Hay un cuento muy temprano de José Donoso que habla de un hombre que cuando se aburre en el interior solitario y burgués de su hogar, toma un tranvía y recorre la ciudad. En uno de esos viajes se sienta a su lado una mujer cincuentona de facciones regulares, sin nada sobresaliente, que en adelante comenzará a cruzársele muy seguido, hasta que un día la ve pasar junto a otra señora tomada del brazo, y después la pierde de vista y no la ve más. El hombre entonces se obsesiona, cae en un estado de exasperación. Comienza a buscarla día a día por toda la ciudad. Abandona sus quehaceres porque no puede estar en paz. Llega incluso a pretextar una enfermedad para quedarse en cama y así intentar olvidar esa presencia que invade su mente y su habitación, pero no resiste y sale a buscarla, hasta que la encuentra: la ve pasar, después de meses, sonriente con un ramo de aromos en la mano. Vuelve la paz, hasta que un día se despierta con la certeza de que la señora ha muerto. Asiste entonces al que cree ser su funeral y solo así puede olvidarla, aunque no se olvida, dice, no podrá olvidarse de la sensación que tuvo al verla por primera vez, cuando se sentó a su lado en el tranvía: “una sensación tan corriente y sin embargo misteriosa” de que la escena presente no es más que la reproducción de otra, vivida anteriormente.
Releí este cuento al terminar el libro de Sebastián Schoennenbeck que Orjikh editores acaba de publicar en un formato muy cuidado, como siempre, bajo el título José Donoso. Paisajes, rutas y fugas (Santiago, 2015). Volví a leerlo porque recordaba levemente la manera en que Donoso describe una sensación que nos es familiar a todos, aunque a veces resulte algo siniestra. Una sensación que a menudo interpretamos como augurio de acontecimientos que imaginamos relevantes o como presencia de restos del sueño en la vigilia, acompañada casi siempre de una interrupción dada menos por un salto fuera del tiempo, se me ocurre, que por una suerte de nudo en la cuerda con que nos representamos el tiempo habitualmente.
De esta clase de experiencias habla el libro de Schoennenbeck a propósito de la obra de Donoso, aunque no lo haga de manera directa. Prefiere diferir y diversificar los caminos para acercarse a una obra escrita desde un lugar fundamentalmente excéntrico, que disloca categorías a las que solemos aferrarnos, como el adentro y el afuera o el pasado, el presente y el futuro. Caminos, por ejemplo, como uno que permite seguir la influencia de la literatura anglosajona en la obra de Donoso, que conduce a pensar el esnobismo del autor como contracara del dolor de una identidad social ambigua que necesita de máscaras para vincularse con el otro. Rutas que conducen también a otros países -como España, donde Donoso vivió más de una década- y a la consecuente ausencia de Chile, expresada en una relación ambigua del autor con lo vernáculo que abre paso a un sujeto “fantasmal”, dice Schoennenbeck, a “un sujeto que se construye y se esconde, se presenta o desaparece en [un] lenguaje en riesgo” (25). Hay paisajes, también, cuadros dentro de los cuadros que proponen una lectura en abismo de, entre otras, Casa de campo, abriendo un escenario narrativo de falsas perspectivas que hace del uso de máscaras, velos y disfraces un problema de composición vinculado con otro gran tema: el de la mirada.
La lectura de Schoennenbeck otorga a la mirada un papel protagónico en la obra donosiana. Como ocurre en el cuento que recordaba, es la mirada la que disloca por completo al sujeto, la que lo saca de sí, la que comanda, finalmente, el contenido de la ficción. Pero también la forma: una comparación entre la poética de Donoso y la de Henry James nos permite observar como en ambos casos funciona la metáfora de la casa de la ficción con un número incontable de ventanas que permiten mirar hacia el exterior, cada una de las cuales representa una “forma literaria distinta”, es decir, un punto de vista específico sobre el asunto a narrar. Existe, sin embargo, una diferencia. Y es que en Donoso esa casa de la ficción es una casa completamente permeable, que se deja invadir por el exterior o que al menos confunde y desquicia el lugar del observador. Una señora cualquiera invade la cabeza de nuestro paseante, al punto de impedirle por completo sentirse a gusto en su habitación: no hay límites: eso que está adentro sale afuera y lo que hay afuera ingresa hacia el interior.
Pero todavía a propósito de la mirada, Schoennenbeck traza una ruta que, pasando por la característica imagen donosiana “correr el tupido velo”, va de la afición del autor por los trajes y atuendos femeninos hasta los múltiples velos y filtros que seducen y a la vez obstaculizan la mirada: en el relato, bastó la punta de un abrigo verde junto a la rodilla del observador para que la mirada se perturbara y el paseante experimentara esa sensación de déjà vu, de haber visto antes… y entonces vuelve a fijar su mirada en la ventana, dibujando un boquete en el vidrio empañado para poder ver lo que ya no puede ver.
Este juego de velos y miradas extraviadas que reconstruye Schoennenbeck me hizo recordar este cuento temprano de Donoso titulado “Una señora”, donde aparece solo en germen la complejidad de los juegos y cruces de miradas que irán apareciendo después. Pero me hizo pensar también una posible relación entre la casa donosiana y otra clase de casas en la tradición chilena, como “La casa del aliento” de Juan Luis Martínez, por ejemplo, que en La nueva novela escribió:
- La casa que construiremos mañana
ya está en el pasado y no existe.
b. En esa casa que aún no conocemos
sigue abierta la ventana que olvidamos cerrar.
c. En esa misma casa, detrás de esa misma ventana
se baten todavía las cortinas que ya descolgamos.
Como la de Donoso, o la de Martínez, tal vez la casa de la buena literatura es una en la que entraremos siempre con la sensación incierta de haber estado antes allí, acompañada de la certeza de que a ese lugar volveremos a entrar.