“Evoco la cara de mi madre cuando en unas parrilladas comimos unas prietas especiales que llevaban canela y nuez. Ella probó el bocado y entró en una especie de serio trance, después del cual nos dijo, en voz muy baja: “es como la sangre que cocinaba mi abuelita”. El plato la había llevado al año ‘62 o ‘63, al otro Chile, en donde sí se comercializaba de forma local prácticamente todo lo de los vacunos y las aves. La abuela pedía sangre en su carnicería más cercana, y el carnicero le cortaba un cuadrado de una gelatina roja algo congelada. Llegaba a la casa y la sazonaba en una olla con nueces y otros aliños; mi madre llegaba del colegio y comía ese festín inolvidable”
Una de las metáforas de la Biblia que más me gustan para hablar del cielo judeocristiano es la del banquete. Me emociona mucho más que “las calles de oro como vidrio transparente”, que veremos cuando lleguemos a Jerusalén. La verdad no sé cuánto me cambiaría la vida extraterrena si esta fuera en un lugar donde las mesas y las sillas fueran de oro o tuviera camas del mismo metal, igual estaría un poco preocupada con la blandura del colchón.
Pero la idea bíblica del banquete la entiendo a la perfección, pues la comida no solo tiene la función biológica de darte todos los carbohidratos y proteínas necesarios para seguir viviendo y no desfallecer, sino que además el alimento tiene diversos puntos de fuga hacia emociones y recuerdos, vivencias que van más allá de las necesidades fisiológicas e incluyen aspectos espirituales de nuestra vida. Existe un youtuber argentino –su canal se llama Burguer Kid? especialista en hamburguesas, plato que para mí no podría estar más alejado de la sofisticación culinaria. En uno de sus videos, un chef le da a probar su versión de lo que entiende por ese sándwich y, mientras el camarógrafo filma la cara del influencer, este come y balbucea frases como: “no puedo creerlo, no, no, no”, “no, boludo, por favor, es impresionante”, al mismo tiempo en que rememora una experiencia fallida en E.E.U.U. en la que le sirvieron el mismo plato, y lo que pensaba que se iba a encontrar no funcionó para nada. Luego de comer define el momento como un antes y un después dentro de su carrera, vive una especie de iluminación. Los espectadores somos testigos de la particular experiencia de éxtasis que despierta en él esa hamburguesa.
Cuando una de mis amigas regresó de Italia lo primero que le pregunté fue por la comida, a lo que ella, muy emocionada, respondió: “es todo tan rico, tan rico, que cuando pruebas los platos te dan ganas de llorar”. Se volvió fanática de la comida italiana porque además consideraba formidable su relación precio-calidad, que estaba, según ella, por sobre otros alimentos europeos. Con poco dinero, dice mi amiga, te puedes emocionar hasta las lágrimas.
Es icónica la escena del crítico culinario que se acerca al restorán donde trabaja el joven Alfredo, quien tiene a la ratita Remy como ayudante, para cocinar el ratatouille. El hombre da la impresión de ser la imagen de la frialdad técnica, hasta que prueba ese plato típico llamado como la película y vemos la regresión instantánea que vive hacia su infancia, en escenas donde aparece el mismo articulista convertido en un pequeñito que recibe una de sus comidas favoritas de manos de su madre. De este modo, el joven chef logra el éxito con el severo crítico, conectándolo emocionalmente con lo que estaba degustando, llevándolo a otro lugar, otro momento.
Cada cierto tiempo tengo nostalgia de ciertas comidas que me preparaban cuando era niña. Rememoro una en particular: bistec de panita con arroz y ensalada de repollo con limón y aceite. En la actualidad, es casi imposible conseguir panitas de vacuno en las carnicerías de mi barrio; me dijeron que una opción era ir directamente al matadero a buscarlas, lo cual sería una aventura por sí misma. Recuerdo con cariño la panita porque durante años pensé que era carne, y solo cuando salí de la infancia internalicé que en realidad comía los interiores del animal. La preparación de mi mamá era sencilla y magistral: dejaba las panitas en la tarde del día anterior remojando en leche para atenuarles el sabor, y en el momento de la preparación las adobaba con abundante ajo, orégano y sal, un aderezo imbatible. Quedaba muy tierna, excelente para unos dientes de leche ávidos de alimento.
Evoco la cara de mi madre cuando en unas parrilladas comimos unas prietas especiales que llevaban canela y nuez. Ella probó el bocado y entró en una especie de serio trance, después del cual nos dijo, en voz muy baja: “es como la sangre que cocinaba mi abuelita”. El plato la había llevado al año ‘62 o ‘63, al otro Chile, en donde sí se comercializaba de forma local prácticamente todo lo de los vacunos y las aves. La abuela pedía sangre en su carnicería más cercana, y el carnicero le cortaba un cuadrado de una gelatina roja algo congelada. Llegaba a la casa y la sazonaba en una olla con nueces y otros aliños; mi madre llegaba del colegio y comía ese festín inolvidable.
Me ha pasado muchas veces, mientras almuerzo con mi familia, recordar la metáfora celestial del banquete. Lo que está en juego no es solo la buena comida, es compartir con los otros, recordar parte de tu vida, volver a probar alimentos que te conectan con tus más amados, aquellos que siguen contigo o los que ya no están más. Si logramos llegar a ese puerto extraterreno y paradisíaco para mí es obvio que nos recibirán con los mejores ágapes.
Carolina Reyes: Profesora de Inglés por la Universidad de Santiago de Chile y Magister en Literatura Latinoamericana y Chilena por la misma universidad. Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es fundadora y miembro de la Red de Estudios Literarios y Culturales de México, Centroamérica y el Caribe (Remcyc). Ha realizado investigación académica en el campo de la poesía chilena y la literatura caribeña. Escribe crítica literaria para distintos medios digitales, y crítica cultural y crónica en su blog omnivoracultural.wordpress.com.