Entre las particularidades que tiene el libro Pentaedro, que hoy presentamos, una a mi juicio muy apreciable es la relación de diálogo y de consonancia que establece con esas obras de Paula Dittborn a las que da visibilidad editorial, al modo de un catálogo, relación esta -obra/catálogo- que creo saca a relucir de modo bastante deslumbrante ciertas orientaciones generales que ha tenido el trabajo de Paula conocido hasta este momento y que naturalmente han de reflejarse también en este libro hecho por ella. Para proponer esa cuestión quisiera partir abordando con brevedad el trabajo plástico-visual reunido y editado en Pentaedro, trabajo realizado en años recientes por la artista y que presenta unos rasgos muy característicos e inconfundibles. Se trata de un conjunto de representaciones figurativas conseguidas a partir de una operación técnica que traduce puntos de impresión -aquellos que hacen que cualquier imagen fotográfica pueda ser impresa- en la forma de coloridas y moldeadas partículas de plasticina. Dispuestas estas partículas delicadamente sobre una superficie, dan por resultado un tipo de pintura que presenta al menos dos aspectos simultáneos y distintos (un poco como los que tuviera alguna vez cierta pintura puntillista): de cerca, uno granuloso y abstracto, de lejos, articulado, continuo, de claro carácter figurativo.Se trata de un conjunto de representaciones figurativas conseguidas a partir de una operación técnica que traduce puntos de impresión -aquellos que hacen que cualquier imagen fotográfica pueda ser impresa- en la forma de coloridas y moldeadas partículas de plasticina. Dispuestas estas partículas delicadamente sobre una superficie, dan por resultado un tipo de pintura que presenta al menos dos aspectos simultáneos y distintos (un poco como los que tuviera alguna vez cierta pintura puntillista): de cerca, uno granuloso y abstracto, de lejos, articulado, continuo, de claro carácter figurativo.
Yo quisiera partir destacando de este trabajo la maestría con que Paula lo ha puesto, para sacarlo del mero fenómeno retiniano, en la frontera entre lo bidimensional y lo volumétrico, proponiendo todo un campo de juegos del que este libro a mi juicio hace también parte. Las imágenes que ella ha configurado hasta aquí (y que se hallan reunidas en este catálogo, con toda la calidad de traducción que ello requiere y acompañadas de unos notables textos críticos) son a la vez visuales y táctiles, retinianas y dotadas de espesor material y así despiertan en quien mira la ligera sensación de paradoja. Paradoja, porque la cuestión de la imagen suele ser para nuestro ojo, criado en el profuso paisaje mediático actual, algo que ocurre básicamente en el plano, en el ámbito de la bidimensionalidad. En el mundo profano y plagado de representaciones virtuales en que nos movemos, no llamamos frecuentemente imágenes a las esculturas ni a las cosas que representan a otras cosas. Llamamos imágenes a las representaciones planas, simulacros sin densidad material, salvo por el soporte, a los que nuestro aparato sensible presta las condiciones para expresar espacio y espesor. En esta concepción de imagen creo que seguimos atenidos a una antigua noción griega que postulaba a la imagen como fantasma, espectro que emerge y viene a hacer presente algo que no está en realidad ante nuestros sentidos y que transformada en mediación triunfa precisamente cuando nos extasía o hechiza a tal punto que olvidamos su artificio, su pedestre hechura material. Tal como lo van proponiendo con sagacidad los textos críticos que se encuentran dentro del libro, el trabajo de Paula Dittborn puede considerarse al mismo tiempo arraigado e irónicamente separado de esta tradición de la imagen inmaterial. Sus “pinturas en plasticina” capturan y ganan a su favor el momento etéreo de la imagen y lo hacen reproduciendo fragmentos ejemplares y sublimes de su acontecer como son ciertos fotogramas de películas memorables o los cuadros más inquietantes del registro familiar. Pero justamente allí donde capturan en toda su intensidad la ilusión de presencia, el hechizo alado que es la imagen, la cosifican, le dan su peso y espesor, denuncian y señalan la contextura material que las “realiza”, muestran su corpulencia y particularmente un tipo de corpulencia en que el fantasma alcanza, al mismo tiempo, un máximo de plenitud: la corpulencia de la imagen técnica. Al hacer legible la infraestructura de las imágenes, al mostrarnos de qué clase de cálculos están hechas sus fibras de luz, sombra y color, el trabajo de Paula nos asoma también a la historia técnica de la representación y, en una especie de flashback concentrado, al conjunto de procedimientos manuales, maquínicos y digitales que han hecho posible su paulatino proceso de desmaterialización.
De ese jueguito, que parece infantil por el predominio de la plasticina, pero que al mismo tiempo es una muy diestra jugada en el ámbito donde se debate aún la naturaleza espectral y carnal de la imagen, surgen efectos que son aquellos que considero también alcanzan a tocar sutilmente y a describir al libro Pentaedro. Uno de ellos es que la imagen se vuelve algo así como un pentaedro, un cuerpo sólido de cinco caras que le habla a los cinco niveles de nuestro repertorio sensible y no sólo, al ojo que ve o que lee. Ya apunta Valeria de los Ríos que a las pinturas de Paula dan ganas de comérselas y es claro que en una primera mirada, esos granos texturados y pastosos de los que están hechas incitan tanto al paladar como al tacto. El ojo vacila entre morder y hundirse en ese cuerpo particulado y maleable y todo esto ocurre probablemente porque puede presumir en primera instancia el olor de esos granos de pasta y lo que este aroma trae consigo como recuerdo de incitantes momentos en el taller, la cocina o la infancia. Una hipótesis fantasiosa e indemostrable a este respecto, sostendría que el ojo, órgano de la vista, tiene a su vez otros sentidos, sus propios sentidos, cinco tal vez. Así, el ojo no sólo vería, sino que palparía, olfatearía, y saborearía, dándose en ese ejercicio multidimensional sus criterios y jerarquías de “gusto”. Ya en el siglo II el viejo Filóstrato, en sus célebres “Descripciones de cuadros” postulaba una cuestión semejante: la imagen como un complejo mecanismo a tal punto sinestésico que hasta los sonidos de los instrumentos y el rumor de las olas representadas en algún cuadro, podían emerger, presentarse, en su fruición si es que el artista había obrado con suficiente maestría. La producción visual de Paula Dittborn entra en sintonía, pienso, con esta noción de imagen multisensorial que si bien pudo haber estado presente en ciertos modos históricamente tempranos de recepción y producción de imágenes, al parecer perdió prestigio en los derroteros de una modernidad estética que optó por el ojo distanciado y aséptico, menos cercano a la piel y a la carne de lo visible.
Digo todo esto –y con esto retorno al libro que es nuestro tema hoy- porque me parece que el libro, el catálogo Pentaedro está, de alguna manera, concebido dentro de este mismo orden de problemas y de maniobras, que redunda en estimular un ojo más polifacético que el que hemos acostumbrado a confrontar con el aparato libro, en cierto modo un ojo empobrecido por su pura remisión al contenido textual. Este libro sigue, en su factura, los pasos de aquellas ediciones que buscan reencontrar al mecanismo delicado, en su performance material, que debió ser probablemente el primer libro facturado por manos humanas. Hay algo en la incitación de la imagen de portada, en su llamado al tacto y al saboreo, como en las diversas texturas de sus páginas y en la disposición rítimica de los textos desplegados en su interior sobre zonas cromáticas que interactúan con la gama general, en el corte irregular de las páginas, algo que hace reaparecer entre nuestras manos y ante nuestros ojos, el precioso porte y el peso material del libro como medio. Tal ampliación del horizonte de lectura del ojo, que parece tener su arraigo esencial en los diagramas conceptuales que organizan el trabajo Paula, es una riqueza que este libro enseña página a página sin alterar la lógica y el mecanismo tradicional del libro como tal.
No un libro-objeto entonces sino un aparato editorial y visual que pone en estado de aparición al libro mismo como objeto, como medio, como estímulo sensorial en varios niveles, Pentaedro es un gran lugar para apreciar la investigación sobre los estatutos mediales de la visualidad que ha dado su prestigio a la obra de Paula Dittborn.
El presente texto fue leído, junto con el texto de Marcela Labraña que también publicamos aquí, en el lanzamiento del catálogo Pentaedro, de la artista Paula Dittborn, con textos de Valeria de los Ríos y Fernando Pérez, el 6 de diciembre a las 19 hrs. en la librería Metales Pesados de Alameda 1869.