“La temática de Marín, sea esta una cosa u otra, es constantemente el enfrentamiento con el tiempo, con lo reconocible, y en eso él permanece como un extraño al momento vivido. Él se sienta en un café y mira a su alrededor un mundo que no reconoce como suyo porque es caóticamente distinto al que recuerda, aquel que constituye su experiencia y su identidad”
Los críticos literarios que han escrito sobre Germán Marín no escatiman elogios, y la mayoría de ellos destacan el peso de la memoria en su escritura: Marín recuerda, vuelve a vivir y enjuicia la realidad que enfrenta. La única comentarista que he leído que plantea algo crítico sobre este autor, manifiesta cierta molestia con algunos aspectos de la escritura de Marín que se relacionan con un vago aire anticuado, pasado de moda, cercano a la literatura realista de los bildungromane. Incluso califica el sonido del discurso de Marín como engolado y hasta sonríe, algo socarronamente, ante algunos hábitos que califica como propios de anticuario, refiriéndose a la costumbre de el escribir a mano en cuadernos de composición.

El resto de los críticos, incluido un artículo merecedor de un nicho aparte y firmado por el conocido columnista Carlos Peña –en el que aborda la escritura del autor desde una perspectiva cercana a la abogacía, arropada con filosofía– repito, todos los demás prodigan elogios y lo sitúan como entre los más importantes escritores nacionales de los años pasados. Quizás por lo mismo, parece incomprensible que nunca recibiera el Premio Nacional de Literatura mientras sí se otorgó a otros escritores con mucho menos mérito.
La mayor parte de los artículos que he recogido acerca de Germán Marín son textos críticos o reseñas de dos títulos de su autoría: la trilogía Historia de una absolución familiar (su opus magnum) y El Palacio de la Risa (su novela más conocida), no obstante su copiosa producción.
Marín nace en 1934 y muere en el 2019, a los ochenta y cinco años. Edita su primera novela, Fuegos artificiales, en 1973, un par de meses antes del golpe militar, en la Editorial Quimantú de la que era un frecuente colaborador. En ese momento, tenía treinta y nueve años y no era ajeno al mundo literario, tanto por su cargo en la mencionada editorial, como por una muy cercana amistad con Enrique Lihn, también asiduo colaborador en la misma editorial. La amistad íntima con Lihn cumplió con una función nutricia para con él. Lihn había incursionado en el mundo artístico a muy temprana edad, como poeta, novelista y dibujante; era cinco años mayor que Marín y debe haber sido algo parecido a un querido y confiable hermano mayor. Ambos dirigieron los ocho números de la revista literaria Cormorán, entre agosto de 1968 y diciembre de 1970.
Fuegos artificiales fue censurada por el régimen militar y suprimida de todo tipo de estantería permaneciendo oculta y al alcance de unos pocos hasta su reedición en el 2017. Marín sale al exilio radicándose primero en México por un par de años, donde trabajó en medios escritos hasta que, en 1976, se traslada con esposa e hijos a Barcelona donde permanecerá, sin publicar, durante diecisiete años hasta 1992, cuando regresa a Chile.
Durante su estadía en Barcelona, se sostuvo colaborando en la industria editorial como traductor y editor para, una vez de regreso en Chile, publicar en 1994 su primer tomo de la trilogía que se llamaría Historia de una absolución familiar. Esta vasta novela, de inspiración claramente autobiográfica, se inicia con un primer tomo, Círculo Vicioso, ampliamente aclamado y los dos tomos que le siguieron fueron igualmente elogiados. El segundo tomo, Las 100 águilas, fue publicado en 1997, y el tercero, La ola muerta, en el 2005. Entre estas fechas publicó otras joyas, las notables El palacio de la Risa, en 1995, e Idola, en el 2000.
Cuando publicó su Circulo Vicioso, tras veintiún años de silencio, Marín ya contaba con cincuenta y nueve años y, a partir de entonces hasta su fallecimiento entregó un numeroso listado de títulos, casi uno por año, motivando a Álvaro Bisama, uno de mis profesores en los cursos de Literatura Creativa de la PUC, a decirme en una conversación que sostuvimos mientras nos tomábamos un café durante un descanso:
—¡No se qué le pasa a este viejo que no para de escribir!
Vale mencionar que Álvaro Bisama es públicamente identificado como miembro de la corte de admiradores de Marín, junto a Alejandro Zambra y Rafael Gumucio. Ambos son, junto con otros, material inspirador de la olvidable novela de Patricio Fernández, Los Nenes, que contiene una indiscreta revelación acerca de Marín y que le costó una perdurable enemistad con él.
El tono, ritmo, lenguaje, sintaxis y la atmósfera que propone Marín resultan muy propias de él. Esas frases de cuarenta o más palabras, con varias comas intercaladas y que sugieren una navegación ideativa pausada, cuidadosa y atenta a los detalles con los que compone sus descripciones, prácticamente nadie las utiliza, están fuera de uso. Es por eso que otros críticos, como Camilo Marks y Grínor Rojo, lo afilian a un gen proustiano, ese que motivó a Walter Benjamin a describir la narración de Marcel Proust como un Nilo.
La comparación con Proust puede servir como referencia, pero la escritura de Marín no es un producto visible de la influencia del genio francés, si bien es cierto que el misterio de la memoria, medular en Marín, es central como elemento constitutivo de la creación proustiana. Resulta aceptable cierta familiaridad con el francés, especialmente cuando Marín acude a la parsimonia o es cuidadoso en la selección de las palabras y en el desarrollo del fraseo, buscando exactitud y precisión. Sin embargo, quien afirma que Marín es un clon o un imitador se equivoca groseramente. Quizás Proust llevó ese estilo de escritura a la perfección, pero la descripción lenta y detallada es característica de la novela realista dominante en los años de vida del escritor francés.
Este estilo le proporciona a Marín un coherente fondo de musicalidad al contenido, que ha sido descrito por varios críticos como dominado por una significativa nostalgia, que es más existencial que sentimental o anecdótica, y que, en un plano ligeramente irónico, lleva a cierta crítica literaria a lanzarle encima el mote de anticuario deliberado, de hacerse propositivamente demodé, en una rebeldía contra cíclica.
El ritmo de la prosa de los años de gloria de la novela, esto es, los dos últimos tercios del siglo XIX y las primeras décadas del XX aún reflejan la cultura que va extinguiéndose. La velocidad y el culto por la carrera tecnológica que camina paralela con la revolución industrial va acelerándose progresivamente y, ya entrado el siglo XX, ese estilo parsimonioso y meditativo va siendo desplazado por una escritura para la que el calificativo de ágil podría ser tímido. Más bien es un estilo casi brusco, de brochazos rápidos, fraseo económico, con lo que se pretende destacar las luces y colores y marcar las líneas que limitan, que hacen el borde, de los elementos expuestos. Es una cultura de apremio y agitación. No obstante, aquí y allá siguen floreciendo algunas plumas que escriben sin vértigo como es, por ejemplo, la de W. G. Sebald.
En una muy lograda reseña sobre La ola muerta, el tercer tomo de la trilogía mariniana, Camilo Marks anota que cuando Marín comenta que “…nunca he logrado, como Proust, Conrad, Faulkner, realzar ese aroma que es el fantasma radiante del mundo literaturizado”, parece inconsciente de haber concebido una narración notable. Marks destaca este logro que hace crecer a Marín a la altura de esos venerados nombres cuando emprende el último capítulo de La ola muerta, donde los ya ausentes protagonistas del inicio de la trilogía vuelven a surcar las aguas del río Imperial a bordo del ferryboat.



Es un lenguaje, una prosa embellecida por sonoridades poéticas, que busca plasmar en palabras lo más precisas posible los tonos de la atmósfera y la realidad de los espíritus. Pienso que es la búsqueda inclaudicable de ese tipo de precisión lo que lo lleva a utilizar esa sintaxis, incurriendo con ello en una exposición que hace que la crítica ya mencionada lo moteje como con afanes de anticuario. Es efectivo que Marín utiliza imágenes obtenidas en la cultura de hace unos decenios, un espacio donde las protagonistas eran las radioemisoras que pregonaban musicales jingles de gominas, zapaterías y sastrerías, ofrecían radioteatros y programas nocturnos salpicados de boleros y tangos, forzando al lector a bajar la marcha, a respirar con mayor pausa, a serenarse para indagar en su propia memoria; se podría decir que hasta para mantenerse peinado. Por cierto, resulta esperable que a un importante sector del público lector actual ese ritmo le parezca demasiado ajeno a sus mundos y experimenten impaciencia. Buscando una ilustración para esto, recuerdo haber leído una vieja crítica, firmada por Joaquín Edwards Bello en la que zarandeaba En busca del tiempo perdido porque su lectura le resultaba tan desesperante como observar la marcha de un caracol. Por eso, Marín no es un escritor de gusto masivo y es más de preferencia de lectores de mayor edad o con metabolismo más lento, u otros criterios para evaluar las obras literarias.
La temática de Marín, sea esta una cosa u otra, es constantemente el enfrentamiento con el tiempo, con lo reconocible, y en eso él permanece como un extraño al momento vivido. Él se sienta en un café y mira a su alrededor un mundo que no reconoce como suyo porque es caóticamente distinto al que recuerda, aquel que constituye su experiencia y su identidad.
En su trilogía, Marín recorre casi cuatro décadas, desde los años 20 del siglo pasado hasta finales de los 50, a través de un relato en buena parte autobiográfico; sin embargo, visto más ampliamente, es un relato de las transformaciones históricas y sociales de Chile. Es un verdadero fresco sociológico, político y, por supuesto, psicológico. Muy centrado en la clase con la que se identifica, la clase media a la que va a dar su padre, Raúl, por la quiebra del abuelo al perder las tierras de su propiedad, asediado por acreedores. Este abuelo desciende, con su hijo, un par de escalones sociales desde la clase original, como terrateniente de la frontera sureña, y el padre debe emplearse, casándose con una hija de inmigrantes italianos empeñados en subir en la escala social. Marín nace y crece perteneciendo a una clase media algo acomodada. Por supuesto esta clase media es más claramente identificable en sus parámetros que lo que actualmente se denomina como tal. Esa era una clase con límites más claros y cierta homogeneidad cultural y cívica, muy distinta a la manoseada clase media actual que guarda semejanza con lo que llamaríamos un cajón de sastre, por su oceánica heterogeneidad.
En El palacio de la risa, en un escenario demasiado cambiado, lleno de los vapores macabros provocados por la crueldad oficial del régimen militar, el narrador, un retornado desde muchos años de exilio, intenta reconocer o recuperar la apreciación del mundo que conoció en su juventud, cuando llegaba de visita a la mansión de la Avenida Arrieta que, con los cambios sucesivos de dueño fue mutando hasta llamarse Villa Grimaldi, luego se transforma en discotheque y culmina como un atroz centro de tortura y muerte. Nos enfrentamos a la incapacidad de Marín para reconocer a ese Chile y a esa época como suya.
En ese sentido, El palacio de la risa es una versión más condensada o precisa de su vivencia como extranjero en su propia tierra. También se podría decir que es una versión más política. El Chile con el que se encuentra a su retorno es un país que se le hizo irreconocible porque una cirugía violenta, implacable, se aplicó sobre el cuerpo de la nación en el quirófano de la historia y lo transformó en un cuerpo extraño que motiva en él una profunda y perdurable melancolía.
En efecto, el tono emocional de la pluma de Marín, que por momentos puede adquirir gran crudeza erótica, corresponde a una melodía melancólica. Ese afecto, la melancolía, es más preciso y acertado que la tristeza, para entender su obra. La melancolía se acerca más a un aquietamiento contemplativo que es perfectamente compatible con la productividad literaria. En realidad, la tristeza no calzaría con su carácter ni con su disposición a decir las cosas por su nombre y que tantas enemistades le significó. No es extraño que se diga, en ciertos círculos literarios, que a Marín no le dieron un muy merecido Premio Nacional de Literatura por pendenciero y por ser muy poco afecto a la conciliación. Tampoco calza con su incansable productividad y vale tener en consideración que murió, en diciembre del 2019, tras una larga y debilitante enfermedad, y ese mismo año, un par de meses antes de su fallecimiento, publicó su último libro, Un oscuro pedazo de vida, que salió a la venta el mismo mes de su muerte. En ese libro Marín nos lega, con su estilo e imaginería de siempre, con la lucidez y elegancia de un caballero antiguo, la muestra de su implacable descripción de los límites de la existencia.
Fuente de las imágenes de esta publicación: Memoria Chilena.