“La escritura crítica de Araya ensaya su propia posibilidad una y otra vez, desplazándose entre voces, imágenes, y objetos impresos diferentes, y experimentando con y a partir de ellos horizontes que resuenan con nuestras carencias, pasados, excesos, etc. Celebro este espíritu de apertura que, por oposición, subraya la homogeneidad (y “tiranía”) del paper y lo que, a través de su enunciación, niega de su propia posibilidad”, nos dice Christian Anwandter, poeta y académico de la Universidad Adolfo Ibañez, sobre el libro de Pedro Araya, recién publicado por Editorial Komorebi.
En Ficciones críticas (Komorebi, 2023), la antropología, disciplina por lo general distante de la formación literaria, se vuelve una de las principales herramientas de la crítica. En esto hay una apuesta por ontologías inestables, lejos de lógicas identitarias, y una atención a las mescolanzas, junturas y separaciones que van y vienen en tramas dinámicas en que se cruzan objetos, personas, historias, lenguas, imágenes, literaturas. No se trata, eso sí, de la antropología clásica, que oponía la lógica occidental (encarnada en la figura del antropólogo en terreno) y la irracionalidad del nativo, sino de una antropología que, como el verso, “viene de vuelta”, es decir, que se piensa y se escucha a sí misma en un continuo de diferencias. Se trata, entonces, de escuchar al otro, pero no como momento de subordinación a la propia lógica, sino para “hacerse extranjero con relación a su propio pensamiento, volviéndolo extraño, y al mismo tiempo hacerse nativo de un pensamiento foráneo, borrando los límites entre ambos” (16). Esta línea traza a lo largo de los distintos ensayos del libro un horizonte que va configurando un espesor de la lectura y de la escritura a medida que este ejercicio se despliega en distintas escenas donde se pone a prueba o, mejor dicho, donde la capacidad de leer de otra forma, o de leer a los que dicen otra cosa, se inscriben en la tensión existente entre lo Mismo y lo Otro.
La crítica, entonces, no tiene como función erigir los valores de lo Mismo, inscribiéndolos en la homogeneidad de una tradición cuyas variantes serían apenas énfasis de un nombre eternamente repetido. Tampoco tiene la de levantar al Otro como un contranombre, suerte de signo opuesto de lo Mismo. El momento de la crítica interviene, en cambio, como un asunto de posibilidades. La posibilidad es inherente a la apertura, a la convicción en que la literatura instaura gestos y mundos que no tienen por qué quedarse en la esfera de la inscripción, porque a través de la lectura, a través de las sensaciones suscitadas, de los actos trenzados, la letra puede abrirse paso entre aquello que nos tiene entrelazados. Esta es una noción de posibilidad que parece diferente a la del verosímil aristotélico que sirvió, durante siglos, para legitimar el lugar secundario de lo poético ante el imperio de la filosofía. Lo verosímil implica siempre un retorno a la identidad, mientras que lo posible es una apertura en que la identidad se confunde, se borra, o se regenera en algo nuevo. Es un retorno en cuya resonancia el significado se transforma. Fundar una crítica en una antropología de la posibilidad y no en la identidad supone una valoración no solo en libros, autores, fenómenos en que se exhibe el poder de la ficción y de la imagen, sino que también un ejercicio de constante cuestionamiento sobre la forma de escribir crítica como resultado de este responder o escuchar al otro.
En el primer ensayo, sin duda el más programático y que, de cierta forma, opera como un articulador del conjunto, se señala que la literatura sería el indígena de la cultura impresa. Me parece que esta idea es explorada fructíferamente en el libro mediante distintas estrategias, porque pone el acento en aquello que se percibe como diferente, como otro, en el seno de una esfera que se autopercibe como lo estándar, productora de lo mismo y sancionando a quien no se subordine a esa norma. Entonces, surge la lectura apasionada de autores que, de distintas formas, se situaron desde lo marginalizado, lo olvidado, lo impuro, y también lo que estaba ahí para todos y no se había incorporado (el cielo, las rocas, una idioma): Lemebel, Droguett, Emar, Bueno, Perlongher, Zurita, Juan Luis Martínez. Autores que ensancharon fronteras en espacios circunscritos a través de la escritura, o volviendo la escritura otra cosa de lo que era en su momento. Pero surge, también, la respuesta descontrolada al contacto con pares escritores, en instancias en que esta lectura se comparte y parece dirigirse a un interlocutor preciso, donde la escritura se enfrenta al deber de la singularidad de la respuesta como signo de entrega atenta al otro (Zondek, Silva, Huenún). Es, así, como también, en una “puesta en secuencia” sugerente, pareciera que la escritura crítica de Araya se desafiara a sí misma a no permanecer, a no asegurarse en el lugar ya afirmado, y a explorar, por lo tanto, nuevas escrituras y visualidades. Ejemplo de esto son los ensayos que se preguntan por esas formas de escritura que intervienen en el espacio urbano, ya sea respondiendo al lenguaje publicitario, explorando lo que puede hacer el montaje (Quebrantahuesos), o lo que implicó la circulación de la Lira popular en términos de orden y cultura gráfica. La preocupación por la fotografía, los murales y pintadas, y distintas formas de la imagen, muestran también esta atención a lo que colinda con la letra, y dan cuenta de una lectura multiforme, a ras de diversas superficies y soportes, que es capaz de girar de pronto la mirada para reconocer un territorio nuevo, y aproximarse a él con la misma apertura, que es lo único que pareciera permanecer ahí constante, como garante de lo diverso.
La escritura crítica de Araya ensaya su propia posibilidad una y otra vez, desplazándose entre voces, imágenes, y objetos impresos diferentes, y experimentando con y a partir de ellos horizontes que resuenan con nuestras carencias, pasados, excesos, etc. Celebro este espíritu de apertura que, por oposición, subraya la homogeneidad (y “tiranía”) del paper y lo que, a través de su enunciación, niega de su propia posibilidad. Pone al desnudo eso que Mary Douglas describió tan bien: el cómo las instituciones son productoras de lo idéntico y de lo diferente. Ese persistir en una misma forma, por más de que temáticamente aborde lo marginal, no dejaría de ser un gesto problemático, en la medida en que la escritura no deja ver esa escucha. Habría una rigidez en esa escritura cuyo problema no es solo formal, sino antropológico. Y es que aquí la antropología de la escritura que despliega Pedro Araya nos recuerda, también, esa otra escena de escritura que, distinta a la descrita por Lévi-Strauss y el jefe de los nambiquara imitando la escritura occidental y performando su poder de dominación. Me refiero a la escena de escritura que Latour y Woolgar restituyen en Vida de laboratorio, un ejercicio crítico que restituye las acciones, las operaciones, las redes, los objetos, las conversaciones, las minucias que se transforman, finalmente, en esa forma de enunciación impersonal y objetiva que se consolidó como la forma misma de la verdad científica. Se restituye así un contexto en que las jerarquías aparecen bajo otra luz: unos recuperan una dignidad despojada, otros se vuelven frágiles como al final lo somos todos.
Quería terminar manifestando cierta incomodidad ante estas ficciones críticas. Y esta incomodidad no es, para nada, una crítica al libro, sino más bien una demostración de su eficacia. Estos ensayos me parece que imponen la poesía como forma privilegiada de la lectura y de la escritura crítica. Digo poesía de manera amplia, como la situación en que la escritura se abre a asumir nuevos derroteros. Y esa exigencia de la poesía –por oposición a la escritura entendida como convención– es una tarea inconmensurable y una labor sin tregua. La incomodidad es entonces el mostrarme que el lugar en el que estoy –ahora mismo, pero también en otras situaciones sociales– es un lugar que no tiene por qué ser así, y que estoy rodeado de otras formas de ser, de decir, y de hacer, que me interpelan. La incomodidad deriva del encuentro con la encarnación de otras posibilidades en una voz que se nutre de la escucha de otros, ajustando escritura y lectura a cada vez. En este carnaval de formas de imaginar, de ser, de pensar, temo ser de los que se conforman con la tecla triste de la mismidad. Pero, al mismo tiempo, termino de leer el libro con una mirada alterada por lo potencial que está a la vuelta de la esquina. Y una de las cosas que el libro celebra es el carácter colectivo de la escritura y de la lectura. La tristeza de la mismidad se cura trenzándose con otros, me consuelo. Y estas mismas líneas son ya parte de ese mundo de voces en que podemos escucharnos y, tal vez, encontrarnos en una comunidad impropia, sin centro ni jerarquía.