenes para ir a rescatar la reliquia. El final es bastante alegórico, pues la camiseta 3 (normalmente del defensa central, parte de la columna de un equipo) con el nombre de Rojas es utilizada por un detective para correr en el parque forestal, pero nadie es capaz de reconocerla.
En todos los relatos hay un momento en donde se hace presente la imposibilidad de decir, algo que puede ser entendido a través de la idea del humo — una muralla sin forma e impenetrable que distorsiona y modifica las formas — y también a través de escenas en donde hay un lenguaje que se muestra más onírico, alucinante e irreal, y que parece seguir la evolución del Altazor de Huidobro o de una obra dadaísta. ¿Quiénes son los vende-humo? Los melancólicos, los moralistas, la generación beat, los que dicen que hay alma, y una decena de otras personas que no permiten ver las cosas directamente. Pero, por otro lado, existe un acercarse a las cosas que parece ser directo, pero no inteligible, como cuando el protagonista de “El transformador” trata de lidiar con el alejamiento de la mujer que acaba de conquistar y, en un ataque de ira o confusión, produce un accidente al hacer que el chofer se salga de su pista. Luego de bajar, él dice ver “sobre un desvencijado escritorio, una gata blanca [que] me miraba con propiedad… jalé la manilla y di con un espacio iluminado por otra una vela. Otra puerta: oscuridad. Otra puerta: tirada, la contratapa de un libro, solo alcancé a leer las palabras ´labio leporino´.” (131). Si bien es un espacio más bien fantasmagórico, no se puede ser tajante en lo anterior y queda una sensación de un ambiente extraño. Otro poco sucede en “Sé que viniste a mi casa…”, en donde, luego de escuchar la historia de la mujer a la que él deseaba, se produce un instante en donde los dos se quedan mirando la oscuridad de la noche y “…toda la piel de Darinka se llenaba de escamas, mi cuerpo comenzó a achicarse. Me vi convertido en una masa de miga que ella se llevó a la boca.” (91). Este cuadro se completa con una historia de un viejo soldado del vietcong involucrado en la lucha contra la dictadura para terminar con el proceso cuando “…escuché un ruido que no me era familiar. Se abrió una compuerta, salí expulsado por la vagina de Darinka y caí en el wáter.” (95).
Los textos que nos entrega Escobar están del lado de una ficción que es parte de una narrativa que nos hace recordar al Valpore (2009) de Cristobal Gaete o En el regazo de Beelzebú (2011) de Cristian Geisse. La diferencia es que la mixtura que nos presenta — el fútbol, las relaciones amorosas y los delirios angustiosos de los personajes — construye un espacio para mostrar crudamente una intraducibilidad de la experiencia que nos da, por lo menos, tres opciones: adoptar una metáfora general para entender la vida (el fútbol), aceptar una forma de vida que permita tener una respuesta e esta (las diferentes ventas de humo); y una tercera que muestra la vida como un caos que, a través de las palabras, es imposible expresar. Esto último quizás dé a entender un término que ya había sido acuñado por Alberto Laiseca (1941-2016), el de “realismo delirante”, pues la ilusión expresar una totalidad sin contradicción se ve contrapuesta a la incoherencia de una vida moderna en la que, la rebelión, es puesta en escena como aquello que no puede ser entendido, pero que puede salvarnos de todas las ventas de humo. Para que suceda lo anterior, solo hace falta salir jugando.