Ni especias, ni especies. Crónica de la Patagonia de Marcela Moraga –con diseño de Martín La Roche– es un libro de artista, es decir, una obra de arte en formato libro. Hoy, Ricardo Cuadros, nos reseña maravillado esta publicación: “Marcela Moraga viajó a la Patagonia en busca de ‘la naturaleza’ y se encontró con científicos que desean controlarlo todo en nombre de la Ciencia Global para salvarnos de la hecatombe ambiental, con animales y árboles de fábula, viento y cielos infinitos. En el pasado los navegantes plantaron aquí sus banderas, eliminaron a los nativos e inventaron el Nuevo Mundo. En el presente el anciano austral tose semiasfixiado porque el mundo ha envejecido sin que nos diéramos cuenta. ¿Cómo hablar entonces del futuro? Patas arriba, nos dice Marcela, como una hormiga caminando por el techo: solo así podemos vislumbrar lo que viene”
De Berlín a la Patagonia
En la introducción nos encontramos con una mujer llamada Marcela Moraga, una chilena que vive en Berlín y está por iniciar una expedición a la Patagonia. ¿Qué es la Patagonia? “Me han contado –escribe Moraga– que es un paraíso alejado de la civilización humana” donde se puede encontrar “un camélido que llaman guanaco” y “unos tiburones indefensos a los que llaman toninas”. ¿Y quién habita en esos extremos del planeta? “Dicen que se trata de una comunidad de científicos nómades”: gente que colonizó ‘la antigua Terra Australis’ y la llamó ‘Continente Blanco de la Ciencia Global’”. Estos científicos se alimentan de información que extraen “de un acelerador de electrones construido en el Cabo de Hornos”, “se comunican con algoritmos imposibles de aprender” y han fundado “una iglesia medio-ambientalista cuyo acceso es restringido”.
La narración está escrita en un tono que parodia las expediciones europeas del siglo XVI, en particular la del italiano Antonio Pigafetta, que viajó a los confines de América en 1519 para ver con sus propios ojos “las cosas admirables” que había oído en España. Antes de partir, Marcela Moraga también ha oído cosas admirables, que en el siglo XXI llevan nombres como acelerador de electrones, Ciencia Global o algoritmos.
Los científicos y la intrusa curiosa
Su primer encuentro con los científicos –en los domos de adobe de la estación GAIA en Punta Arenas– está marcado por la mutua curiosidad y cierto recelo. Para caer bien Marcela les hace un regalo: una botella de plástico con agua mineral. Los científicos reconocen este envase “como material de formación de una isla que han descubierto cerca de la Isla Duque de York en el Océano Pacífico” y quieren más botellas, pero ella solo tiene una. La observan, quizás dudan de su sinceridad, es una extraña en los domos. Todo esto nos recuerda los primeros contactos de los europeos con la gente que habitaba estos lugares en el siglo XVI; la gran diferencia es que la recién llegada es una artista en busca de algo inexacto y sublime –algo que ella denomina “la naturaleza”– y que los residentes carecen de la inocencia de los antiguos.
La dimensión patagona de lo extraordinario
En los días que siguen, como sucede a menudo cuando una mente ágil sale de expedición, Marcela entrará en la dimensión de lo extraordinario. El 14 de enero, en Punta Arenas, tiene una experiencia que cambiará su modo de percibir el mundo:
Me recuesto en el suelo y la sensación es maravillosa; siento el peso del cielo como un masaje, percibo en mi espalda el pulso de la tierra, los gases de la atmósfera entran por los poros de mi piel y libero toxinas, puedo escuchar claramente los pasos de unas hormigas, una conversación entre cuatro piedras y un suave intercambio micorriza, aquella simbiosis entre hongo y raíz. Luego transpiro agua subterránea. Mis ojos parpadean fotosíntesis y un temblor me levanta.
¿Qué ha sucedido? se pregunta. ¿Qué ha causado este refinamiento sensorial? Y se responde con más preguntas: ¿tendrá relación con la mitología del fin de mundo, narrada por sus antepasados? ¿O será que está siendo parte “de un experimento de medición por tele-detección celeste”? Marcela se encuentra entre la ciencia (ficción), el rito chamánico y el mito, y responderá con un tipo de dibujo adecuado a su visión del mundo. Por ejemplo, cuando investiga la fauna y retrata a “Los disfrazados de pingüinos”:
De estas aves, nos dice, “solo se sabe que huelen a tolueno y que se disfrazan de pingüinos para adaptarse a una cadena alimenticia basada en el turismo”. Y agrega: “De los pingüinos reales nadie sabe nada. Algunos dicen que quedaron atrapados en la isla Polietileno, una nueva isla de la Polinesia”.
Y en cuanto a la flora patagónica: ¿cómo se podría representar el extraordinario “árbol-hueso”, “capaz de variar su estado físico para entrar en el alma de un pájaro, una planta o un ser humano”? Marcela lo hace de esta manera:
Y nos cuenta que “cuando estaba de visita, uno de los árboles adquirió mi identidad y por un momento fui árbol y cada una de mis clavículas sonaba como ramas. El bosque de los árboles-hueso tiene ese sonido constante. Muchas veces se desarrolla una coreografía entre ellos, lo que produce una retumbante sinfonía”.
En este encuentro con el árbol-hueso, que literalmente la posee en cuerpo y alma, la artista satisface uno de los deseos de alto riesgo que nos provoca lo desconocido: no solo estar ante Lo Otro para observarlo y describirlo –el dibujo– sino que también entregarnos a su naturaleza y ser nosotros mismos, por un instante, parte viva de la sinfonía de Lo Otro.
Largo y grato sería hablar de todas las maravillas que Marcela Moraga narró, fotografió y dibujó en la Patagonia, pero en esta reseña solo me referiré a dos más: un informe mítico-científico y una fotografía.
La atmósfera y el océano Austral
El informe de Marcela sobre las relaciones entre la atmósfera y el océano Austral –derivado de conversaciones con el oceanógrafo Ricardo de Pol– esboza un mito, entendido este como la explicación de procesos complejos mediante un relato simple. Dice la historia: Fruto de “un turbulento parto colectivo entre la cordillera subterránea, el frío de la antártica y los vientos del Cabo de Hornos” nacen las aguas jóvenes en la superficie del Pacífico Sur. Estas aguas, al contacto con la luz “empiezan a respirar oxígeno de la atmósfera, que almacenan mientras recorren los mares del planeta”. Al cabo de unos “1.500 años de recorrido regresan con cantidades inconmensurables de nuevo oxígeno para que el anciano Austral, ubicado en las profundidades extremas, vuelva a respirar”.
Lo poco que se sabe de este elusivo anciano, explica De Pol, se debe a “la investigación de moluscos fósiles” y los estudios han revelado que, después de la glaciación, la geografía de la tierra cambió “porque el planeta fue lentamente dominado por organismos respiradores” que atraían “gases de la masa estelar, desarrollando una circulación de inspiraciones y expiraciones que nunca más pudo detenerse”.
El gas predominante es el dióxido de carbono, “producido por el animal humano” y para mantener el equilibrio la atmósfera y el anciano Austral desarrollaron un portal energético, que según afirma De Pol “es mágico”. “Si hay exceso de carbono en el funcionamiento global, la atmósfera y el océano austral realizan simultáneamente ejercicios de tensegridad –un tipo de ejercicios mágicos de respiración– para provocar la apertura del portal”. Entonces la atmósfera expira los excesos de dióxido de carbono y el anciano Austral los absorbe y deposita en sus profundidades: “Terminado el traspaso el portal se cierra”.
La tos del anciano Austral
En la década de 1980 este descubrimiento maravilló a los científicos –nos cuenta Marcela que le contó De Pol–, pero en la actualidad, ya entrado el siglo XXI, se vive un estado de alarma total porque “el océano Austral comenzó a toser, devolviendo ciertas cantidades del carbono al exterior”. Dado que el anciano “tose cada vez más seguido” los expertos creen que los depósitos de las profundidades marinas se están saturando.
Este bello mito del anciano de las profundidades que a través de “un portal” absorbe la basura gaseosa de la atmósfera nos habla del equilibrio entre los mares y el aire que respiramos, pero también de los excesos del suicida-depredador ambiental por excelencia, nosotros el ser humano. Suicida-depredador que, fascinante paradoja, sabe perfectamente que él mismo es el causante de la enfermedad oceánica-pulmonar del planeta, la tos del anciano Austral, y sabe también que todavía es posible remediarla (otros dirán que ya es demasiado tarde).
De Pol le cuenta a Marcela que los científicos quieren ahora descubrir “dónde y en qué momento el portal se abre” para intervenir en los ejercicios respiratorios naturales “e inyectar nosotros mismos los elevados excesos de dióxido de carbono en las profundidades”. En otras palabras: “controlar el portal para salvarnos del cambio climático y sus efectos”. La artista no comenta este plan científico de interferir en el mito del anciano Austral para controlar su salud. ¿O es que no se trata de un mito sino de un lugar, en los mares de la Patagonia, donde efectivamente se produce el entierro marino del dióxido de carbono? Quizás para aplacar nuestra tendencia suicida-depredadora y convertirnos en animales genuinamente inteligentes necesitemos, por partes iguales, de la ciencia y de la magia.
Para ver hay que ponerse patas arriba
En la última entrada de su crónica –Partida, 3 de febrero 2018– Marcela escribe tres líneas: “Mañana tomaré el avión de regreso a casa. Antes de partir decido en nombre del futuro tomar posesión de este lugar”.
Esta fotografía es una de las obras de arte más simples y eficaces que he visto en mucho tiempo: simple y precisa en su factura, eficaz representación de un pensamiento político y estético. Marcela Moraga viajó a la Patagonia en busca de “la naturaleza” y se encontró con científicos que desean controlarlo todo en nombre de la Ciencia Global para salvarnos de la hecatombe ambiental, con animales y árboles de fábula, viento y cielos infinitos. En el pasado los navegantes plantaron aquí sus banderas, eliminaron a los nativos e inventaron el Nuevo Mundo. En el presente el anciano austral tose semiasfixiado porque el mundo ha envejecido sin que nos diéramos cuenta. ¿Cómo hablar entonces del futuro? Patas arriba, nos dice Marcela, como una hormiga caminando por el techo: solo así podemos vislumbrar lo que viene.