Incontables voces se confunden, debido a la transmisión simultánea de trabajos de videoarte, en la sala de exposiciones de Fundación Telefónica. Este bullicio es el que introduce la primera gran retrospectiva de Juan Downey (1940 – 1993) en nuestro país: “El ojo pensante”. La muestra, abierta al público entre el 31 de marzo al 27 de junio, requiere de largo rato para ser recorrida. Además de los videos (algunos aparatos pasan hasta tres distintos), cuenta con grabados, bocetos e instalaciones, de variados y cuantiosos temas: paisajes rurales y urbanos, contingencia política, gráficos con variantes metafísicas, y dibujos de formas abstractas y orgánicas, entre otros.
Esta complejidad de la figura de Downey, reconocida como la de un “comunicador cultural (…), cuyo medio de expresión visual es el video”, puede atribuirse a que en su trayectoria cosmopolita, persistió en la construcción de canales de diálogo entre distintas comunidades. Durante sus estudios de grabado en Francia, y posteriormente de diseño en Nueva York, se trama lo decisivo para su carrera de artista explorador de nuevas tecnologías: el contraste cultural entre su país de origen (Chile) y los países “desarrollados”. Pero el uso que el artista hace del video, y con el que se inaugura en gran medida la práctica del videoarte, se desmarca del que hacen los medios de comunicación, porque desnaturaliza aquella relación vertical que subyuga al consumidor, e insiste en el valor comunicativo. Pero ¿dónde se produce el diálogo? y ¿con quién?
Una inadecuación se vivencia en la “interferencia” que propicia el bullicio, pero también en cierta anarquía lingüística, determinada por el desacomodo de las convenciones audiovisuales del cine y la televisión. La muestra desafía el modo en que habitualmente usamos estos objetos: en pares se encuentran dispuestos los televisores que reproducen en blanco y negro, entre otros videos, “Cuzco off”,”Nazca” o “Inca I y II off air”. También desafía la validez del documental etnográfico, porque este corpus de obra prescinde de una voluntad cientificista –la cámara en mano como estrategia recurrente en este trabajo afirma un punto de vista parcial e inestable-, y descalifica para esta categoría, a pesar de afrontar la temática indígena. Desafía, por último, la necesidad de acción dramática: el lente registra momentos de ocio y recorre lentamente, como si estuviera palpando; ya sea la cordillera, ya sea las líneas de nazca, ya sea el zapateo de un baile popular.
Según escribe Sergio Rojas, es la “inadecuación constitutiva de la obra de arte (entre su relato y, digamos, su presencia)” lo que permite “que la obra dé que pensar”. “Chicago boys” (1983) parece darle la razón. En este video identificamos un tema cercano a nuestro historial político, y reconocemos un canal de comunicación, creado por el artista, entre Chile y el mundo. No obstante, el habla (en inglés) y los rostros no son empáticos a nuestro imaginario nacional; lo cual invita a pensar el asunto desde otro ángulo. Si Downey decidió cómo visibilizar estos sucesos, es el espectador de “El ojo pensante” quien debe decidir cómo situarse hoy del otro lado de la pantalla.
En esta línea argumental, más allá de cómo Downey construye puentes o desarticula códigos del cine o la televisión; importa el cómo, al hacerlo, registra un deseo de contacto con ese “otro”, que hoy, en plena globalización, adquiere más vigencia y vitalidad que en el momento de su producción. No obstante, ese deseo se hace manifiesto sólo en lo que –pesimistamente- podríamos llamar el fracaso de un diálogo cultural efectivo y horizontal, en el fracaso de su voluntad comunicativa. Pero este desengaño no resta un valor subversivo al corpus artístico de “El ojo pensante”, porque del producto resultante entre la intención del artista y la presencia de la obra, hoy, en Fundación Telefónica, surge una interferencia que es necesario constatar.