La única pasión de mi vida ha sido el miedo.
Hobbes
Mientras leía esta cuidada edición de entrevistas a Couve realizada por Macarena García y Catalina Porzio, no podía dejar de pensar en el libro que Sebald le dedicó al “más solitario de los escritores solitarios”, y me alegraba entonces la idea de que entre una semblanza y otra, Walser y Couve aparecieran unidos por un hilo delgado pero exacto a la vez. Escritores apegados al mundo de manera fugaz, apartados de los hombres, sin descendencia, retraídos de sus lectores y capaces de escribir excluyendo siempre una parte de sí mismos, ausentándose, obliterando así el miedo a la vida que les era constitutivo. Seres, como decía Calasso, que trabajaron arduamente por imitar la imagen de un hombre discreto y corriente. La fotografía de Walser muerto sobre la nieve no es menos dramática en su soledad que la de Couve recibiendo al cartero a través de la reja de madera de su casa en Cartagena con la que se abre este libro.
Me entusiasmaba, decía, la idea de que el Couve que comenzaba a perfilarse en estas páginas estuviera más cerca de la imagen de un artista tocado por una pulsión melancólica que de aquella adornada por la crítica, que asimiló muchas veces la historia de su vida a la imagen de un hombre “reaccionario y pedestre”, “temeroso de dios y de la virgen”, “mimado y anticuado”. Quizás lo era, quizás nunca hizo mayores esfuerzos por empobrecer ese relato, quizás entre aquello y su talante melancólico no existan mayores contrastes, sin embargo esta edición de sus entrevistas nos permite imaginar a un Couve más próximo a ese “gran espectáculo moderno” hecho de hombres hundidos en la tristeza, demasiado atentos a su finitud, pero que supieron convertir ese saber sobre la muerte en un artefacto visual y textual de primer orden. Hombres al mismo tiempo paralizados, enfermos, que no cesaron de interrogar incansablemente el lugar del arte y que saborearon frecuentemente ese plato poco apetitoso de su imposibilidad: “Al terminar El pasaje me enfermé seriamente. Y sufrí tanto con eso que no quise saber nada más de la escritura. Lo único que sabía en ese momento era que tenía miedo. Un miedo atroz, paralizante”, dice el escritor en una entrevista del año 89.
En Couve, ese ánimo hastiado es proporcional a un entusiasmo casi infantil por el arte, como si la vida fuera ella misma una lección de pintura, hecha de luz y de sombras. Porque para Couve la pintura no es otra cosa que una fórmula entre esas dos consistencias, una afinación extrema del ojo que debe declinar en “ecuaciones de perfección, síntesis y economía de medios” que tengan la fuerza de sustraer a las cosas del tiempo: “Mucho más importante que hacer cuadros es aprender a mirar -dice. Saber que la sombra es una cosa infinita hacia adentro, profunda, que no tiene cuerpo, un suceso peligroso, de evasión, de oscuridad. En cambio la luz tiene cuerpo, es hacia fuera, es un acontecimiento positivo”. Esa pasión por la luz y la sombra, por lo profundo y lo superficial, por lo infinito y lo caduco se convierte en una declaración de principios, en una disposición vital: la ilusoria eternidad del arte le devolvería al hombre la verdad de su propia duración, como si a mayor perfección del objeto artístico, mayor sensación de desgaste experimentara el hombre. Y Couve no quiso que esa certeza lo madrugara: “Aquí voy a poner mi quiosco, decía, para que me lo sople el lobo, la muerte”.
Que la lección más grande del arte sea para Couve aprender a “contentarse con la medida del hombre”, y que aquello se haya instalado en el corazón de su pensamiento estético, no puede hacernos olvidar las diferencias que afanosamente expuso entre pintura y literatura. Si bien a ambas les exigía una contracción del tema en favor del propio lenguaje pictórico o literario o por lo menos su equilibrio total –Couve era un modernista obstinado–, parecía aplicar allí la famosa distinción barthesiana entre texto de goce y texto de placer: “Me cuesta mucho menos pintar que escribir. Cuando pinto estoy feliz, pero no estoy creando. Se crea en el dolor nomás. La felicidad va en contra del talento. El talento es dificultad”. Pintar es traducir, escribir es pensar, parece decirnos Couve, para quien la pintura no dejaba de ser un asunto meramente retiniano, confortable y cuya tarea no consistía en “dar vuelta el calcetín” de la realidad sino más bien en plasmar su apariencia en un soporte sensible. La escritura, en cambio, estaba para Couve más cerca de una pasión o ética amorosa, hecha de inadecuaciones y misterios, de una puesta en crisis del lenguaje. Admirador de Eliot, Pound, de la antipoesía de Parra, del Neruda de las Residencias, de Juan Luis Martínez y Lihn, encontraba sobre todo en la poesía –su pasión frustrada– un lugar donde el lenguaje literario no abandonaba las palabras comunes sino que producía con ellas la ilusión de una lengua privada o íntima. Una lengua y no un tema, pues la literatura que se dedicaba a “destapar los techos del vecindario y contar lo que le ha pasado a los demás” le parecía de un mal gusto total.
Entonces, su poética es la del procedimiento y la forma, y no una del contenido. Así también, dice Pauls, es la poética del sentimental, hecha de siluetas, límites y encuadres, nunca de un sujeto concreto del deseo. Y justamente la literatura, mucho más que la pintura, es para Couve el lugar donde el amor –“las historias del corazón” – encuentra la posibilidad de exponerse en su contrariedad, en su hiperactividad significante: “Tal vez el amor no sea más que un encargo del recuerdo. Esa frase no está en ningún cuadro del mundo”. Enigmática frase del señor Balande que Couve retoma para remarcar el goce de la escritura, para señalar también por qué es posible ser un vanguardista en literatura y un conservador en pintura, actitud que estaría condicionada sobre todo por los propios valores formales de cada género.
En este libro, la muerte, el amor y la infancia aparecen hilando sutilmente el trabajo del arte, como si allí se consumara un principio de comunidad basado en una ética de la compasión primordial: una conciencia de la criaturidad de la vida, de la hermandad del miedo, de la exactitud de nuestra ignorancia. Por eso Couve aparece a veces como una especie de miniaturista, “que promulga las reivindicaciones de lo antiheróico, lo ilimitado, lo humilde, lo pequeño”, como si respondiera punzantemente a su sentimiento por lo fugaz: “No hay nada que admire más que las personas que no pretenden nada (…) admiro profundamente la modestia. Esas personas que pasan por la vida nomás (…) Lo que no dejó huella es lo que más huellas deja en mí”, anota. Y el realismo, que tanto defendió, no era otra cosa que la afirmación de ese filo casi indiscernible: “Los personajes del realismo son siempre personas anónimas, una espalda, los zapatos de una persona (…), un humor triste”. Un amor hacia lo cotidiano y lo nimio que bien podría poner a Couve en esa larga lista de escritores del “no” que Vila-Matas pone a desfilar en Bartleby y compañía, “retratos de la conciencia de paseo por el mundo, saboreando su bocado de vida, radiantes en su desesperación”.
Macarena García, en ese texto inteligente y fresco que escribe como introducción a La tercera mano, repara en el carácter contradictorio de Couve, de sus afirmaciones y premisas. La contradicción –“viejo reproche de la policía ideológica” – es aquí una potencia menos que un déficit, un principio de libertad total. Brecht reconocía en los exiliados, en la extraterritorialidad que los constituye, un buen ojo para las contradicciones. Y Cartagena era para Couve su lugar de exilio, su huída de Chile, la abreviatura de toda paradoja, hecha de calles americanas, de casas europeas destartaladas con vista al mar y a un par de vacas sentadas. En la contradicción radica también para Couve la potencia de Latinoamérica, una que el boom, en su afán por “vender una América fácil” a europeos ignorantes, convirtió en un vodevil romántico. “Su sutileza nos queda grande”, se queja, y recuperar su mezcla de tradiciones y disciplinas, sus referencias cruzadas y distantes entre sí es para Couve un atajo hacia una poética americana todavía en suspenso.
Y si de contradicciones se trata, la melancolía parece ser la disposición vital que más fichas apuesta a ese método o fuerza de la discordancia. Y es que ese Couve envuelto muchas veces en las sombras, no dejaba al mismo tiempo de esparcir humoradas por todas partes, quizás por desesperación o por un anacrónico ademán de clase. De sus representaciones de la fealdad, que siempre están hechas de una potencia visual estimulante, destellan las más bellas imágenes: mujeres elegantísimas que hervían coliflores y se bañaban en la misma olla, viejas con moños y zapatitos insufribles, fachadas de color verde baño, un hotel en Francia ubicado en una calle parecida a San Diego, casas pasadas a fritanga con una radio que no deja de sonar, periodistas con imaginación, un pintor de cincuenta años sentado delante de un caballete pintando paisajes. Horripilante, atroz, espantoso, son las palabras con que Couve tilda cada una de esas imágenes.
“La gran literatura es fragmento nomás. Uno debería ser tan valiente como para publicar solo fragmentos”. La tercera mano no es una novela, tampoco una biografía, son precisamente fragmentos de entrevistas que tienen una valiosa singularidad: cada uno de ellos, portando todavía la huella de su oralidad, la gracilidad y la urgencia de una respuesta, forman en conjunto un libro penetrante, en el que cada una de sus partes exige al lector detenerse allí pacientemente, hilarlas con cuidada atención, y lo que nace de allí es un Couve mucho menos tenue que el que tiempo y la desidia nos ha regalado. “No hay nada más grande que transmitir entusiasmo”, decía, y debo confesar que con ese mismo entusiasmo leí el libro que acabo aquí de comentarles brevemente.
Texto leído el 25 de octubre en la presentación de La tercera mano. Extractos de entrevistas de Adolfo Couve (Macarena García y Catalina Porzio ed., Alquimia ediciones, 2015)
roberto larraguibel
16 noviembre, 2016 @ 21:23
exquisito texto