Cinco son los capítulos que componen El libro rojo de la historia de Chile (Tajamar Editores, 2016) de Marcelo Leonart, un texto que se puede leer como una novela o un libro de cuentos, pues la conexión entre los personajes de los escritos es prácticamente nula, es decir, no sigue una linealidad narrativa sino que son cinco focos que tematizan la historia reciente chilena y su conexión con la Unión Soviética. El primer relato es sobre una pareja de exiliados que moran en un departamento en Moscú. Atrapados en la nieve y en las preguntas sobre lo que estará ocurriendo en Chile con sus compañeros de Partido, habitan un presente desolador en donde se cuestionan la creación del hombre nuevo y los postulados políticos por los que estaban luchando. Él ingeniero; ella, actriz, deben comenzar a despedirse. Suman una nueva despedida a la interminable lista de adioses que han tenido en los últimos años, mientras de fondo suenan los versos de La gaviota de Chejov. Esta primera parte es la más floja del escrito. Con una estructura difusa y un tanto obvia, Leonart no problematiza en torno a las narraciones existentes sobre el exilio. De hecho, continúa repitiendo un molde al que la variable del teatro de Chejov le resta más de lo que le suma, pues los relatos no se complementan y esta inclusión desordena y entrampa la estructura que se venía trabajando.
La segunda narración transcurre en una población santiaguina durante los años en que la Unidad Popular es gobierno. Lucho Águila Gormaz es un poblador que apoya y defiende al gobierno de Salvador Allende, junto a su esposa Yolanda viven en una dualidad de esperanza y desolación. Por un lado, extrañan a rabiar a un pequeño hijo que se les murió por vivir en condiciones no aptas para ningún ser humano. Por otro lado, su expectación radica en la llegada de Allende al poder: un gobierno marxista que pueda cambiar y destruir las desastrosas formas de existencia que ha creado la burguesía. Lucho durante el día crea poder popular; durante la noche tiene extraños sueños rusos. Allí se convierte en un miliciano del ejército rojo o en un austero monje que repara en los ruidos que provienen de un bosque cercano, son pesadillas que lo sobresaltan en donde siempre aparece un niño muerto. Lucho y sus historias oníricas se vuelven un oráculo de lo que sucederá en un par de años. Son sueños premonitorios en donde él –y el lector– deben interpretar las difusas formas y relacionarlas con el Chile que vendrá. Por ejemplo, el monje se encuentra en un templo rodeado de cadáveres, cuestión que sucede después de una fiesta en donde jóvenes desnudos están festejando. Realizando un ejercicio analógico, podemos ver cómo la juventud sin ropas –desinhibida y dichosa– festeja un triunfo del que antes se les había privado, es decir, representa a la clase obrera y su ascensión al poder en marzo de 1970. Tal escena nos hizo retrotraernos a la novela Casa de campo de José Donoso, en la que un grupo de niños se toman la morada familiar cuando los adultos salen a dar un paseo. Al volver, se dan cuenta de que se apoderó de la casa un desorden y un caos que inmediatamente mandan a reprimir a través de la servidumbre. Niños alzados en Donoso y jóvenes desnudos en Leonart, cumplen un mismo rol: funcionar como eufemismo de las clases populares durante la década del setenta. Porque el gobierno de Salvador Allende posibilitó que los sujetos históricamente marginados tuvieran el poder político de Chile. La Unidad Popular permite que los excluidos y explotados lleguen al poder vislumbrando como propio lo que siempre les había sido ajeno y, como señala Alfredo Jocelyn-Holt, convierte al país en una fiesta de los vencidos (Del avanzar sin transar, al transar sin parar 110-111).
En el tercer relato, la narración nos traslada hasta el Estadio Nacional convertido en un campo de concentración durante los primeros años de la dictadura. Aquí Richard Jofré lleva varios días detenido, y entre arrugados cigarros y sesiones de tortura, ve flotar sobre la cancha del estadio al fantasma de Lenin. En el más experimental de los relatos apreciamos un sello distinto al de la prosa que por lo general trabaja la postdictadura, pues –al igual que Nona Fernández– introduce la variable de lo fantasmagórico en narraciones donde la fantasía y la ciencia ficción no tienen tanta cabida. En las galerías del Estadio Nacional, Richard Jofré se encuentra con el Cacho, un prisionero político homosexual que realza aún más su opción sexual en esas condiciones: “Hay un conscripto que es cola. Lo conocí en el Baquedano. Lo hubieras visto ahí, linda. En los baños y en los asientos de atrás. Jovencito y buenmozo. Hacía cosas con la pichula que no sería capaz de hacer con el fusil” (86). Tal hecho provoca el repudio de los militares, pero también de sus pares. Jofré lo rechaza optando por tener el menor contacto con él. Las escenas que transcurren en este escrito están dialogando con Tengo miedo torero de Pedro Lemebel. Hay un ejercicio similar en donde la izquierda, incluso en condiciones de cautiverio, discrimina la figura de la homosexualidad. Como si fuesen luchan distintas, como si la condición sexual estuviera determinada por otras formas no compatibles. Un tema complejo, urgente y necesario, que Leonart reposiciona para seguir problematizando.
La cuarta historia narra el asesinato de Miguel Enríquez en la calle Santa Fe. Un capitán cosaco (alter ego de Miguel Krassnoff) llega hasta la comuna de San Miguel junto a un grupo de hombres armados con metralletas y granadas, luego de un enfrentamiento destruyen la casa y liquidan al jefe del MIR. Se trata de un escrito que funciona como un documento histórico donde Leonart convierte su pluma en una cámara que registra el cobarde ataque perpetuado por la DINA, es decir, una narración con tintes de policial-histórico en donde el final no esconde ningún enigma. Este ejercicio literario es similar al que Nona Fernández realiza en La dimensión desconocida, pues se recrean diversos crímenes cometidos durante la dictadura a partir de los testimonios recogidos. Se ficcionaliza con historia: Leonart lo realiza con Miguel Enríquez; Fernández con los hermanos Flores.
El último escrito transcurre en el Chile actual. Un personaje mira por televisión cómo un grupo armado toma de rehenes a los estudiantes de un colegio en la Rusia de Putin, mientras mira a su hijo crecer en el apocalíptico estado en el que se encuentra el Chile actual. Mofándose de la impunidad de los violadores de derechos humanos e irónico ante el destino como senador vitalicio que tuvo Augusto Pinochet, describe y recuerda desde un presente desolador.
Fríos departamentos construidos en la Rusia de Stalin; marchas por la Alameda en marzo del 70; la selección chilena jugando un partido de fútbol contra un adversario invisible y el viaje al espacio de Valentina Tereshkova son algunos de los lugares por los que se conecta la historia de Rusia con la de Chile. Una diminuta franja de tierra que cuelga del último eslabón del hemisferio sur, entrelaza sus desgracias cotidianas con las de una potencia mundial como Rusia. Una conexión que –además– conlleva un proceso de intertextualidad, pues Leonart edifica una narración que dialoga con los clásicos chilenos de la dictadura y post-dictadura, es decir, retorna sobre narraciones para desde ese núcleo volver a levantar, procrear y proponer.