Quien nada sabe sobre una materia que examina está –en principio– eximido de opinar sobre los juicios que ahí se emiten. ¿Qué puede decir uno sobre cómo es evaluada la técnica del danés Peter Gade, el talentoso jugador de bádmiton? En términos absolutos, a ese lector que navega como puede en el mar de la desinformación se le podría incluso engañar libremente, por ejemplo relatándole el modo en que un equipo levantó la copa al ganar un torneo que nunca existió. Así las cosas, alguien en esa situación sólo puede acceder al estilo en que tales asuntos son descritos y confiar que todo lo que se cuenta es real.
Comentaba Schopenhauer que el mejor ingrediente del estilo consiste en tener algo que decir. Este trabajo que hoy se presenta calza perfecto con esa idea. Los autores saben tanto y tienen tantas opiniones que compartir –tanto técnicas como humanas– que estas páginas poseen una visible autonomía respecto al “objeto estudiado”. Eso hace, creo yo, que este diccionario sea un libro. El que sea “más que un diccionario” es una virtud central siempre y cuando no desatienda el objetivo primario: informar, instruir sobre este deporte, dar cuenta de la terminología obligatoria –entre ella la palabra “Piducano”. Tal objetivo está, dicho sea de paso, a todas luces cumplido: si alguien memorizara cada una de las entradas quedaría como un especialista de cuño.
Francisco Mouat y Patricio Hidalgo conocen al dedillo la retórica del fútbol y lo demuestran dando leves toses de erudito. Toda retórica –como sabemos– suele causar cierta fascinación. Pensemos en cómo hablan y escriben los pacos –jerga llevada a rango artístico por Manuel Puig en Boquitas pintadas–, en las editoriales de revistas femeninas –estudiadas en un artículo que una vez me tocó leer– o bien en esa amalgama lingüística del mundo de la minería con la que fuimos irradiados por meses durante el rescate de los 33. Casi se podría decir que nuestros autores fueron impulsados por el vicio –casi siempre feliz– de usar todas las expresiones y palabrejas que este deporte ha acuñado. El efecto producido –intencional o no– muchas veces no es otro que la sonrisa, la risa y la carcajada. El libro está escrito con el mejor de los ánimos y eso se percibe de manera transparente. Se nota que lo pasaron bien haciéndolo y que han escrito aquello que les gustaría leer.
Dicen que en China –nos lo recuerda Raúl Ruiz– una idea es buena cuando hace reír. El humor y la reflexión punzante suelen caminar juntos. Es el caso de este diccionario. Tras el relato de un gol de taquito o un foul supremo, surgen algo así como respuestas a las preguntas de siempre. ¿Por qué el mundo es como es y por qué los hombres actúan como actúan? El ingente número de datos ofrecidos, claro está, en innumerables ocasiones pareciera no ser más que una excusa para ahondar en esto último. En sus descripciones explicativas, los autores hacen a veces de sicólogos, filósofos, sociólogos y cientistas políticos.
«Posibilidades matemáticas: Mantener opciones de ser campeones, no descender o clasificar a alguna ronda siguiente o campeonato, tomando en cuenta los puntos que restan por disputar y los que nos separan del objetivo. // Eufemismo para mantener tranquilo el ambiente cuando es evidente que, salvo que caiga un meteorito sobre todos los rivales al mismo tiempo, no se van a conseguir los objetivos propuestos. La frase canónica en esos casos es ‘mientras tengamos posibilidades matemáticas vamos a seguir luchando’, porque ‘nos debemos a esta gente’, y más encima ‘somos profesionales’ y, era que no, ‘tenemos vergüenza deportiva’. Se trata de casos en los que, por poner un ejemplo, el equipo está a diez puntos del primero, y quedan 15 por disputarse.» (pág. 341)
En los diccionarios normalmente no se opina, y si se hace se toman todas las precauciones para hacer pasar esa opinión como un hecho del que no cabe esgrimir objeciones. Samuel Johnson, el autor del primer diccionario de la lengua inglesa, deslizó comentarios que a la larga hicieron célebre su obra, y no es improbable que esa sea la razón por la que hoy a menudo se recurra a él. Por simple y sana diversión intelectualoide, diríamos. Sus comentarios están incluidos en la definición; así, por dar sólo un caso, estipula que un «Lexicógrafo» es un «un esclavo inocuo que se desgañita persiguiendo el [uso] original y detallando el significado de las palabras». Johnson se refería sin duda a sí mismo: su monumental trabajo lo hizo solo en su pequeña casa junto a Fleet Street, apenas asistido por seis ayudantes que se ocuparon de tareas operativas elementales.
Entre las razones que llevaron a Johnson a emprender su titánico proyecto fue la de reparar algunas debilidades del Diccionario etimológico universal de la lengua inglesa de Nathan Bailey. Bailey había definido «Ratón» como «un animal bien conocido por todos». Luego de las esperables críticas que recibió esta entrada, ofreció una nueva definición: «Una pequeña criatura que infecta las casas». El paso adelante que dio Johnson respecto a Bailey tuvo entonces un positivo revés: no incurrió en tales generalidades y le puso especial atención a los detalles. De este modo, lo marginal se volvió central.
El diccionario que hoy se presenta es Johnsoniano hasta la médula. Los autores parecieran haber elegido las entradas usando el criterio del tener algo que decir mencionado por Schopenhauer. El criterio de la relevancia «objetiva» ocupan un lugar ciertamente secundario. Un título alternativo del libro podría ser algo así como «Historia subjetiva y caleidoscópica del fútbol, con ilustraciones de Guillo».
«Disparo al aire: Lo que el futbolista colombiano Faustino Asprilla realiza en los entrenamientos si tiene una pistola a mano. En un tono se supone que festivo, lo realizó cuando jugaba en Universidad de Chile, en el año 2003. En aquella oportunidad, el entonces presidente de la U, el nefrólogo René Orozco, le prestó ropa, diciéndole a la prensa: ‘Es una situación que no da para escándalo, era una simple pistola de fogueo, como cuando éramos chicos y jugábamos con fulminantes. Sólo fue una broma, ya había usado la pistola en algunos asados. Esto es un buen marketing para el sábado. Vestiremos a Asprilla como cowboy’. Pero cuatro años antes, en Colombia, disparó ocho veces al aire y no en un campo de fútbol, sino que afuera de una discoteca, para exigirle a un grupo de jóvenes que bailaran sin música. Un año después, en el 2000, hizo lo propio en pleno centro de su ciudad natal, Tula, sin motivo aparente. Finalmente, durante 2009 amenazó a un guardia con un fusil AR-15, realizando la no despreciable cifra de 29 disparos al aire. // Ver DUCHA.» (pág. 141)
Más allá del velo pedagógico –la siempre irónica seriedad puntillosa– es fácil detectar un retrato de la vida. Después de todo el fútbol está incrustado ahí mismo, con su bien ganada majestuosidad. Una vez un amigo me dijo que iba al estadio solamente para “sentirse en el estadio” y que el vendedor de maní era para él tan importante como el golazo que acababa de ocurrir allá abajo, en el pasto. A los doce años –o algo así– fui al Estadio Nacional y me impresionó ver –bajo el marcador– un cortejo fúnebre que, antes de empezar el partido, llevaba un ataúd donde se supone que iba el alma muerta de la Universidad Católica. En ese mismo partido, luego del pitazo final, con mi amigo Tomás Sanfuentes quemamos la bandera de la Católica –¡nuestro equipo!– sin ninguna razón atendible. Esto me hace recordar algo que mi mamá me contó hace muchos años: cuando era enfermera de la Cruz Roja, una vez llegó de urgencia al hospital un hincha al que le había impactado en la cabeza una tapa de alcantarilla arrojada por alguna bestia desde lo alto de las graderías. La anécdota no termina pésimo, pero casi.
En este libro puede atisbarse una nostalgia. El fútbol –al menos económicamente– pareciera estar en el mundo más vivo que nunca, pero por alguna razón en las entradas de este diccionario da la impresión que es algo que ya se fue o que se está yendo. Quizás sean los «recuerdos del presente» de los que hablaba el poeta Enrique Lihn. ¿Cómo explicar esto? Tal vez se deba a que los autores hablan de algo que quieren y han querido mucho, de manera que al escribir sus páginas son simultáneamente el niño, el joven y el adulto que hoy vemos en esta mesa. En la medida en que hablan de algo muy querido están ellos también ahí, conscientes –y yo agregaría orgullosos– del vitalísimo hervidero del que participan.
Sobre las ilustraciones de Guillo creo que no hay mucho que decir. Son fantásticas. Con su trazo y sus monos reconocibles a una legua, vemos que ha imaginado espléndidas soluciones visuales para aterrizar cuestiones más o menos abstractas. Véanse las entradas “Dirigente”, “Profesionalismo”, “Fuera de libreto”, “Aguantador”, “Dedicatoria”. El pizarrón de “Posibilidades matemáticas” es genial.
Alguien me contó por ahí que un par de físicos habían calculado el número de “lugares” o “posiciones” que la pelota podía ocupar al meterse en el arco. Seguramente hicieron esto ante la imposibilidad de hacer el cálculo más interesante de todos y ciertamente el más abismante dada su virtual infinitud: cuántas posibilidades de gol existen. Cuando trabajaba en el Canal 13, las cintas del archivo de prensa tenían tres categorías: Nacional, Internacional y Goles. En las tres es avizorable el infinito.
Este diccionario podría tener infinitas páginas, pues hasta del cero a cero más voluntarioso e infumable de todos los tiempos se podrían escribir infinitas cosas. Decía Jules Renard: busca lo absurdo en algo y lo encontrarás. Junto al saludable absurdo, cabe agregar también la maravilla.
Muchas gracias.
Libro presentado junto a Patricio Bañados y Pablo Azócar
22.11.2011