«Una capacidad de ver o convertir todo en pintura, incluidos los sentimientos o sensaciones menos pictóricos que se pueda imaginar.»
El Huerqueo, de El correo de Bagdad
En una crónica memorable José Miguel Varas ha contado la vergüenza de un joven estudiante del Instituto Nacional que, en los años cincuenta, fue a visitar con su curso a Manuel Rojas en la Universidad de Chile. El muchacho preguntó, al entonces muy vivo autor de Hijo de ladrón y en sus mismísimas narices, cuándo había muerto Manuel Rojas. Sigue el artículo: “después de un gran silencio, desconcertado el escritor estalló en una carcajada que resonó estentórea por los corredores embaldosados del gran patio. Le hicieron coro los entrevistadores”. Esta historia es para mí una especie de parábola, y la traigo a cuento porque habla de los efectos casi literalmente mortíferos de la fama, y al mismo tiempo de una sencillez y bonhomía que permiten a la víctima, tranquilamente, reírse de sí mismo junto a los demás.
La Huachita es esas dos cosas. Una prueba irrebatible de que José Miguel Varas ha sobrevivido airosamente a los embates cariñosos del reconocimiento, y un ejemplo de los efectos terapéuticos que tiene un saludable escepticismo con respecto al propio oficio. De la fama, por cierto, el libro no se hace cargo, pero sí discute mucho sobre la relación que existe entre el mundo y la literatura, y varios de sus cuentos se preguntan cómo representar la realidad, o cómo no se puede hacerlo o cómo a veces, cuando se intenta, lo que resulta es algo tan distinto de la realidad. Incluir cuentos antiguos y nuevos, escritos entre 1946 y 2009, hace que la pregunta sea más pertinente todavía. En lo que sigue voy a tratar de seguir ese rastro.
Los cuentos más antiguos, escritos a fines de la década del cuarenta, tienen una confianza fundamental en las palabras y en su capacidad para pintar la realidad: una familia tristemente burguesa en “Venidos a menos”, por ejemplo, un ambiente y un oficio particulares en “El músico”. Son, a mi juicio, la exploración maravillada de los usos que puede darse a un instrumento novedoso, la narración, y hacen pensar en un muchacho que ha descubierto la fotografía y que con ella ha descubierto de nuevo el mundo, porque todo es distinto cuando se lo mira a través de un lente. Hablamos de un muchacho despierto, en todo caso, porque en el cuento “El Frente Femenino”, de 1949, su habilidad ya ha adquirido un sentido y una utilidad política: es el retrato rotundo de la compañera Cruz, embarazada y perseguida por la Ley Maldita, que se niega valientemente a abandonar su célula de Chuquicamata y que, gracias a la literatura, llega hasta nosotros como el anuncio remoto de las persecuciones y las valentías de una dictadura más reciente y mucho más brutal.
En los cuentos de los últimos años se respiran otros aires. Aires turbios a veces, como ocurre en “Informe sobre un sondeo”, en donde una encuesta sobre detergentes esconde un cuestionario de opinión política, y en donde la humilde mujer que lo responde, aun cuando crea que se trata de una encuesta sobre detergentes, no puede sino expresar su opinión acerca de los últimos años de la dictadura militar. ¿Estudio de mercado? ¿Interrogatorio encubierto? El sutil malentendido camina en un límite que confunde el lugar que puede tener la opinión de una mujer sencilla, y desdibuja las diferencias que existen entre los ciudadanos de antaño y los consumidores de hoy. Otros aires también aparecen en “La muerte del Cangrejo Rey”, que cuenta dos veces la aventura de un niño citadino en la pesca de centollas con el patagón Coliboro: una vez puesto en la memoria de ese niño, maravillada por el paisaje y por las gentes del estrecho de Magallanes; otra vez puesto en la pequeña, sucinta carta que escribe a su abuelo. Aires trágicos, por último, en los cuentos mellizos llamados “Cosmopolita”, que relatan una historia de matonaje escolar. Lo que al principio del libro es una jugarreta cruel de adolescentes se convierte, cuando se la repite, en la extensión inconsciente de un sistema de exclusiones político y racial que excede largamente la sala de clases.
El contraste, como ven, es completo. Los relatos de juventud afirman una esperanza y una fe inquebrantables en los poderes de la literatura; los cuentos de la madurez adscriben a una especie de inquieto agnosticismo que se pregunta una y otra vez por las posibilidades de la representación. ¿Será posible que una carta incluya todas las sensaciones y experiencias de un niño, o no es más que un reflejo pálido y empobrecido? ¿Podrá escucharse de verdad la opinión sincera de una pobladora, podrá alguien representarla? ¿Es el recuerdo del colegio tan inocente como parece? En resumen: ¿puede la literatura transmitir verdaderamente una experiencia? La respuesta socarrona de este libro, me aventuro, es como el dicho: no creo en brujas, Garay, pero que las hay las hay.
Todo se ordena cuando llegamos a “La cuestión de la cultura”, para mí el más deslumbrante relato de la colección. En este cuento, un narrador anónimo nos hace llegar la voz del Viejo Vitoco, que recuerda desde el exilio la aventura cinematográfica emprendida por los campesinos del antiguo fundo de los Boldos, entregado a sus trabajadores durante la Unidad Popular. Ejemplo de esfuerzo revolucionario, el Asentamiento ha logrado una cierta bonanza que le permite pensar en grande: comprarán cámaras y rollos para hacer su propia película. Los intelectuales y los dirigentes políticos proponen con mucho ardor doctrinario y poca imaginación un testimonio directo del trabajo de los asentados, una película que los muestre como emblemas de la épica transformadora que protagonizan. Los asentados, por su parte, rechazan la fantasía ajena y prefieren la suya propia. Puestos a soñar, dicen, su verdadero sueño es hacer una película de Tarzán.
“La cuestión de la cultura” habla de una representación felizmente salida de madre, de un afortunado tiro por la culata. En vez de aceptar con mansedumbre el modo en que se los quiere retratar desde fuera y desde arriba, en vez de conformarse con una figuración inmóvil que los quiere héroes de lo que ya conocen, los asentados optan por representarse a sí mismos como parte de una fantasía compartida. ¿Puede el arte –el cine en este caso o la literatura, ya que estamos hablando de un libro– transmitir verdaderamente la experiencia de una transformación social? Claro que no: al final todo resulta al revés, como en el cuento, porque es ridículo pensar que una película de Tarzán muestre el proceso político chileno. O bien, claro que sí: plantearse la mera posibilidad de cumplir un sueño tan improbable es la medida más justa para las esperanzas infinitas abiertas a los asentados. “La cuestión de la cultura”, en resumen, ordena esta indagación tan literaria y tan poco literaria explicándola más bien desde la paradoja. Hay que confiar en las representaciones tanto como debe sospecharse de ellas.
Esto, que parece una mera solemnidad teórica, tiene sin embargo su traducción práctica en la prosa de La Huachita. De un lado la cautela ante las trampas de la literatura, del otro un universo colorido de personas y lugares que encuentra un lugar en estos cuentos. Estoy pensando en las voces que tan bien recoge José Miguel Varas, en el Viejo Vitoco, en el niño de los cangrejos, en el argentino Rodríguez Peña, en Amelia Vargas, en el propio Coliboro, una multitud perfectamente identificable de personas que transitan por un mundo perfectamente identificable también. Pese a su arsenal de dudas, o quizá gracias a él, Varas sigue siendo de alguna forma el juvenil fotógrafo de fines de los años cuarenta: un observador atento al habla y a los gestos de los otros, un hombre que se maravilla ante el despliegue de los demás. No se trata de una cuestión de talento, creo yo, o no solo de una cuestión de talento: hablo de una apertura elemental y generosa. Al lado de una narrativa chilena muchas veces enclaustrada en un yo que no puede vincularse ni consigo mismo, este proyecto consiste sencillamente en caminar acompañado, en ver y escuchar a los semejantes. “La Huachita”, el cuento que abre la colección y da título al libro, es para mí el mejor ejemplo de esto: ¿de qué otra forma, si no es gracias a él, podríamos conocer ese rincón apartado de Calama, a la tía Aurelia y a la pequeña perrita que ha adoptado?
Duda y fe, literatura y mundo: estas son las hebras que se tejen en el libro. No creo que nos equivoquemos demasiado si lo ponemos también en términos políticos: presente y futuro, ironía y utopía. Tal como La Huachita apuesta por la representación sin dejar de ponerla en duda, yo diría que propone seguir pensando una utopía común sin dejar de desconfiar, al mismo tiempo, de cada paso que damos hacia ella. No es un mal programa, sobre todo teniendo en cuenta las otras opciones, tan lamentables, que se nos ofrecen.
Partí hablando de Manuel Rojas y, me doy cuenta ahora, no solo la fama y la risa lo reúnen con José Miguel Varas. También el oficio depurado, la capacidad de ver a quienes los rodean, el sano ejercicio de la duda, el impulso utópico. Veo también que he caído en todas las trampas de la academia: en la teoría, en la cronología, en las hermandades entre escritores. No he podido obedecer el sabio consejo que un personaje de este libro enuncia con claridad: ante la duda, astiénete. Mala suerte, tendrá que ser para otra vez.
1 de diciembre de 2009
JAIMICO
30 mayo, 2010 @ 20:42
AWANTE MARICON OLLUO