Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Clarice Lispector y, para recordar a esta grandiosa mujer, Mary Luz Estupiñán (Ediciones Mímesis) nos ha regalado una preciosa semblanza que explora sus años iniciales y sus deseos de adulta: “No fueron pocas las ocasiones en que le preguntaron: ¿si tuviera que escoger entre la maternidad y la escritura qué escogería? Ante lo cual respondía, ‘mis hijos me necesitan, la escritura no’. En otra ocasión afirmaría: si pudiera tendría dos vidas, en una sería madre y en otra escritora. Al final confesará que su sueño ha sido tener no dos sino varias vidas. ’En una solo sería madre. En otra solo escribiría y en otra solo amaría‘. Tres vidas, tres pasiones”.
Muchas veces escribir es recordar lo que nunca existió
Clarice Lispector nació un 10 de diciembre de 1920. También pudo ser un 10 de octubre o un 14 de noviembre de ese mismo año. El 10 de diciembre de 1920 fue, sin embargo, la fecha que terminaron asumiendo sus biógrafas, pues es la que reitera el relato del padre. Clarice nació en Tchetchelnik, Ucrania, ya en fuga, como ella misma escribiera, cuando su familia había emprendido viaje hacia algún lugar de las Américas. Las vacilaciones que circundan su nacimiento, los cambios permanentes de lugar y los mandatos de época se dejarán sentir en su vida, y permitirán a Clarice narrarse de varios modos: el movimiento será también una forma de trabajar la escritura.
Fue Teresa Cristina Montero Ferreira quien entre 1992 y 1995 se embarcó en la no menos ardua tarea de realizar una biografía de Clarice, que sería publicada unos años más tarde bajo el título “Eu sou uma pregunta” (1998). Por esos mismos años Nadia Batella Gotlib trabajaba en Clarice. Una vida que se cuenta. Una biografía literaria de Clarice Lispector (1995), otra biografía, esta vez centrada en la relación entre su vida y su obra. Ambas extraen datos autobiográficos diseminados en su escritura, pero mientras la primera busca reconstruir una vida, la segunda busca seguir la estela de esa vida que se cuenta –ambas biografías asisten estas líneas. Fue entonces Teresa Ferreira quien se dio a la tarea de recabar documentos y testimonios importantes para empezar a estabilizar un relato biográfico. Escarbando en los archivos consulares y hurgando en los registros marítimos, ella fue quien dio con la fecha de emisión del pasaporte de la familia Lispector. El consulado de Rusia en Bucarest emitió el permiso de salida a Brasil el 9 de febrero de 1922. Y sin más espera, ese mismo mes la familia se embarcó en el vapor Cuyabá en el puerto de Hamburgo. Un mes después atracaban en el puerto de Maceió, siendo recibidos por la familia materna que ya se había asentado hacía unos años en el nordeste brasileño, luego de un breve paso por Argentina, buscando mejores aires cual aves migratorias. Cuando pisaron tierra nordestina, Pedro, el padre, contaba con 37 años, Marieta, la madre, con 31, Elisa, la hermana mayor, tenía 9, Tania 6 y Clarice poco más de un año, 15 meses para ser precisa. Clarice insistirá en que llegó con escasos dos meses de edad.
La decisión de migrar había sido tomada cuando se intensificó la persecución a los judíos en Rusia, una persecución iniciada hacia 1882. Después de la Primera Guerra Mundial, la violencia seguía cercándolos y el trabajo amainando. Buena parte de la familia materna de Marieta ya había partido. Unos fueron a Estados Unidos, otros, como señalé, a Argentina y luego al norte de Brasil. Mientras esperaban concretar el viaje esas eran las opciones a disposición de la familia Lispector. La resolución la daría una carta de invitación proveniente de alguno de los familiares radicados en cualquiera de las dos Américas. Como muchas historias de exilio, la decisión no se toma, es el infortunio el que señala por donde seguir. El camino lo indicó un pariente que residía en Maceió. Es así como la familia Lispector llega a Brasil. En Maceió vivieron tres años.
Las duras condiciones laborales llevaron a Pedro Lispector a buscar otros puertos que le proporcionaran una vida digna, esa que le había sido arrebatada a su familia y que aún le era esquiva. Se mudaron a la vecina ciudad de Recife, donde el padre continuó con la venta puerta a puerta. Como para muchos inmigrantes obligados a recomenzar una y otra vez, sus ingresos eran escasos. Sin embargo, Pedro Lispector trabajó duro para dar a sus tres hijas una buena educación, no solo en términos formales, sino, en cierto sentido, también espirituales. El teatro, la música, el cine y la literatura fueron las artes cultivadas desde la infancia por las tres hijas.
Las tribulaciones vividas por la familia no eran sólo de orden económico. Una enfermedad aquejaba hacía años a la madre de Clarice. De hecho, fue siguiendo una vieja superstición ucraniana que, pese a la adversidad que soplaba por todos los frentes, la pareja, hacia fines de 1919 e inicios de 1920, decidió tener un o una última hija. Este o esta tendría la misión de salvar a la madre de su penosa enfermedad –y el nombre así lo registra, Haia, nombre de nacimiento de Clarice, según cuentan, significa vida. Contra todos los pronósticos, el nuevo nacimiento no curó a la madre de sus padecimientos; todo lo contrario, su salud solo supo empeorar, hasta el punto de quedar en silla de ruedas y sin habla. La niña Clarice solo conoció a una madre enferma a quien había que cuidar y con quien se comunicaba con gestos y miradas. La enfermedad de su madre y el sufrimiento de su familia fueron también su primera lengua. Nadie podía atender a sus deseos. Ella tampoco podía inmiscuirse en lo que pasaba a su alrededor, ni siquiera en los días del famoso carnaval, a lo sumo la dejaban quedarse “hasta las 11 de la noche en la puerta al pie de la escalinata del sobrado donde vivían, mirando ávida cómo los otros se divertían”, o conformándose al día siguiente con los “despojos de serpentinas y confeti”. “No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por mi madre enferma, nadie en casa tenía cabeza para el Carnaval de una niña”, escribió años después en “Restos del carnaval”, una crónica de 1967, publicada en su columna de los sábados en el Jornal do Brasil. Cuando por primera vez iba a poder participar de la tan ansiada fiesta popular –gracias al piadoso gesto de la madre de una de sus amigas, quien literalmente usó los restos que habían quedado del traje de figurín rosa de su hija para fabricarle uno igual a la niña Clarice–; cuando por fin iba a alcanzar el estado de gracia infantil, ocurrió lo inesperado, el hechizo se rompió antes de empezar la fiesta. Así lo cuenta la Clarice cronista:
Cuando yo estaba vestida con el papel crepé todo armado, todavía con los cabellos con ruleros y sin rouge ni rubor —mi madre súbitamente empeoró mucho de salud, un alboroto repentino se produjo en la casa y me mandaron a comprar de prisa un remedio en la farmacia. Fui corriendo vestida de rosa —pero el rostro todavía desnudo no tenía la máscara de muchacha que cubriría mi tan expuesta vida infantil—, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, entre serpentinas, confetis y gritos de Carnaval. La alegría de los otros me espantaba (Revelación 62).
Esa alegría aterradora, esa felicidad dolorosa, será una constante en su grafía. A sus 41 años, Marieta Krimgold abandonó este mundo. La hija menor tenía 9 años. Sobre sus hombros cargó el peso de una salvación infructuosa. “Yo no me perdono” por haber fallado en esa misión, afirmará una Clarice adulta.
Cansado de trabajar sin muchos frutos, Pedro Lispector resolvió hacer una última apuesta. En 1935 él y sus hijas se encaminan rumbo a la capital federal, el majestuoso Rio de Janeiro. Con tantas mudanzas a cuestas, esta era una más, aunque con la promesa de ser la definitiva –y, pese a todo, lo fue. Elisa, la mayor, consiguió un puesto en el Ministerio Público y podía ayudar a aliviar los gastos de la familia. Tania y Clarice obtenían buenas notas y cada una encontraba la forma de ayudar a disminuir la carga familiar. Tania también se enroló en un empleo público mientras Clarice ingresaba a la Escuela de Derecho, elección más bien fortuita. Desde niña había sido sindicada como “defensora de los desvalidos”, así lo recuerda en otra crónica que lleva por título “Justicia social”:
“De pequeña, mi familia en broma me llamaba ‘la protectora de los animales’. Porque bastaba que acusaran a alguien para que yo inmediatamente lo defendiera. Y yo sentía el drama social con tanta intensidad que vivía con el corazón perplejo ante las grandes injusticias a las que se ven sometidas las llamadas clases menos privilegiadas. En Recife yo iba los domingos a visitar la casa de nuestra empleada en los mocambos. Y lo que veía me hacía prometerme que no permitiría que eso continuara. Yo quería actuar. En Recife, donde viví hasta los doce años de edad, había muchas veces en las calles un conglomerado de personas antes las cuales alguien exponía ardorosamente sobre la tragedia social. Y recuerdo cómo vibraba yo y cómo me prometía que un día ésa sería mi tarea: defender los derechos de los otros” (Revelación 130).
Si vivió hasta los 12 o hasta los 14 años en Recife poco importa. Serán muchas las variaciones autobiográficas que Clarice ensayará en sus relatos, y hasta jugará deliberadamente con ese material: “Muchas veces escribir es recordar lo que nunca existió”. Más que la veracidad de lo escrito, lo que importa es que así cuenta la escritora los antecedentes de su decisión profesional. Como defensora innata, el camino natural a seguir sería entonces el de la abogacía. Una vez admitida en los preparatorios, se inclinaría por derecho penal, con la tarea no menor que se impuso a sí misma: reformar el sistema carcelario brasileño. Pese al entusiasmo inicial, y a sentirse predestinada a los tribunales, rápidamente se dio cuenta de que no ejercería. Esto no se debía solo a las pobres expectativas de la época. Hacia fines de los años 30, las mujeres ingresaban a las universidades, pero eran pocas las que cursaban carreras tradicionales. Derecho se contaba entre esas carreras y las que ingresaban raramente ejercían. Así lo constató Clarice con sus compañeras, que no llegaban sino a seis, y para quienes su paso por la carrera era una forma de conseguir un buen partido como marido. Pero a ella eso no fue lo que la amedrentó. Lo que la amedrentó fue darse cuenta de que su propósito era gigante, sino imposible. Paralelamente a las clases de derecho, y a trabajos varios que realizaba para mantenerse, fue ingresando al mundo de las letras de manera lateral, vía el periodismo. Consiguió inicialmente un puesto de traductora, pero como la carga estaba completa le encomendaron el trabajo de reportera. Así realizó sus primeros escritos para periódicos y sus primeras entrevistas con escritores. El equipo con el que trabajaba lo integraban reconocidos narradores y poetas; encontró en ellos un pase a la intelectualidad carioca.
Cuando al fin hallaba sosiego, su padre debió someterse a una intervención quirúrgica de rutina para resolver un problema de vesícula, pero de esa cirugía no regresó. Falleció de manera súbita a sus 56 años de edad, se especula que por negligencia médica. Era 1940. Pedro Lispector no alcanzaría a ver publicada la primera novela de su hija menor, ni a ver constituido el Estado que soñaba.
La muerte del padre tomó por sorpresa a la joven Clarice, y esta nueva tristeza embargaría su vida de ahí en más. Poco después, en 1942, conocerá a Maury Vergel Valente, un compañero de curso que al cabo de un año se convertirá en su esposo. Muy a su pesar, Clarice terminará cumpliendo el mandato de época. Estudiará, pero no ejercerá. Se casará y pasará a ser Clarice Vergel Valente. Maury seguía la carrera diplomática, de modo que ya casada, el viaje se convertiría, una vez más, en su condición de vida. Un itinerario que la llevará a dejar Brasil durante 16 años, con cortas idas y vueltas, pero que trazará un nuevo mapa que unirá principalmente Nápoles-Berna-Washington, mapa sobre el que una Clarice reminiscente –que ha recuperado su apellido de soltera y que se ha radicado en Rio de Janeiro–, volverá una y otra vez. Y lo hará para renarrar esa vida en la que actuó como la “esposa de” un diplomático. Tras las obligaciones de altruismo y decoro social que le exigía su papel, hay una escritora que lucha con la palabra y con el silencio.
Para 1943 Clarice se desempeñaba como periodista y hacía tres años que venía publicando algunos cuentos en suplementos y revistas. En ese año lanzó una novela: Cerca del corazón salvaje. Estaba de alguna manera inserta en la vida cultural de Rio de Janeiro. A esas alturas, la decisión de ser escritora ya estaba tomada. La de casarse también. El matrimonio se celebró a inicios de 1944. Desde entonces una tensión entre la vida doméstica –que oscilaba entre la figura de ama de casa, esposa de diplomático y madre de familia– y su vocación de escritora la acompañará. Un conflicto que quiso conciliar y que manifestará de varias maneras: como renuncia, como dos fuerzas igualmente poderosas o simplemente como deseo. Lo cierto es que la tensión entre esas vidas marcará toda su obra inicial. Cerca del corazón salvaje, La lámpara, Una ciudad sitiada, Lazos de familia y La legión extranjera están plagadas de romances, matrimonios, amas de casa, madres, esposas, pero siempre dislocadas o desacompasadas.
No fueron pocas las ocasiones en que le preguntaron: ¿si tuviera que escoger entre la maternidad y la escritura qué escogería? Ante lo cual respondía, “mis hijos me necesitan, la escritura no”. En otra ocasión afirmaría: si pudiera tendría dos vidas, en una sería madre y en otra escritora. Al final confesará que su sueño ha sido tener no dos sino varias vidas. “En una sólo sería madre. En otra sólo escribiría y en otra solo amaría”. Tres vidas, tres pasiones. El amor comparecerá de muchas maneras. Cuestionará, por ejemplo, el posesivo que acompaña el más cotidiano de los vínculos: “mi hijo”, “mis hijos”, y deshacerlo llevará toda una vida, dirá. Para Clarice “El amor mal pensado es destructor, la comprensión mal mesurada es aniquiladora”. El amor que le interesa es uno que no estropea. Es un darse sin condición. Es lo que no sabe hacer la niña Ofelia al tomar el pollito ofrecido por la vecina en “La legión extranjera”. Es lo que tampoco sabe hacer el explorador de tribus exóticas, al encontrase con la pigmea en las montañas del Congo, en “La mujer más pequeña del mundo”. Pero es lo que sí saben hacer Sofía, de “Los desastres de Sofía”, la niña de “Felicidad clandestina”, R.S.M de La hora de la estrella, incluso G.H de La pasión según G.H. Es un amor sin condición que excede lo meramente humano.
Clarice deseaba tener otras vidas. A veces afirmaba haberlas tenido y a cada una la identificaba con un libro. En “El primer libro de cada una de mis vidas”, una crónica de 1973, escribe: “Me preguntaron una vez cuál había sido el primer libro de mi vida. Prefiero hablar del primer libro de cada una de mis vidas” (Revelación 322). Hay una vida al ritmo mágico de la literatura infantil en la que se debate entre el patito que se revela cisne, la lámpara que acercaba lo imposible y Las travesuras de Naricita de Monteiro Lobato, su primer libro sagrado. Otra, la de una adolescente con el aliento entrecortado por la revelación del viaje interior ofrecido por El lobo estepario de Herman Hesse. Otra que siguió el ritmo de Felicidad de Katherine Mansfield y de Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski.
Estas tres vidas al ritmo de los libros, se contraponen a esas otras vidas mandatadas por las convenciones de época, convenciones de las que zafó, hasta cierto punto, no sin cierta dosis de desdicha e infelicidad. Pero la desdicha y la infelicidad no fueron el único precio a pagar por desafiar los mandatos del orden masculino. Ahí también se dejan sentir las resonancias biográficas: los avatares del nacimiento, su filiación judía y los cambios permanentes de casa, de ciudad, de país. Clarice abraza la literatura como antídoto.
Un estado de exilio, se contrarresta, a veces, con un domicilio fijo. Y eso fue tal vez lo que hizo que Clarice afirmara de tanto en tanto su brasileñidad, afirmación que no es otra cosa que un deseo de pertenecer a algún lugar. Pero ese lugar será la escritura. “Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida”. Esa potencia de vida emanada de su escritura fue muy bien percibida por un contemporáneo suyo: João Guimarães Rosa en alguna buena ocasión afirmó que la leía para la vida y no para la literatura.
El movimiento también se hará escritura. Clarice escribía montando y desmontando fragmentos. Agua viva, La hora de la estrella y Un soplo de vida son sus mejores versiones. Las anotaciones se desplazan de un texto a otro y de un registro a otro. Del periódico al libro. Del libro al periódico. De la crónica a la novela. De la novela a la crónica. Del cuento a la crónica y viceversa. El movimiento es para Clarice una forma de reescribir. Explorar sus reescrituras es asistir las vidas que ahí se hospedan.