Para quien recientemente haya decidido dedicarse al robo profesional, podría resultar de utilidad el recién publicado libro de Alfredo Gómez Morel, El mundo (Tajamar, 2012), tercera parte de la proyectada tetralogía Mundo adentro montado en un palo de escoba (reacios a la inconclusión y a las sutilezas filológicas, los editores prefieren hablar de una trilogía). Con la minucia de un preceptista, en el capítulo tercero el narrador nos ofrece prácticos consejos para detectar las propiedades que se encuentran momentáneamente abandonadas por sus ocupantes; obtener información valiosa de los cuidadores o liquidar a los molestos perros guardianes. Al igual que en sus libros anteriores, aquí también Morel se esmera por registrar paso a paso los rudimentos de su arte, temiendo que la experiencia acumulada por el moderno gremio de Caco se pierda para siempre en el olvido.
Ahora bien, quienes prefieran evitar el gesto quijotesco y limitarse al uso literario del texto (novela según los editores, autobiografía para el narrador), aquí asistirán a la consolidación de la carrera de Alfredo, iniciada en El río (1961) e internacionalizada en La ciudad (1962). En El mundo, vendría a quedar plenamente acabada su “estructura delictual”, incompleta aún a su llegada a Colombia desde Perú, como nos deja claro al inicio. Y si en sus andanzas en el Mapocho se dedicaba principalmente al robo y en Perú hacía de las suyas en el narcotráfico, en esta última entrega, ya más maduro, Alfredo alcanza la categoría de mercenario para las FAO o Fuerzas Revolucionarias Obreras (guerrilla paramilitar de derecha, según el texto de la contraportada). La novela, de cuyo original el escritor Gonzalo Hernández intentó “limpiar las impurezas” para “dejarlo en un estilo directo y sencillo, fiel al espíritu del autor”, comienza en el año 48, cuando Alfredo es testigo del homicidio del presidente Eliécer Gaitán y del posterior alzamiento popular conocido como “bogotazo”. Luego, repasa su inserción en el hampa colombiano, a comienzos de los 40, y las intrincadas misiones que le encarga el grupo revolucionario durante el resto de la década en distintas regiones de Colombia, en Panamá y en México. Hacia el final se retoman las circunstancias que siguieron al alzamiento del 48; Forrest Gump latinoamericano —siempre oportuno en los momentos históricos más decisivos—, Alfredo viaja al Haití de Papa Doc y sus tonton macoutes, a la Cuba de Batista y de nuevo a Colombia, donde finalmente cae preso en un penal amazónico tipo Papillon.
Durante estas aventuras, el personaje llena todos los vacíos de su formación y al final ya no le queda ilícito por cometer ni riesgo que sortear (ha salvado de todo milagrosamente, como el rubio de la película). En retrospectiva y bajo una mirada panorámica es tiempo de decir que la “trilogía” configura un carácter sólido, que jamás traiciona su psicología, estructurada por un firme sentido de autoaceptación y pertenencia gremial al hampa. Del mismo modo que un satánico no estaría de acuerdo con la idea de liquidar a Dios o sugerir su inexistencia, Alfredo nunca se propondrá combatir la desigualdad con sus actos (sus patrones rebeldes le parecen unos pobres idealistas alucinados), puesto que de ella depende el delito, y ese es su elemento natural. Sin embargo, se trata de un moralista invertido, que asume su marginalidad criminal como un itinerario de degradación o empeoramiento con respecto al recto camino que supondría la sociedad (ideal) y sus márgenes legales; asume su posición sin remilgos, pero siempre comprendiendo el carácter ponzoñosamente parasitario del hampa, fruto del mal funcionamiento social. Y si Alfredo odia esta ineficacia no es por las pellejerías que sufren millones de personas, sino porque propició las pellejerías de su infancia por medio de la prostitución de su madre. No hay tal cosa como una conciencia social cuando el narrador, al finalizar sus actividades en las FAO, dice: “El odio a un sistema hipócrita, corrupto e injusto, había madurado en mi espíritu”.
Y es que aparte de moralista invertido, Alfredo es un realista duro, seguro de que tarde o temprano toda utopía termina por estrellarse contra el esencial egoísmo humano. Su único principio consiste en obtener el premio mayor ahí donde le ha tocado competir. Consecuentemente con esta filosofía, el otro Alfredo, el autor, que a fin de cuentas ha novelado sus propias correrías y por eso podemos identificarlo con el personaje, no escatima esfuerzos a la hora de autoexaltarse. En la epístola-prólogo a La ciudad, Morel señala que su caso sólo es comparable al del poeta cuchillero François Villon y al del cuentista y estafador norteamericano O’Henry. El resto de los que han alzado la pluma para retratar los bajos fondos no pasan de ser unos niños de pecho. Aunque la radicalidad de su experiencia y la hondura de su documento podrían, en algunos aspectos, dice, parangonarlo con San Agustín y Amiel; por la santidad atormentada del uno, por la neurótica lucha contra la mediocridad del otro.
En el caso de El mundo, el exhibicionismo y la autoexaltación de ese prólogo se hallan incorporados exquisitamente a la ficción. Las mujeres más voluptuosas se enamoran de Alfredo, momento en que también el estilo se erotiza y vanagloria en un lirismo entre meloso y oscuro que recuerda la violencia sexualizada de las películas de James Bond o de los inefables videoclips de Guns n’ Roses. El “caminar” de una prostituta en un bar es “ondulante como el de una serpiente herida”, y para ella el amor es tan barroco “como morir y resucitar a cada instante” o “Dudar y creer a la vez”, y puede realizarse “tendida en un jardín o hundiéndose en un charco de sangre y barro”. La prostituta le regala un “silencio aterciopelado”, y su “cuello de alabastro resaltaba como podría hacerlo un copón de nieve colocado sobre un trozo de seda negra”. Hay que reconocer que este delicioso modernismo de teleserie, obra de un Rubén Darío envuelto en látex, no puede estar mejor escogido a la hora de retratar el encuentro de dos personajes marginales, al anochecer, en un bar de los bordes de Bogotá.
Resulta más o menos evidente que en El mundo las experiencias de Morel han sido filtradas a través de un imaginario de novela negra y película de espionaje, pero el aire de impostación, el amaneramiento y el tono afectado de la novela operan bajo las órdenes de una conciencia oblicua, que se embriaga deliberadamente en esos excesos y quizá no sin cierto dejo de autoironía. De pasada, el autor demuestra que no sólo posee un alto dominio narrativo en términos de ritmo o de perspicacia al añadir detalles en apariencia irrelevantes pero siempre significativos —con los que al interés político suma el psicológico—, como quedaba claro en su producción anterior, sino también una versatilidad estilística que no está dispuesto a disimular, y para ello recurre a la escena gore o pornográfica, e incluso a la descripción pintoresca. Aun cuando El mundo es más un excelente final para la “trilogía” (o una buena inconclusión para la tetralogía proyectada y no acabada) que una gran novela en sí misma, el relato de cómo el delincuente alcanza su integridad, se corresponde con la reafirmación de Morel como el creador de un sólido universo propio, que ya comienza a entrar con todo derecho al canon de la novelística nacional.
Gómez Morel, Alfredo. El mundo. Santiago: Tajamar, 2012.