No vale la pena que nos hagamos los lesos: Las malas juntas ha terminado por convertirse en un libro importante. Para algunos porque contiene varios de los mejores cuentos breves y brevísimos de las últimas décadas. Para otros porque, insumiso, dibuja un relato que no es nada complaciente con los perseguidos y los perseguidores de los primeros meses de la dictadura. Su valor fundamental está inevitablemente ligado a la discusión política, por cierto, pero no se trata de unos relatos cuyo tema central sea la dictadura. El arte mayor de este libro, creo yo, es que logra captar algo tan completamente evasivo como el golpe de estado, una experiencia que no tiene locación precisa, que no tiene un reparto acotado de actores, que está hecha de todo lo que era Chile en ese largo instante –un golpe parece ser cuestión de instantes, como el relámpago o la caída– que inauguró la violencia militar. En lo que sigue quisiera leer Las malas juntas como lo que, supongo, es: un conjunto vivo de relatos muy comunicados entre sí, un libro más emparentado con la novela que com la antología y que por eso puede crecer o contraerse, como lo hacen las novelas y como lo ha hecho este texto en sus ediciones sucesivas.
Lo que más me importa en Las malas juntas es una ecuación difícil de explicar y que tiene entre sus factores un determinado tiempo y un determinado espacio. En parte, solo en parte, ese tiempo tiene una fecha, 11 de septiembre de 1973; parcialmente puede decirse, pero se puede, que el espacio es Santiago de Chile. El libro se las arregla para ocupar ese día a lo largo de varias decenas de episodios que lo estiran infinitamente, un instante elástico en el que caben muchas personas, muchos lugares, muchos afectos contradictorios. El heroísmo estoico del viejo Gabriel Rebolledo, sobreviviente de Pisagua y padre de Juan, joven obrero que será fusilado en el Estadio Nacional; el reflejo profundamente clasista de un médico que, compartiendo el destino de víctima con compañeros de origen diverso, no puede sino arrebatarles el pan que luego faltará a todos; el grito dolorido del torturado, en fin, los segundos desesperantes que preceden a un allanamiento. Aunque pasen meses, años en algunos casos, siguen siendo Santiago de Chile y el 11 de septiembre de 1973. Se pueden sumar episodios y Urbina lo hace en esta edición definitiva, pero el resultado es siempre el mismo, como si los relojes se hubieran detenido eternamente al interior del libro. Cada cuento, por cierto, podría comenzar con la frase mientras tanto: mientras el decano entrega a sus estudiantes a la represión, una dama mantiene la compostura ante sus torturadores; mientras Voluntad Córdova intenta escapar de los milicos, otros milicos arrojan cadáveres al mar; mientras la mujer de un detenido vende los muebles para comer, otra mujer abandona a su esposo preso para hacer una nueva vida.
Hay algo profundamente religioso en ese tiempo que se alarga en los innumerables mientras tanto que jalonan Las malas juntas. Los hombres y las mujeres que transitan por sus páginas son como los fieles de un culto que hubiera esperado por siglos la venida del Mesías y que solo ahora, cuando por fin se presenta, entendieran que se trata de un ángel de la muerte y no de un Cristo redentor. Pensábamos que la historia era nuestra, parecen decir, que la hacían los pueblos, que no solo seríamos los testigos sino los que empujarían al mundo cuando se diera una vuelta de carnero. A la hora de los quiubos el mundo se volvió contra nosotros y no pudimos evitar su golpe. Este libro singular es quizá el único que ha podido mostrarnos la dimensión absoluta del 11 de septiembre de 1973, nuestro juicio final, el humilde fin de los tiempos chilenos. No es extraño entonces que encontremos por todos lados las señales del apocalipsis criollo: el desorden de las familias, las muertes abrumadoras, los nacimientos milagrosos.
Si esto es así, cabe entonces preguntarse por el narrador. ¿A quién pertenece esta voz que puede hablarnos desde el más allá? Algunas pistas: es alguien que, como estira el tiempo, llena la ciudad de Santiago de un modo imposible. Acompaña a hombres y mujeres hasta los cuarteles de tortura, se pasea por las comisarías y los bares de una ciudad desierta, se entromete en varias casas para hablarnos del miedo de sus habitantes. Tiene el don de la ubicuidad, traspasa paredes y no está sujeto al toque de queda. Espíritu perfectamente inquieto, tiene una sola limitación: no puede hablar con sus personajes. Los conoce, los quiere, entra en sus cabezas, pero es incapaz de consolarlos o salvarlos del dolor que les espera porque está en un nivel distinto del que ellos habitan.
Escuchémoslo en esta singular pieza, “Suma”:
-Cuánto son cinco más cinco –le preguntó el hombre del cuchillo.
-Siete –gruñó él.
Ya le habían cortado dos dedos, y como sabía que no iban a parar, aprovechó para descontar inmediatamente el próximo (95).
¿Quién pudo ser testigo de esta escena y vivir para contarla tan exactamente? Nadie. La violencia es como el amor, una relación de máxima intimidad; únicamente la conocen de verdad quienes la viven como víctimas y quienes la ejercen como victimarios. Puesto que, lo sabemos, los victimarios no hablaron ni hablarán, solo nos queda pensar que el narrador de este cuento es una víctima, la única que sí puede hablar en el presente horroroso de este largo 11 de septiembre y moverse con toda la libertad del mundo en el Santiago sitiado de 1973. Quien habla es la víctima que no está encarcelada, la que vive más allá del miedo. La que cruzó el umbral, la víctima que murió. Las malas juntas, quiero decir, cuenta lo que dirían quienes no sobrevivieron a la violencia si tuvieran una parusía, el regreso de la muerte, una segunda oportunidad sobre la tierra.
Esto que digo es una mera hipótesis, en todo caso. Es lo que alcanza a leer alguien como yo, nacido en 1973 y que solo ha conocido el golpe de estado indirectamente y de oídas. No sé, no puedo saber si lo que este libro pinta en mi cabeza siquiera se parece al recuerdo de quienes sintieron el mazazo de la violencia. Tal vez sí, lo que sería un milagro; muy probablemente no. Habría que sentarse a conversar entonces, porque el recuerdo verdadero de Urbina y el mío, que es falso, se han vuelto ahora, juntos los dos, solo palabras.
(N. del E.) Este texto fue leído en la presentación del volumen de cuentos Las malas juntas (Santiago: Lom, 2010), el 11 de enero del 2011, en el Archivo Nacional.