Por Fernando Pérez
Con una valiosa trayectoria en el área literaria, Macarena Urzúa, profesora e investigadora de la Universidad Finis Terrae, nos sorprende ahora con un libro de poesía: «Escrito sobre el agua». Las suyas son «Aguas que se arremolinan, que se precipitan, aguas turbulentas. No son necesariamente el agua ilimitada del océano, con su extensión sublime, sino aguas cotidianas que dan vueltas atrapadas en la lavadora, aguas que hierven en una olla, refractan la luz en un vaso sobre el velador o se enfrían lentamente en una taza», nos dice Fernando Pérez, quien quiso compartir con nosotros las palabras que preparó para este importante lanzamiento.
Escrito sobre el agua (Santiago: Cástor y Pólux, 2018) es un libro sutil, escurridizo, difícil de mapear o describir. Es breve, se lee en un rato, pero al releerlo parece ir mutando. Me ocurrió varias veces volver a ciertas páginas y descubrir imágenes que habían pasado inadvertidas en una primera lectura, o ir percibiendo nuevas resonancias de algún verso en el que no me había demorado especialmente. Tal vez sea porque es un libro que se ha ido decantando lenta y gradualmente, un libro que ha ido pasando por varias versiones hasta adquirir la forma que le es propia.
Cuando comencé a preparar esta presentación, revisé un correo de hace un par de años que le envié a Macarena comentándole una versión previa de este libro, que me envió cuando estaba todavía en proceso. Varios apuntes se refieren a aspectos del libro que se han ido modificando con el tiempo y que ya no están en esta versión, pero hay cosas que siguen siendo ciertas, por ejemplo su atención al paso del tiempo, a las estaciones, al clima. Le comenté en esa primera lectura que algunos poemas parecían una suerte de haikúes extendidos, desplegados, dispersos, difuminados, en cámara lenta. No son poemas extensos, al contrario, pero de todos modos dan la impresión de expandir una experiencia antes que condensarla. No buscan esa “carga máxima de sentido” de la que habla Pound ni la disolución del sentido propia del haiku, según algunos, sino una suerte dispersión del sentido, la producción de una trama que deja espacios en blanco en los que podemos proyectar nuestras propias historias, esas grietas, hendiduras o fisuras que menciona Denise Levertov en su ensayo sobre la forma orgánica. Un sentido sumergido, naufragado, entrevisto borrosamente bajo el agua.
En esa primera lectura, notaba también que los poemas tienen una cualidad curiosa, compartida con el agua a la que alude el título del libro, y que a primera vista podría sonar como una crítica aunque es todo lo contrario: una cierta insipidez. En su Elogio de lo insípido, François Jullien precisa que en la poesía y poética chinas lo insípido no es simplemente falta de sabor, sino una discreción y una reserva que permitan que surja el “sabor más allá del sabor”. En vez de aliñar los textos para impresionar al paladar, se busca reducir al mínimo los condimentos para que esa ausencia agudice al máximo nuestra sensibilidad, que explora los huecos que deja el poema y se asoma a un espacio más allá del texto. Algo semejante ocurre con los poemas de este libro.
No se trata, por otra parte, de un libro totalmente despojado de aliños, como lo muestran los numerosos epígrafes que encontramos en su umbral, cerca de la salida, y repartidos entre los poemas: hay citas de Mistral y Robert Creeley, de Jack Spicer, Elizabeth Bishop, Roni Horn, Adrienne Rich, Emily Dickinson y Braulio Arenas. Es una curiosa conjunción de nombres que habla de las diversas vertientes de lectura que convergen en este libro. Más que intentos por apuntalar la propia falta de voz, como ocurre a veces con escritores inexpertos, y más que pistas de parentesco de este libro con otras tradiciones de escritura, veo aquí el signo de una poética dialógica, permeable a otras voces, que acoge sin perder sus cualidades: los límites entre el poema propio y el ajeno son inciertos por momentos. La cita de Creeley, en particular, es de un poema que Macarena tradujo hace algunos años, y del que por lo tanto se apropió íntimamente, un poema que como ella misma comenta imita con su ritmo la persistencia regular del sonido de la lluvia, el rumor de su murmullo refrescante que nos saca del letargo rutinario de las relaciones humanas cansadas, vacías, secas, predecibles: “Toda la noche ha / vuelto otra vez, el sonido / y otra vez cae / la silenciosa, lluvia persistente. (…) Amor, si me amas, / tiéndete junto a mí. / Sé para mí, como la lluvia, / ese salir / del cansancio, la idiotez, la semi- / lujuria de la intencional indiferencia” (http://www.letrasenlinea.cl/?p=664). La lluvia tal vez sea aquí una buena metáfora de lo que la escritura poética se propone: transformar la atmósfera al atravesarla oblicuamente, condensar lo que está en el aire hasta que adquiere peso y se deja caer, sólo para reiniciar el ciclo un poco más allá.
Recuerdo que en su libro sobre El agua y los sueños Bachelard se detiene en el agua inmóvil en la que se mira Narciso, el agua como espejo que nos atrae a una fantasía de unidad con nuestra propia imagen, y en las aguas estancadas en las que flota el cuerpo exánime de Ofelia, con el pelo suelto, una imagen que atraía como imán a los poetas de fines del XIX y que fascinó también entre nosotros a Enrique Lihn. Las aguas de Macarena no son, sin embargo, esas aguas nocturnas, del cuerpo femenino ahogado, pálido, necrofílicamente idealizado, sino que son en general aguas diurnas, matutinas, o al atardecer, la hora en que el horizonte fusiona los límites del agua y el cielo. No son aguas ni mansas ni calmas, nos dice un poema. Son aguas que se arremolinan, que se precipitan, aguas turbulentas. No son necesariamente el agua ilimitada del océano, con su extensión sublime, sino aguas cotidianas que dan vueltas atrapadas en la lavadora, aguas que hierven en una olla, refractan la luz en un vaso sobre el velador o se enfrían lentamente en una taza. Menos Turner, Monet o Caspar David Friedrich que Morandi.
No son tampoco el agua-espejo en la que se contempla Narciso: la mirada en este libro no se ensimisma, sino que divaga, se extravía, explora el mundo en torno suyo, se dirige al horizonte, contempla las cosas y espacios. Este es un libro de ventanas, no de espejos: “Un poema no es un espejo”, precisa el título de un poema: “Un texto que no es espejo / se hundiría en tardes de ocio / como un río naranjo / de donde saldrán nadando / ciertas palabras que incluso / oyes respirar bajo el agua.” Por lo mismo, en este libro predomina de lejos el tú por sobre el yo, un tú de contornos vagos que no parece ser ni un interlocutor específico, ni una máscara para el yo, ni el lector interpelado, sino un poco de todos a la vez, como si los límites entre ellos se difuminaran. Hay también una curiosa abundancia de infinitivos, verbos que no tienen aún una persona definida, que están como esperando que alguien llegue para conjugarse: “soñar con limpiar la cocina / sucia hasta en sueños / soñar con rieles / cada vez más lejos de estaciones que no recuerdan sino nombres”, o en otro poema “soñar con peces de colores”, “Resbalar / fija la vista / en las pozas”, “Bordar un doblez en el agua”, “fijar la foto de un río”, “cerrar la puerta”, “escribir un poema / donde los versos sean llanos / donde reposar” “dibujar un mapa”. Estos infinitivos suenan por momentos como instrucciones para las tareas en un libro escolar, o listas de cosas por hacer: son otro de los modos en que este libro se abre a sus lectores, deja huecos en los que podemos alojarnos.
Me imagino situar el libro de Macarena en una genealogía del agua (o de los elementos) en la poesía chilena, que incluiría el agua mustia de Pezóa Véliz, el espejo de agua de Huidobro (otro espejo líquido), el blando país de aguas de Mistral, el agua sexual de Neruda, las aguas servidas de Carlos Cociña, el agua que me cerca de Alejandra Basualto, las apocalípticas ciudades de agua de Raúl Zurita, o las aguas ancestrales que invoca Cecilia Vicuña en Kuntur Ko, cóndor de agua. Aguas turbias, aguas transparentes, aguas cristalinas o terrosas, aguas castas o sensuales. El agua de Macarena es a menudo un agua en metamorfosis entre sus diferentes estados, solidificada por el frío en el primer poema (“Lo congelado / se queda fuera del mapa”), en una inmovilidad asociada con frecuencia a la de la imagen fotográfica, licuándose lentamente con la tibieza del sol, evaporada al secarse, vuelta nubes coloradas que vuelan cambiando de forma, que caen en forma de lluvia. Me digo de nuevo que hay aquí una atención al ciclo de las estaciones, a la relación entre los dos sentidos del término “tiempo”, el climático y el cronológico, presente por cierto en las numerosas imágenes del agua en flujo, de los ríos, pero también de la clepsidra, el reloj de agua que da título a un poema y a una sección del libro.
Pese a que su sección inicial se titula “Cartografías del agua”, hay varias pistas en el libro que sugieren que lo esencial del agua, su movilidad, se resiste a ser cartografiado, conceptualizado, capturado: “No fijar los bordes del agua”, repite un estribillo que atraviesa el libro, “narrar / un mapa mutable / una historia del agua.” “El agua se me escapa… se me escurre entre los dedos.”, escribió Francis Ponge, “Se me escapa, y sin embargo me marca; y poca cosa puedo hacer en contra. Ideológicamente es lo mismo: se me escapa, escapa de toda definición, pero deja en mi espíritu, y en este papel, huellas, huellas informes.” Este es, como ya dije, un libro escurridizo, lleno de flujos subterráneos, de ruidos secretos y susurros cuyo origen no se nos revela.
De entre las imágenes que me quedan resonando de este libro, hay varias de vasos de agua. En una de ellas, se lee “Vasos de agua: / ofrendas a ningún dios / ni altar / se dibujan / Adentro hay barquitos de papel / que sueñan con salir / por aires y aguas.” En un notable libro sobre el vaso de agua como tema poético, Andrés Sánchez Robayna postula que el vaso condensa la tensión entre la tendencia al movimiento del agua y su quietud al verse confinada en un recipiente. El vaso, escribe, es también la cifra del cuerpo que lo toma, de la boca que se lo lleva a los labios para beberlo. Conjunción de dos transparencias (la sólida del cristal y la huidiza del agua), atrae nuestras miradas y las de tantos pintores y fotográfos que han explorado el motivo, el vaso puede pensarse también como un símil del poema, recipiente en el que cabe cualquier cosa, forma casi invisible que se ajusta a nuestra mano, forma frágil que se quiebra al menor golpe, océanos imaginarios por los que navegan errantes los barcos reales del sueño, la imagen, el ritmo, la voz y la respiración con los que fueron fabricados estos poemas.