Fernando Pérez nos reseña hoy el libro “Dinosaurios”, de Pablo Fante, cuyos poemas son, en su visión, “una poesía situada, no tanto en el sentido lihneano, sino más bien en el de site-specific”, es decir, son concebidos “al menos parcialmente para un lugar y una ocasión”, y pensada ”para un medio oral, vocal, sonoro, en vivo, que pasa a lo escrito solo como un segundo paso, casi como un registro derivativo del evento original”, aunque con énfasis, en “el gesto material, objetual, a nivel táctil, visual, afectivo, a contrapelo de nuestros hábitos de lectura desde su formato apaisado y sus páginas transparentes”.
En noviembre del 2018, fuimos invitados con la Orquesta de Poetas al Mundial Poético de Montevideo, un evento que reúne cada año a poetas de diversas latitudes (con énfasis en Latinoamérica pero también algún europeo y norteamericano). Propusimos, además de presentar nuestro trabajo colectivo de poesía y música, participar como escritores individuales en algunas de las lecturas del encuentro, y los organizadores aceptaron. Los festivales de poesía, y las lecturas de poesía en general, son acontecimientos curiosos. En ellos muchas veces textos pensados para una lectura silenciosa, individual, concentrada y libre de distracciones se presentan en lugares ruidosos, incómodos, mal iluminados, en que la voz del poeta, muchas veces débil y mal modulada, o plana e inexpresiva, lucha contra el ruido de fondo de conversaciones, comentarios, movimientos del público. Textos construidos con infinito cuidado y delicadeza en los detalles, que requerirían el mismo cuidado para comprenderse y apreciarse, se presentan aceleradamente, en cantidades muchas veces superiores a la capacidad de atención de los auditores, combinando sin ningún criterio curatorial estilos poéticos completamente incompatibles. Por favor no más de diez minutos, nos pidieron, porque son muchos poetas en cada una de las lecturas. Era, entonces, un difícil desafío.
A Pablo Fante le correspondió una lectura muy tarde en la noche, en un bar, al final de un día cargado de actividades. Quienes conocen su obra recordarán que los poemarios Sed de fluir (2010) y Verde noche (2013) están compuestos por textos densos, que exploran la métrica clásica del castellano, en general en forma de sonetos. Para mi gusto, sobre todo en el segundo, Pablo alcanza un nivel notable de maestría en las texturas materiales del sonido que se compenetra admirablemente con los temas que trabaja: la muerte, el cuerpo, la voracidad, el tiempo, la materia, hasta el punto en que, como en toda verdadera poesía, no tiene sentido hablar de un plano sonoro por un lado y por otro un plano de sentido, sino que se vuelven indisociables. Un trabajo como ese podía ser difícil en el contexto de una lectura tardía en un bar.
Fante optó entonces por leer uno de los textos que hoy presentamos (y que yo recordaba a partir de nuestras conversaciones como un texto escrito especialmente para la ocasión, aunque él me aclaró que no fue exactamente el caso), con su sintaxis simple y coloquial, su fraseo repetitivo, casi hipnótico, que entreteje imágenes tenues, levemente deslavadas. Me interesa mucho esta idea de una poesía situada, no tanto en el sentido lihneano, sino más bien en el de site-specific, concebida al menos parcialmente para un lugar y una ocasión (contra los poetas que llevan lo suyo donde van, indiferentes al contexto, al público, al entorno físico). Me interesa también la idea de una obra pensada para un medio oral, vocal, sonoro, en vivo, que pasa a lo escrito solo como un segundo paso, casi como un registro derivativo del evento original (se trata siempre, por cierto, de oralidad secundaria, de textos escritos para ser leídos en voz alta, no de textos concebidos y ejecutados oralmente). No es en realidad ese el caso de este libro, ya que claramente se propone como un gesto material, objetual, a nivel táctil, visual, afectivo, a contrapelo de nuestros hábitos de lectura desde su formato apaisado y sus páginas transparentes, pero sí me parece que el texto conserva rasgos de su origen.
La primera versión que leí de Dinosaurios (cuando Fante me pidió que la imprimiera para la lectura) tenía como subtítulo, entre paréntesis “remix poético”, y en efecto el texto es algo como una serie de variaciones sobre el conocido texto de la canción “Los dinosaurios”, de Charly García, mientras que Todos vuelven dialoga con un tema muy conocido en la versión de Rubén Blades (pero compuesto originalmente como un vals peruano por César Miró, escritor y compositor amigo de César Vallejo, en los años 40). Son textos, entonces, que trabajan con la línea de la reescritura, de la apropiación, en este caso no literal sino en sentido amplio: estos textos nos dan la sensación de algo vagamente conocido, familiar, pero no del todo reconocible ni identificable. Canciones que quedaron impresas en nuestra memoria afectiva pero que el tiempo ha ido borrando y que vuelven como ecos lejanos en estos poemas. De hecho, al leerlos uno siente que podrían ser ecos también de otras canciones, tal vez sin intención, a mí me hacen pensar por ejemplo un referente más pop, el Manu Chao de “Clandestino” o “El desaparecido” (“Me llaman el desaparecido / Cuando llega ya se ha ido / Volando vengo, volando voy / Deprisa, deprisa a rumbo perdido”). Hay aquí una curiosa relación entre literatura y música popular, o cultura popular en general, en esta poesía construida a partir de esas canciones que en inglés se conocen como earworms, gusanos auditivos, criaturas que se introducen en nuestros oídos y quedan para siempre dando vueltas en nuestras cabezas, modelando nuestra vida afectiva, listos para regresar a la conciencia en cuanto algo los llame.
Tengo todavía fresca la sensación, más bien la conmoción, que me causó escuchar la canción de Charly por primera vez. No es que recuerde la ocasión exacta, ni las circunstancias, sino que ese estremecimiento incontenible que se produce cuando una canción nos toca, nos llega a la médula. Con algunas canciones que me conmovían así, recuerdo que intentaba no escucharlas tanto, por miedo a gastarlas, a romper su encanto. Pero han pasado los años y, a diferencia de otras canciones que ya no soporto, basta que suene ese inconfundible arpegio ascendente que lleva a un acorde mayor con novenas seguido por la dominante menor, dibujando la misma figura, para que se dispare la memoria involuntaria y yo vuelva a ser por un momento ese adolescente deslumbrado por la convergencia de un sonido, una atmósfera, una voz, una armonía, una serie de gestos sonoros que proyectan y potencian las palabras hacia dimensiones afectivas más allá del contenido. La letra de la canción enumera repetitivamente todo lo que va a desaparecer o puede desaparecer (los amigos del barrio, los cantores de radio, los que están en los diarios, la persona que amas…), hasta que esa repetición se rompe con la afirmación rotunda “pero los dinosaurios van a desaparecer”, un gesto reforzado por una resolución armónica inesperada.
Pablo Fante es, además de escritor, un músico notable, capaz de transitar fluidamente desde la improvisación libre hasta los ritmos de la cumbia, desde un Groove bluesero a los contratiempos de la cueca, pero en estos textos me parece que no prima la musicalidad: no sólo no se trata de canciones, sino de textos que deliberadamente evitan la condensación de las formas cerradas como el soneto, y optan por un efecto atenuado, disperso, dependiente de la repetición con variaciones de ciertos motivos, palabras, giros sintácticos. “Dinosaurios” y “Todos vuelven” diluyen la intensidad en un monólogo dramático, a lo Robert Browning, con mucho de teatral (de hecho, conversando por chat con Pablo para preparar esta presentación me comentó que los escribió como parte de una serie de poemas extensos con el mismo tono en una época en la que estaba traduciendo mucho teatro). Son textos escritos en primera persona, pero claramente emitidos desde un lugar de enunciación ficticio, que recuerda por momentos al “Soliloquio del individuo” de Nicanor Parra: “Yo soy el Individuo. / Primero viví en una roca / (Allí grabé algunas figuras). / Luego busqué un lugar más apropiado. / Yo soy el Individuo. / Primero tuve que procurarme alimentos, / Buscar peces, pájaros, buscar leña, / (Ya me preocuparía de los demás asuntos). / Hacer una fogata, / Leña, leña, dónde encontrar un poco de leña, / Algo de leña para hacer una fogata, / Yo soy el Individuo.” Como en Parra, la voz que habla en estos poemas es todos y nadie: “Me desplazo / me muevo / Siempre para adelante / desde que aprendí a pararme / y mover el esqueleto / desde que me eché a andar / sin vuelta atrás sin remedio / cada vez más lejos de otros brazos / ando de un lado a otro / Me agito / como electrones libres / me desplazo / me muevo…”, escribe Fante en “Todos vuelven”, un texto que resuena fuertemente con el contexto social y político actual de crisis migratorias con desplazamientos forzados y restringidos.
Más difícil es tal vez el desafío de darle voz a los desaparecidos. Lo intentó Zurita con el notable Canto a su amor desaparecido (que recuerdo que me conmovió en la misma adolescencia en que escuchaba a Charly, pero al que a diferencia de la canción me cuesta volver hoy en día por su exceso de pathos). En contraste con ese ejemplo, apareció recientemente 11 de Carlos Soto, que trabaja desde la objetividad del documento intervenido, desde efectos de montaje, evitando todo comentario explícito, reduciendo a cero el sentimentalismo, lo que tal vez da mayor espacio para que sea el lector quien sienta, piense, recuerde, reflexione. Recuerdo también algunos monólogos memorables en Ejercicios de enlace, de David Bustos, y recientemente estuve leyendo Documental de Jaime Pinos, que también intenta hacerse cargo de este imperativo de memoria a partir de una propuesta de poesía no ficcional: la poesía no debe engañar, escribe, y agrega, refraseando el dictum de William Carlos Williams “No ideas but in facts”. Su propuesta de “buscar una poesía basada en los hechos” me parece potente, pero me pregunto si es ese el lugar más fructífero para la poesía, si pensamos los hechos como verdades históricas o contingentes. Frente a esta propuesta tan frontalmente basada en la toma de posición y en la representación de los hechos “tal como fueron”, me inclino a pensar en la frase de Pessoa, “O poeta é um fingidor” y a suponer que el aporte de la poesía frente a la historia y la política pasa por otro registro que incluye lo ficticio, la imaginación, el juego, antes que la referencialidad directa.
Una de las definiciones de la figura retórica de la prosopopeya es “hacer hablar a las personas muertas o ausentes”, es lo que hacen estos poemas de Fante, y me parece que se hacen cargo de la dificultad de darle voz y rostro a quien no los tiene a través de un monólogo que se disuelve y que no corresponde a ningún sujeto o contexto en particular. La transparencia de papel nos deja entrever una textura de manchas que, semejantes a nubes o a los trazos repetitivos del Michaux de Mouvements, se encuentran en la zona ambigua entre lo informe y formas vagamente antropo o zoomórficas. Manchas y trazos, indicios de vida y rastros de presencia que persisten contra el fondo oscuro del que surgen. Voces sin rostro que resuenan, reverberan todavía entre nosotros, fantasmas que persisten, como el eco de las canciones, listas para despertarse cuando algo las remece. “It is difficult to get the news from poems”, escribió William Carlos Williams, “yet men die miserabley everyday for lack of what is found there”. La poesía, escribió su amigo Pound, es “news that stay news” noticias que siguen siéndolo cuando se disuelve su actualidad, o bien novedades que no pierden su frescura. Creo que algo de eso es lo que nos traen estos dos breves volúmenes de Pablo Fante.