En el Museo de Arte Contemporáneo de Quinta Normal, bajo el marco de la exposición “Zona Común”, se exhibe desde el 8 de septiembre hasta el 11 de noviembre la obra “Muros” de Daniela Rivera. Rivera, artista chilena radicada en Boston, viajó por diversas metrópolis del arte en Europa y Estados Unidos, visitando los museos más importantes del mundo y documentando nada más ni nada menos que sus paredes. Éste, y ningún otro, sería su modelo para pintar una serie de más de sesenta obras.
Al entrar a la sala del Museo de Arte Contemporáneo que alberga la obra de Daniela Rivera, el espectador se encuentra con una gran cantidad de cuadros que se agolpan a lo largo, ancho y alto del salón. Cada lienzo por separado parece indescifrable -algunos son prácticamente abstractos-, pero al observar el conjunto y al leer los títulos de las obras el espectador comienza a reconocer el modelo original de las pinturas y comprende que allí, en un museo de Santiago en el lejano país de Chile, se han depositado fragmentos de los museos más importantes del mundo.
La mirada de Rivera es descentrada, y no sólo porque traslada los muros de los museos -representación de la institucionalidad artística- desde los centros hegemónicos del arte mundial hacia la periferia que representa Chile en el panorama artístico internacional. No sólo por eso, sino también porque la propia contemplación de la artista es descentrada. Al visitar los grandes museos, Rivera se detiene frente a lo que no es aparentemente importante y en vez de prestar atención a las obras de arte propiamente tales, observa contemplativamente aquello en lo que nadie repara: lugares de tránsito y funcionamiento del museo, carteles con los títulos de los cuadros, puertas cerradas, grietas abiertas, pasta muro sellando la pared, rayones sobre el muro. “Ventilación pasillo a la pasada”, “Subterráneo a la pasada”, “Fragmentos de pared con la sombra de un marco a la pasada” son algunos de los títulos de sus obras. Me es fácil imaginar a la artista desplazándose con agilidad por el museo y buscando obsesivamente todos aquellos rincones abandonados por los ojos del público que a la pasada puedan transformarse repentinamente en inspiradores.
La obra de Daniela Rivera no se detiene en un grandioso cuadro barroco o en una pieza magistral del arte moderno, sino en la sombra que éstos proyectan sobre el espacio del museo. La artista pinta una “pared con fantasmas de colgadas pasadas” o la sombra de un marco, representando ante todo el rastro del cuerpo que otro enfocaría. Proust habría descartado rápidamente el nombre “Muros”, por considerarlo demasiado literal, y habría titulado la muestra “En busca de la obra perdida”. Ése es probablemente el tema principal. “Fragmento de pared contaminada por obra de arte” se titula otro cuadro. La obra contamina el encuadre que la artista elige, pero al mismo tiempo es ineludible y necesaria, puesto que sin ella el museo mismo no tendría sentido. El museo no existiría sin muros que lo sostengan y los muros no existirían sin la obra. El museo es el contenedor del arte y el muro el rastro de la obra. Cuando el museo es representado, también lo son indirectamente las piezas artísticas, puesto que éstas son condición de la institución museográfica. La pared roja del Musée d’Orsay que pinta Rivera es importante porque la Olympia de Manet está colgada en ella. La observación de la artista se define entonces como centrífuga, pues opera desplazando la importancia y el foco de atención desde la obra, elemento central, hacia el propio museo y sus esquinas. Es una mirada que no busca directamente la obra de arte, sino su contorno, lo que la rodea y contiene. Rivera se distancia de la presencia física del objeto artístico y pinta entonces aquel elemento del museo que justamente nos impide acercarnos a él: las barreras de seguridad. Una cámara de vigilancia también ha sido representada y colgada por la artista en lo alto del salón. La actitud de Rivera es como la de esa cámara de vigilancia que, ubicada dentro del museo, no enfoca ni las pinturas ni las esculturas, sino cualquier cosa que alrededor de ellas pueda llamar la atención. El cuadro marcado por el número dos, que representa en pintura un trozo de pared del Louvre sobre el cual cuelga literalmente una fotografía enmarcada de otro pedazo de pared, da cuenta de cuál es el motivo principal de la muestra: lo descentrado como obra.
Más se radicaliza aquel tema, cuando el visitante descubre que el trabajo de la artista no está enteramente contenido en la sala que lleva como título “Muros, Daniela Rivera”. A lo largo de todo el edificio, y confundiéndose con la señalética de seguridad original del MAC, hay unos pequeños cuadritos con la señalética importada de los grandes museos. Este hecho expresa también una actitud descentrada. El montaje de la obra es centrífugo y eso exige que el espectador observe fragmentada y descentradamente. Los pasillos del Museo de Arte Contemporáneo y sus paredes ya no son un territorio neutro que conduce de una sala de exposición a otra. Uno debe caminar atento por esos espacios intermedios, pues allí ha de encontrar arte. La misma disposición de la artista al recorrer los museos es adoptada entonces por el espectador. Éste está obligado a hacer el recorrido que la pintora haría en búsqueda de inspiración y debe descentralizar su mirada focalizándola en las esquinas del museo.
Hasta el momento he hablado del lugar de exposición, del montaje y de los motivos de los cuadros como elementos todos descentrados. ¿Pero qué ocurre con la pintura propiamente tal, con la manera en la que el lenguaje pictórico se despliega para representar lo que se ha elegido representar? Pues justamente en ese plano no existe una actitud descentrada, sino todo lo contrario. Al acercar los ojos a los cuadros se ven las líneas de la regla que han servido para la construcción exacta de los fragmentos museográficos. El rastro del pincel se somete al contorno del lápiz y es obediente con las marcas que éste ha delineado. Dejar de observar las grandes obras de la historia del arte universal y representar la pared sobre la cual han sido colgadas es sin duda una actitud osada y quizás hasta irreverente, sin embargo, nada de esa rebeldía se refleja en el lenguaje empleado para pintar aquellos temas.
A mi parecer, la artista podría haber adoptado dos disposiciones frente a la realización material, por así decirlo, de esta obra: los cuadros podrían haber sido pintados descentralizada y centrífugamente o centralizada y centrípetamente. La primera actitud, descentralizada y centrífuga, tan persistente en todos los otros ámbitos de la exposición, podría haberse encarnado también en el puño y pincel de la artista, pero no fue así. Elegir esta primera disposición frente a la creación implicaba el riesgo de que los cuadros se hiciesen borrosos y los espacios representados menos reconocibles, pero tenía a mi juicio una enorme ganancia: la manera en que la pintora se hubiese dispuesto frente a la tela habría sido equivalente a la forma en que ella misma se dispone frente al museo, a la manera en que ella observa a la pasada las esquinas y recovecos de las grandes salas de exhibición. Ese a la pasada, reiterado en los títulos de sus cuadros, no se refleja en la manera calculada y milimétrica en que ha sido dispuesta la pintura sobre la tela.
La segunda actitud, centralizada y centrípeta, es más cercana a la elegida por la artista. Que el pincel se centralice con insistencia absoluta en aquello que está totalmente descentrado como tema es asimismo una posibilidad coherente dentro del contexto general de la exposición. La condición centrífuga del motivo, del montaje, del lugar de exposición, también podría invocar una actitud opuesta, de concentración e insistencia, a la hora de pintar. Elegir como tema principal del cuadro algo aparentemente insignificante, es decir, un elemento centrífugo del museo, exige bajo esta segunda lógica pintarlo con lupa, como si fuese una joya, es decir, focalizada y centrípetamente. Una joya es delicada, como sin duda el trabajo de Daniela Rivera lo es, pero además es producto de la labor insistente del joyero que la diseña, funde los metales, le da forma, la pule, le incrusta otros materiales, le saca brillo. Esta insistencia, que en pintura podría traducirse como abultamiento de materia, capas superpuestas, borramientos, retoques, barnices, etc., es algo que de manera personal extrañé en la exhibición.
A pesar de todo esto, la obra de Rivera es efectiva y funciona en la medida en que interpela al espectador y lo hace asumir, a la hora de visitar la muestra, las actitudes deslocalizadas propias de la lógica general de la exposición. La obra “Tilted Gallery or 1 ton of oil on canvas, wood, clamps, rope and more”, instalación que a partir de la unión de cinco bastidores genera un espacio interior al cual el espectador puede ingresar, funciona también en ese sentido. Los cuadros representan nuevamente las paredes de un museo, pero esta vez la unión de los bastidores construye un espacio tridimensional. La estructura, elevada por una esquina para facilitar el ingreso, pierde las verticales y horizontales, por lo que al ingresar en la obra el espectador igualmente pierde su centro y se marea experimentando el vértigo. Al igual que las dos columnas ladeadas, que a la entrada de la sala de exposición se apoyan en la pared abandonando su función primordial de soporte vertical y adoptando una estructura diagonal, en “Tilted Gallery” el espectador también es testigo de una inversión. Las paredes de esta estructura son de tela y un pequeño cuadrito real de madera se posa sobre la pared representada. Este intercambio de materiales (gran pared blanda de tela y cuadrito sólido) nos habla una vez más de lo que la muestra ha intentado comunicar una y otra vez. El muro, una superficie sin aparente carga emocional, desatendido por las miradas de los visitantes de los museos, olvidado en sus esquinas y rincones, pero depositario del rastro del arte y del paso del tiempo, puede sin lugar a dudas convertirse en el tema principal de una obra de arte.