Manuel Rojas, La oscura vida radiante, Santiago:
LOM, 2008.
Hace unos meses El Mercurio publicó una reseña a propósito de la reedición de La oscura vida radiante (Santiago: LOM, 2008). Se trata del último volumen de la tetralogía de Aniceto Hevia, comenzada por Manuel Rojas en 1951, con Hijo de ladrón, y terminada en 1971 con esta novela fundamental. Discrepo –por supuesto– de los juicios casi siempre livianos que allí aparecen (“cuartas partes nunca fueron buenas”, “paga el alto precio de lo inorgánico y desarmado”), dictados por un criterio estrecho que se quiere estético pero que no logra pensar la literatura como una construcción cultural más amplia, más compleja y más rica que su mera técnica narrativa. No me interesa, sin embargo, discutirlos en extenso; prefiero exponer con toda brevedad dos claves de lectura que explican la relevancia enorme de este volumen para la tradición novelística del siglo XX chileno.
En primerísimo lugar está la cuestión del vínculo social. Si hay algo que Manuel Rojas pone en el centro de su proyecto narrativo no es, como suele afirmarse, el aislamiento del individuo, sino un estudio detallado de las relaciones entre los seres humanos. La aparente soledad de Aniceto en La oscura vida radiante, es decir, la ausencia de su familia y su falta de lo que hoy llamaríamos capital social no es algo que deba leerse como simple incomunicación o interpretarse en términos existenciales. Es más bien una suerte de tabula rasa que barre con las determinaciones de la sociabilidad decimonónica, las mismas que enseñaron en Chile que los colectivos debían formarse sobre la base de la sangre. Hablo de la oligarquía, una tupida red de relaciones familiares, y también de su producto principal, una nación supuestamente cohesionada por enlaces matrimoniales –Martín Rivas– o derechamente por la raza (Francisco Antonio Encina, Nicolás Palacios). Sobre esa sábana blanca, Rojas construye lazos entre amigos e incluso entre perfectos desconocidos fundamentalmente a partir de una suerte de solidaridad cuyo origen es cultural, deliberado, nacido de la experiencia compartida en el presente y no del parentesco o el nacionalismo obtuso que tuvo algún brío a fines de la primera década del siglo. De esto modo lo expone Aniceto, cuyo discurso fraterno no solo es una afirmación afectiva –el rasgo más fácilmente identificable en el fragmento–, sino también política:
La palabra “compañero” le daba siempre risa, pues no se sentía compañero de nadie; quizá para él sólo existía la palabra cómplice, aunque la desconociera o no la usara. Andaba con alguien, se juntaba con alguien; andar era el verbo preciso, o caminar, caminar, palabra de ladrones y de putas, de filósofos y de observadores, ”yo le enseñé a caminar”, “él me enseñó a caminar”, “caminemos y conversemos”, caminar por aquí, por allá, caminar es conocer, … sólo caminan los que están en libertad y los que están sanos… me gusta caminar, el que camina encuentra oportunidades, trabajo, mujeres, hombres, ideas, cosas para robar o sólo para mirar y observar (107).
La oscura vida radiante, por otro lado, no presenta la “cuestión social” como una maniquea polaridad entre ricos y pobres. El sorprendente número de marginados que cruzan sus páginas, la rica heterogeneidad que ilustran, sus diferentes actitudes morales –pienso en el timador Chambeco y en Aniceto, ejemplo de rectitud moral– justamente indican todo lo contrario. Que los desplazados de principios de siglo, ese multiforme sector de la sociedad identificado monótonamente con el rotaje, el proletariado o –más tarde– los upelientos, es un caldero de diferencias imposible de domesticar. La propuesta fundamental de Rojas, entonces, es todo menos homogeneizadora: nunca podremos hablar simplemente de rotos o proletarios sino de individuos que, a partir de sus particularidades, pueden construir una comunidad solidaria en el aquí y el ahora. Esta es una sabiduría, política otra vez, difícil de hallar en los novelistas del siglo, cuya miopía aplana las diferencias individuales (Carlos Droguett) o cuyos objetivos políticos las evitan (Nicomedes Guzmán).
¿No son la solidaridad y el reconocimiento plural de los marginados, al menos en su formulación utópica, las bases del proyecto nacional del siglo XX? ¿No constituyen la esperanza, tantas veces traicionada, de casi todos los gobiernos chilenos del siglo, desde Pedro Aguirre Cerda a Salvador Allende? Por supuesto, y es aquí donde debe leerse el valor cultural de la novela: en la formulación literaria –imaginada, soñada– de una experiencia social.
Termino con un mínimo reconocimiento. Los temas y problemas de La oscura vida radiante coinciden exactamente con los temas y problemas que remecen más profundamente a la sociedad chilena desde 1920 hasta 1973, la convivencia de las clases y el modo en que, de una forma dialogada o negociada, debe o puede producirse un nuevo acuerdo. Si Alberto Blest Gana es el gran mediador del siglo XIX y de alguna manera sintetiza su imaginario nacional, le cabe a Manuel Rojas el mismo sitial y la misma preponderancia para el XX. Allí está, ahora, nuevamente editado.
S.F.
14 junio, 2010 @ 18:20
Valente, tan como Alone, no deja de recordarnos el delicioso Nocturno de Chile. Rojas es, sin duda, el escritor más importante del siglo XX. La tetralogia de Hevia se cierra con esta excelente obra, una novela-mundo, que cumple cabalmente con lo prometido en el titulo: muestra amorosamente esos rincones oscuros, pero radiantes, esa marginalidad de los conventillos de Recoleta, Independencia, Estación Central; la vida de un teatro pobre en pueblos olvidados; la vida de seres que todo el tiempo ignoramos.
La técnica funciona, es una novela que, escrita por un cronista, da pie a muchas voces, una obra coral, polifonica. Los personajes desaparcen, como se queja el cura, para escapar a ese apetito monologico que encierra a un ser humano en una descripcion. Son muchos porque no son ellos los protagonistas, sino todos. En ese sentido es más amplia aun que Sombras contra el muro; ni hablar de Mejor que el vino o Hijo de ladron. El hilo central es Chile, el Chile oscuro y radiante, no la historia de amor o la novela de formacion que desea Valente. Y Chile está compuesta de miriadas de seres anonimos, distintos y con derecho a sus 15 minutos literarios: es un collage de los olvidados. Droguett y Bolaño usan el mismo principio para lograr el efecto multitudinario: en 60 muertos en la escalera y en 2666.