Poco antes de comenzar este texto se me vino a la cabeza un recuerdo. Cuando era niña y vivía en un barrio en Concepción, estaba una tarde en la casa de una amiga. Sentadas en el suelo, jugábamos con un montón de pequeñas piezas rectangulares de cerámica de unos 3 cms. cuadrados como máximo. Todas eran iguales en su forma pero variadas cromáticamente según una paleta de colores pastel. Mientras tratábamos de armar algo ubicando los rectángulos de distintas maneras, nos dimos cuenta de que la dinámica era muy aburrida. Antes de abandonarlo por completo, recuerdo haber sentido la aspereza del material al poner las figuras una al lado de la otra. También, recuerdo que una de ellas tenía en su contracara un timbre que decía Loza Penco.
La premisa de ese juego, que en ese momento nos pareció tan extraña, es la base del trabajo presentado por Amalia Valdés en Sala Gasco intitulado “METRICA” (desde el 26 de mayo al 15 de julio del 2016). Se trata de distintas composiciones formadas a partir de piezas, algunas de distintos tamaños, otras del mismo, algunas únicas e irregulares, otras uniformes y precisas. Esta variedad ha sido producida a través del mismo material: la cerámica. Y, como si se tratase de un laboratorio de probabilidades táctiles y visuales, la artista juega con las distintas combinaciones posibles a través del tacto y la intuición.
Conozco a Amalia desde el 2014, cuando compartimos espacio de trabajo durante un año en Taller BLOC. Ya desde las primeras semanas me llamó la atención la meticulosidad de sus pinturas. En ese momento ella estaba muy involucrada con el uso del papel, que incorporaba en sus lienzos para armar composiciones a partir de triángulos. Esta figura continúa siendo un sustento formal recurrente que, en cuanto módulo, le permite producir una grilla base. Una suerte de mapa o primer sistema de orientaciones donde las decisiones, aunque no planificadas, aparecen en el momento justo en que, entre el ojo y la mano, ella juega con el material en una suerte de tablero de posiciones que le permite orientar su intuición estética.
Lo anterior se evidencia en el enorme mural de azulejos triangulares, de más de 2.000 piezas, que ocupa uno de los espacios de Sala Gasco. Estos azulejos fueron especialmente encargados a una fábrica que los puede producir en serie. Esta serialidad, propia del modo en que se producen los materiales de revestimiento para la arquitectura, pone la obra en un límite cercano a lo decorativo. En este sentido, dadas las posibilidades de combinación evidente de las piezas y el tipo de material, es posible proyectar nuevas combinaciones en otros posibles espacios, por ejemplo: una estación de Metro, la fachada o acceso principal de un edificio, de tal modo que la obra puede ser pensada como susceptible de alojarse en una diversidad de espacios distintos a las habituales galerías de arte. Los triángulos, ubicados uno a uno sobre el muro (sin la ayuda de un boceto previo) dejan entrever partes del fondo (muro) y la realización de un diseño que se potencia gracias a la luz. El motivo de este dibujo es una cruz andina que constituye un momento simbólico que remite a la cerámica y, por ello, a la cultura precolombina cuya particularidad radicaba, justamente, en hacer gran uso de este tipo de materiales y producción de objetos en vastos números.
Por otra parte, el vínculo evidente del mural con la abstracción geométrica se tensiona cuando nos enfrentamos a las tres esculturas sobre plintos ubicadas en la sala contigua. En una de mis visitas al departamento de Amalia vi, por primera vez, unas figuras curvilíneas cuyas formas remitían a cuerpos blandos, se distanciaban contrastadamente respecto de la marcada geometrización del resto de sus trabajos. Estas esculturas modeladas a partir de la técnica del lulo amasado eran anteriores a todo lo demás, y su carácter biológico lo relacioné, después, con el trabajo de la brasileña Ana María Maiolino, cuyas formas han sido asociadas a los intestinos y excrementos. Esa contraposición entre lo geométrico y lo biológico, entre lo recto y la redondez, muestra un interés por abordar el mismo material de distintas maneras, sin apegarse a una fórmula en particular, lo cual permite a la artista generar contrapuntos inesperados.
En un amplio sentido, por la antigüedad de la técnica, la cerámica tiende a ser asociada a lo ancestral. Uno podría decir, por ello, que se ha generado en torno a esta una especie de aura cargada por la inevitable tradición en la que se ha desarrollado y, así, aumentada por posibles y múltiples referencias, las historias que se han expresado visualmente en dicho soporte, como en el caso de la cerámica griega o la precolombina, lo que nos dirige hacia un espacio simbólico y, quizá, espiritual. Si bien esta idea bordea el cliché, es innegable su importancia, pues se trata de una técnica y materiales que no han podido ser reemplazados en el tiempo, sino más bien, mejorados y renovados por su indudable utilidad práctica en el mundo de la construcción y el diseño y por su riqueza estética. Su cualidad impermeabilizante y aislante la hace perfecta para infinidad de usos, pero frente al peso de la tradición lo que me parece más destacable es la fragilidad de todo aquello que se produce en este campo y me pregunto si no será esa facilidad de romperse los objetos cerámicos lo que hace que nos generen ciertos afectos o, quizá, una cierta conciencia del tiempo.
Ahora bien, hay además dos elementos inéditos complementan la propuesta. Se trata en primer lugar de una serie de obras bidimensionales compuestas modularmente en las que podemos constatar la elaboración manual en la irregularidad de los bordes de las piezas y, por ello, en los descalces que se producen entre ellas al ser combinadas en grupos. Estos módulos son como figuras únicas de geometría imperfecta, que contrastan con el mosaico de azulejos no sólo en el error en la confección de sus bordes, sino también en el uso del color. El segundo elemento es una obra ubicada frente al mural, se compone según la distribución en el eje vertical de contenedores superpuestos unos sobre otros que dan vida a un imponente y curvilíneo tótem. En este caso el trabajo ha sido realizado por un maestro tornero bajo la guía de la artista y cocido en un horno a gas que otorga una especial textura a su superficie. Los colores terrosos presentes en toda la muestra vuelven visible el vínculo inherente de la obra con la tierra.
Respecto a la distribución espacial de la obra, la ocupación de las salas de la galería parece indicar una especie de unidad dual del trabajo. En una de ellas se disponen aquellos trabajos en que la mano ha tenido contacto directo con el material, donde con ayuda de herramientas la mano amasa, aplana, aprieta, estira, corta, pega. En la sala opuesta, la del mural, las manos de la artista dieron un paso al costado y la mayoría del trabajo fue realizado por maestros especialistas en la técnica, el vaciado en el caso de las placas y el torno en el caso de la columna. Esta cercanía y lejanía con el material parece tener una sutil e involuntaria relación con la iluminación de las salas: la calidez de la primera, como si se tratara de un horno encendido, contrasta con la frialdad de la segunda.
Si bien, todo lo exhibido involucra el mismo material, detrás se esconde una búsqueda de años probando distintos medios: lienzo, madera, papel, acero y por supuesto, cerámica. Procesos de experimentación en donde conviven libremente lo industrial y lo artesanal, lo geométrico y lo orgánico, lo simétrico y lo asimétrico, el positivo y el negativo. Todo este trayecto pareciera ir en busca de un equilibrio que sólo la artista conoce y logra, en donde el camino a elegir depende de decisiones muy vinculadas a la intuición y al contacto directo con un gran rompecabezas de elementos. Cada parte juega como un complemento de la otra y deja en evidencia el interés de Amalia Valdés por salir de su zona de confort. Al contrario, el desafío está presente en todo el conjunto y se observa en cada minucioso detalle.
No tengo muy claro a qué pertenecían las piezas de ese juego salido de la ya desaparecida Loza Penco, fábrica en donde trabajaba el papá de mi vecina. Es probable que se tratara de los azulejos sobrantes pensados para un lindo baño color pastel. Ese recuerdo fugaz me invita a imaginar las manos de Amalia jugando con las figuras ¿acaso habría preferido que fueran triángulos? Me pregunto qué habría construido de haberlas tenido en sus manos.
Esta nota forma parte de una serie de artículos co-editados con Taller BLOC.