Hoy tenemos novedades del querido Uruguay. Federico Eisner, investigador, músico y escritor, nacido en el país de Onetti, Quiroga, Idea Vilariño y otros grandes artistas, nos habla hoy del último libro de su coterráneo Leo Masliah, La bolsa de basura (Pez Espiral), un texto cómico, barroco y vanguardista, que fue presentado en la Feria del Libro de Ñuñoa en marzo de 2024, donde se leyeron las palabras que publicamos a continuación.
Hace muchos años, cuando solo lo había escuchado y visto en algún video, lo vi pasar caminando por al lado mío. Yo estaba sentado en el desaparecido bar Santa Catalina en la esquina de Ciudadela y Canelones, y pasó bajando hacia la rambla el mismísimo Leo Masliah. Tan admirado como temido, pensé en decirle algo, pero no me dio el valor para detenerlo, creyendo que ni siquiera me respondería. Años más tarde tuve la posibilidad de ser su técnico de escenario en un concierto en Santiago, y noté que, de haberme guiado más por sus cuentos que por los rumores sobre su personalidad, le podría haber hablado y seguramente se hubiera detenido a conversar, aunque ello nos llevara a una charla delirante e incómoda justamente como tantas en los relatos que componen este libro que hoy se reedita. Pero lejos de intentar un perfil psicológico de nuestro autor, me interesa más contar el hito que Masliah fue para mí, y proponer algunas claves que ayuden a desentrañar su obra, tan ecléctica como fascinante.
Para un uruguayo como yo, asentado en Chile hace más de tres décadas, Leo Masliah fue desde muy temprano un orgullo, además de una ventana hacia mi país, el cual estaba sumamente ausente en el primer Chile postdictadura. Esta idea de que ahora en Chile se sabe mucho de Uruguay, de Drexler, de Mujica y del Frente Amplio, y de un Uruguay progresista aunque ya no tanto, de la murga y del candombe, esta idea, excepto en el ámbito futbolístico, es muy reciente y en todo caso es posterior a la crisis del Río de la Plata (entre 2001 y 2002), cuando llegó una camada de orientales a Santiago, que aunque no fue demográficamente relevante, sí fue notoria para la sociedad y para el joven nostálgico que yo siempre fui. Antes de eso, nadie sabía (y aún pocos saben) de Jaime Roos o Negro Rada, de Felisberto Hernández, de Mario Levrero, de Idea Vilariño o de Ida Vitale. Más allá de los nombres de algunos próceres, y de ciertos autores canónicos, como Quiroga, Onetti, Benedetti o de Ibarburú, y más allá de la nostalgia política asociada a Zitarrosa, circulaba ya en los 90 el nombre de Leo Masliah, al menos en los círculos universitarios, que se deleitaban con su desenfado. Ahí yo podía comentar y reír (no solo solemnizar) con más gente y asombrarme al escuchar sus tratamientos armónicos y polirrítmicos junto con su lírica delirante, y comentar algo distinto sobre el paisito, tan cerca y tan lejos, gracias a unas cintas regrabadas (máximo honor para un músico), y también a que Leo comenzaba a visitar Santiago para actuar en lugares como el Café del Cerro o la antigua Casa en el Aire, lugares que por años representaron una circulación cultural algo resistida bajo la acusación de trasnochada y anacrónica, pero que hoy aprovecho de reivindicar.
Para entrar en la obra de Masliah, ya sea literaria o musical, debemos considerar ineludiblemente el humor. Para mí siempre ha pertenecido a una casta de la cual también forman parte artistas como Les Luthiers o Hugo Varela, músicos todos ellos. Quiero detenerme en dos ideas al respecto. La primera es que Uruguay y Argentina comparten una tradición muy fuerte, arraigada en la comedia del arte. Por ejemplo, todavía existen o subsisten con más o menos glamour, expresiones como la revista, ya desaparecida en Chile: una comedia que se toma en serio y que es escuela y lugar de desarrollo profesional para casi cualquier actor de ambos países. No en vano el carnaval uruguayo basa parte de su mitología en personajes como la Colombina, el Pierrot o el mismísimo Momo, sin olvidar que la compañía de teatro estatal en Uruguay se llama la Comedia Nacional. El humor y la sátira son solo algunos de los ingredientes de la comedia, pero no son los únicos ni son siempre indispensables. Es más importante la construcción de un mundo, que absurdo o no, verosímil o no, lleve a un viaje de fascinación y explosión sensual. Por eso me hizo tanto sentido cuando Lorena Amarillo, manager de Masliah, me contó una anécdota en que, habiéndolo contratado para un festival de humor, Leo había dedicado medio show a su nutrido repertorio pianístico. No sé si la idea de comedia le será más afín, pero interpreto que el humor será, como máximo, un recurso para unas ideas locas que pasan por su cabeza. Eso se presta a confusiones, sin duda, como la de los ofuscados productores de los festivales con los cuales su manager tenía después que negociar para salvar la situación.
Otra clave para leer y escuchar la obra de Masliah pasa por lo barroco como forma de ver el mundo. La musicóloga italiana Lucia D’Errico (sonará a presentación de Les Luthiers, pero es verdad), afirma que el barroco es transhistórico, y que no todos los artistas del barroco son barrocos, y viceversa. Según la autora, el trato o marca de lo barroco pasa por cuatro aspectos: 1) la poética del doble o la separación del ojo y la mirada, 2) la anamorfosis, o el fenómeno por el cual una imagen siempre será una imagen deformada o, para decirlo de otro modo, la perspectiva siempre será un asunto subjetivo, 3) la inconmensurabilidad de la materia, siempre en continua vibración, variación y transformación, o un exceso de materialidad que entra en fricción con el orden simbólico, y 4) el desplazamiento del centro, o la pérdida del privilegio de ser el centro del mundo. Más allá de su evidente gusto por Bach, Masliah es barroco literaria y musicalmente a la luz de estos cuatro aspectos que, al pensarlos un poco, parecen ser uno solo o una concatenación de lo mismo. Invito a leer a Masliah con estos principios en mente.
Poco antes de releer La Bolsa de Basura leí dos libros que vinieron a materializar ideas semejantes sobre la narrativa. Por una parte La Invención de Morel de Bioy Casares, que para Borges es una de las novelas fantásticas mejor logradas, por no tener ningún plan programático (ni moral), y solo buscar la fantasía y la libertad narrativa. El otro libro fue Cuchillos de Andrés Kalawski, autor también de la siguiente frase: “hay gente que me dice que no están bien claras todas las reglas de ese mundo. No, como tampoco están bien claras, para mí al menos, todas las reglas de este mundo”. Esta idea, que puede parecer confusa, se da también en cuentos de Masliah como “Cambio de cabezas” en el que distintas personas se encuentran por la calle y sin más intercambian sus cabezas desencadenando una obvia confusión de personalidades. O bien “El señor de la cajita o vacaciones en Polisburgo” en que un pasajero viaja con su “órgano” en una caja mientras le ocurren anécdotas aparentemente inconexas.
Para un uruguayo como yo, asentado en Chile hace más de tres décadas, Leo Masliah fue desde muy temprano un orgullo, además de una ventana hacia mi país, el cual estaba sumamente ausente en el primer Chile postdictadura. Esta idea de que ahora en Chile se sabe mucho de Uruguay, de Drexler, de Mujica y del Frente Amplio, y de un Uruguay progresista aunque ya no tanto, de la murga y del candombe, esta idea, excepto en el ámbito futbolístico, es muy reciente y en todo caso es posterior a la crisis del Río de la Plata (entre 2001 y 2002), cuando llegó una camada de orientales a Santiago, que aunque no fue demográficamente relevante, sí fue notoria para la sociedad y para el joven nostálgico que yo siempre fui. Antes de eso, nadie sabía (y aún pocos saben) de Jaime Roos o Negro Rada, de Felisberto Hernández, de Mario Levrero, de Idea Vilariño o de Ida Vitale. Más allá de los nombres de algunos próceres, y de ciertos autores canónicos, como Quiroga, Onetti, Benedetti o de Ibarburú, y más allá de la nostalgia política asociada a Zitarrosa, circulaba ya en los 90 el nombre de Leo Masliah, al menos en los círculos universitarios, que se deleitaban con su desenfado.
Otro aspecto del libro que quiero destacar es el uso de ciertos procedimientos de composición. Una idea comúnmente asociada a movimientos del siglo XX como el Oulipó o el arte conceptual, pero que fue también muy importante en el barroco. Buena parte de sus cuentos son la aplicación de una fórmula de escritura que genera el desarrollo narrativo. En “La monja degenerada” y en “My Bonnie” ocurren las mismas acciones a personajes muy distintos y en situaciones muy diversas, con resultados totalmente divergentes, por supuesto. En “Desarrollo de correspondencia”, se da el juego del teléfono descompuesto en una larga y delirante relación epistolar en que la distancia, siendo la misma, solo parece aumentar. En “Hipérbaton” se cuenta un relato con la sintaxis completamente revuelta, en una suerte de tesis sobre lo barroca que es nuestra lengua. Y en “Ciénaga informática”, se reflexiona a través del lenguaje sobre nuestra tendencia a hipercontextualizar para poder comprender cualquier cosa, hasta la más sencilla.
En la narrativa de Masliah, al igual que en su música, todo aquello que descoloca o no parece tener sentido obedece a un conjunto de reglas que ignoramos parcialmente, o que vienen de otra época. Insisto en que están ahí las marcas del barroco, que desplazan la mirada y a veces causan risas cómplices: incontables ensayos sobre el lenguaje y la música, sobre las formas deformadas por una perspectiva doble y descentrada que incurre en el exceso para entrar en fricción con los límites más (in)elásticos, o sea deformes y descentrados, de nuestra imaginación.