Nicanor Parra es un chaleco salvavidas. Digo Nicanor Parra y no “la obra de Nicanor Parra”, pues la vida, las opiniones, sus esporádicas apariciones públicas, así como su reclusión en Las Cruces son también materia prima que erige la “obra poética” de Parra. Un salvavidas, pues en él se encarna la poesía como una reflexión estéticamente significante acerca de los laberintos de la vida moderna. Su obra gruesa es un flotador que nos es arrojado por un experimentado compañero de naufragio, un flotador que no cae hacia nosotros desde el Olimpo (tan desprestigiado por estos días, que nadie lo quiere habitar), sino que nos es obsequiado por un viejo lobo de mar que, entrado en años y santificado por los dones del sentido común (el menos común de los sentidos), lleva docenas de lustros soportando las tempestades del mundo moderno a la intemperie. No vamos a venir a descubrir, cuando lleva sus buenas décadas paseándose por el mundo poético universal con los laureles bien guardados en su bolsillo, los indiscutibles méritos de la obra de Parra hoy, cuando ya ha traspasado las nueve décadas de vida. Pero sí se puede decir que su obra está más viva que la del otro festejado el pasado 2004, Pablo Neruda, por una sencilla razón: Nicanor es hoy (y lo seguirá siendo cuando ya no esté), un sujeto de carne y hueso; en cambio, Neruda es hoy un mito viviente, una marca registrada, una postal, un afiche cultural con olor a pescado (o a caldillo de pescado recalentado) del cual se cuelgan hordas de parásitos y maquilladores de muertos. Parra, por el contrario, es tan de carne y hueso como su padre poético, William Shakespeare. Si Shakespeare es Dios, Parra vendría a ser su profeta.
Familiarizado con la obra del bardo de Stratford-upon-Avon desde su estadía en Inglaterra, Parra ha sabido escribir y crear mundos bajo la sombra omnipotente del autor de “Hamlet”. Una de las imágenes más poderosas de la literatura es la de Eneas cargando a su padre Anquises sobre sus hombros. Y es que éste es uno de los karmas de la literatura de todas las épocas: estamos condenados a cargar a nuestros padres (antecesores o precursores) sobre nuestras espaldas. Y Parra lo sabe. Ya entrando a los ochenta años se impuso una tarea titánica, traducir “King Lear” al castellano, encargo del Teatro de la Universidad Católica de Chile. Siguiendo tal vez el consejo de, me parece, Quinto Horacio Flaco, de que hay que esperar cerca de una década para publicar y pulir un texto, el autor de “Poemas & Antipoemas” esperó hasta cumplir los 90 para entregarnos finalmente la versión impresa. Parra llega a estas instancias quizás más lúcido que nunca, cumpliendo la difícil premisa del Bufón de Lear: “Nadie debe llegar a la vejez / antes de conocer la prudencia”.
Nicanor está tan saludable que es capaz de subir a Shakespeare sobre sus espaldas, transformándose en el lazarillo que lo guía en su retorno, en gloria y majestad, al lenguaje de la tribu, su verdadero hogar, tal como Edgar, que guía a su noble y cegado padre Gloucester, una vez que éste ha caído en desgracia. La adversidad que aqueja a Shakespeare por estos “tiempos sombríos”, es la vanidad de las palabras, uno de los tantos vicios del mundo moderno, encarnada por la ignorancia y el analfabetismo imperante, tanto en las masas como en las clases dominantes.
La publicación del “Lear Rey & Mendigo” de Parra (Ediciones de la Universidad Diego Portales) durante el año pasado, fue un acontecimiento poético de envergadura, una verdadera herencia para las futuras generaciones, en tanto le da una mayor autonomía de flotación al chaleco salvavidas parriano. Este Lear nos ayuda a nadar, o al menos a no ahogarnos en esta noche “pérfida” en la que es “imposible nadar” (Fool dixit: ‘tis a naughty night to swim in). Porque en Lear, como en todas las grandes obras de Shakespeare, está contenido todo el variopinto abanico de emociones, grandezas y bajezas de la humanidad. No tengo empacho alguno en señalar que se puede aprender más de la naturaleza humana en Shakespeare, o el Quijote, su contraparte castellana, que en la Biblia (algo que ya ha dicho Harold Bloom y que suscribe Parra). La complejidad de Shakespeare, esa que se puede rastrear buceando en el lenguaje del bardo y que es subyacente a una universalidad que nadie puede poner en duda, no es otra que la complejidad del ser humano. Si no queremos transformarnos en locos o bufones, en estos “tiempos calamitosos” en que “el loco guía al ciego” (palabras de Gloucester), debíeramos adoptar este Lear de Parra como lectura obligatoria, pero no sólo en los colegios, sino en el Congreso, los gremios de empresarios y trabajadores, para los conserjes en sus garitas, los pacientes en las salas de espera, en todos lados. Se debería recitar en las plazas públicas, reproducir en los altoparlantes de los supermercados y transmitirse en cadena nacional de televisión. No cabe duda de que el mundo sería mejor si este sueño se hiciera realidad. Porque la obra de Parra –como la de Shakespeare– no es sólo para iniciados: su destino no debe ser al apolillarse en las carpetas y estanterías de los académicos, debe salir a la calle porque es una poesía que atrapa al vuelo aquellos hedores y perfumes que andan dando vuelta por la atmósfera del día a día.
Además, “Lear Rey & Mendigo” es una obra firmada por el bardo de San Fabián de Alico porque no es una traducción en el sentido tradicional: es una transcripción de la tragedia de Shakespeare, que va en la veta del “Homage to Sextus Propertius” de Pound, o del mismo “Rey Lear” de Shakespeare, que tiene sus fuentes en obras de Raphael Holinshed, Edmund Spenser y Philip Sydney, y en “The True Chronicle History of King Leir”, de autor anónimo. O como los “Cantos”, del mismo Pound, que son un monumental collage compuesto por prodigiosas relecturas y transcripciones de “La Divina Comedia”, “La Odisea”, los poetas provenzales y Confucio, entre otras. Entregar esta obra, a estas alturas de la vida, parece ser una confirmación de que Parra siguió el consejo que entregó Eliot en sus “Cuatro Cuartetos”: “Los viejos debieran ser exploradores”. Aquí está Parra vivito y coleando, explorando y buceando en los laberintos de esta “herramienta desvencijada” que es el lenguaje, pero que es aceitada por los verdaderos poetas que nos van quedando. Y Parra es uno de ellos. Ojalá pudiésemos estar presentes cuando Nicanor cumpla 100, 120 años, porque seguirá tan vivo como ahora. Nicanor Parra, poeta y artesano, rey y bufón en la corte de aquellos que conocen los naipes y saben cómo barajarlos, es un camarada dotado de “infinite jest, of most excellent fancy”. La vejez de Parra no es como la de Lear, “un peso muerto”, es la senectud del sabio, del anacoreta ateniense, que viene a aguarle la fiesta a los espartanos, que van ganando la batalla por paliza, pero que nunca ganarán la guerra.