De entrada, la incomodidad. Debe ser lugar común a los lectores de este libro la anécdota sobre su propia lectura. Esto es, la pregunta de un amigo o conocido por justamente estar leyendo un texto cuyo título es “Materias de libre competencia y regulación”. No es que uno se cambie de bando, preferencias o esté ampliando sus posibilidades profesionales, sino que la poesía da para esto y lo otro, sobretodo en un contexto de impuesta (válgase la redundancia temática y formal de la palabra impuest@) mercantilización del lenguaje. Dato aparte, la misma incomodidad la viví alguna vez leyendo a Bukowski respecto a la entrevista hecha por Fernanda Pivano en “Lo que más me gusta es rascarme los sobacos” o con Mario Levrero en su Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo); todas incomodidades u ofensas al pudor lector de distinta clase.
Ahora bien, cabe señalar que el texto publicado por Das Kapital durante el 2011 no nos habla del mercado, ni de los tratados de libre comercio o de las ilusorias regulaciones a los inversionistas extranjeros en nuestro país. Lo más cercano a esto es mostrarnos a un hablante, su precaria o inestable economía y sus relaciones diarias con el entorno (mucho más próximo al fiado de barrio que a las compras vía redcompra de los centros comerciales). A la manera de un diario de vida, aunque el presente texto no pretenda encasillar o identificar género alguno, el hablante va plasmando en papel sus pensamientos, vivencias, reflexiones e, incluso, traducciones. “En estos tiempos jugársela por ser un poeta que escribe de lo que vive no es tan frecuente”. (“Millán Again”, 62). Todo podría ser perfectamente un borrador o esbozo de un texto más complejo y extenso. No obstante, la intención parece ser lo contrario a esto, dejar consignado el verso o frase en la hoja, uno junto a la otra, muchas veces inconexos, para que el lector se forme una idea o sentido mayor: asunto peligroso si el lector no justifica el gesto.
Bajo la lógica de dar cuenta de la experiencia privada y cotidiana (siguiendo en todo a Millán), se evoca la necesidad de expresarse llanamente, con un lenguaje cuidado y accesible, a la manera oriental de los haikúes o de las imágenes objetivistas: “El ciruelo blanco, / naranjo bajo el farol” (14). Lenguaje que dialoga con infinidad de autores, lecturas de nuestro hablante (poeta, por cierto), fijaciones y subjetividades que se aceptan y respetan: Teillier, Bertoni, Canetti, o el mismo Millán, todos autores que aparecen y reaparecen constantemente en el poemario. El punto aparte son las citas (que, como muchas cosas en poesía, si no dan vida matan), pues nos ayudan a configurar el momento “intelectual”, e incluso afectivo, del hablante. La escasa estructuración del texto nos permite ir formando conjuntos de versos, poemas, o lucubraciones desde la lectura, en nuestro dialogo con el autor. En una primera lectura, es imposible no pensar en Jorge Díaz y su numerosa e ingeniosa fraseología. Lo relevante es notar, más tarde que temprano, que nos volvemos confidentes o testigos de una vida, similar o ajena a la nuestra, que se presenta abiertamente:
Hablemos en serio: la vida, lo que se llama la vida,
esta lejos de aquí, de esta hoja. Y quizás por eso
estamos aquí: tú leyendo, yo escribiendo, para vivir
otra cosa que no se llama vida y que intentamos
cazar con redes rotas: palabras, rayas, refritos. ¿A
quién le importa? A ti, a mí. Qué más pedir. Más
serían multitud y ya sabes que no me gustan. (51)
La complicidad se establece, la confianza es otra cosa. Eventualmente, seguimos cazando en esas redes rotas. Poemas como este, llamémoslo poema, pues hay más líneas en la misma hoja que no necesariamente son parte del mismo, de interesante soltura, se ve empañado, a veces, por frases como: “Siempre da las gracias aunque nunca lo escuchen” (55) de innecesaria moralina, o “Me encanta la gente amable, por eso trato de serlo” (20), líneas que, si bien podemos estar de acuerdo con ellas, podrían perfectamente ir en los estantes de autoayuda, y de eso hay harto, con más anaqueles que en poesía, incluso. Aun así, el trabajo intencional respecto a incorporar lugares comunes al discurso, que bien pueden ser “en serio” o irónicos, funciona, lo que no quiere decir que el lector los acepte sin cansarse. De antipoesía ya hay bastante.
Otro aspecto importante del libro es la reflexión acerca del oficio poético. Asunto compartido o transversal a la producción lírica contemporánea. “Aburre hacer poemas para que casi todos los / ignoren o arrisquen la nariz. / El amor también aburre” (40). La insistencia en el aburrimiento, sentimiento adolescente y baudeleriano, nos hace pensar en la derrota del autor, en la imagen inestable de un escritor al borde del fracaso, cansado y apoyado en amigos de bar y chicas que generan desvelo. “Hay noches en que la noche es la única compañera. / Y te permite todo” (36), “Tú coleccionas corazones de piedra. / Yo, botellas de pisco” (47). Muchas veces esta ausencia de lirismo nos muestra al hombre, en su plenitud, enfrentado al mundo, solo. “Desperté en mitad de la noche, / queriendo sentir tu respiración. / Solo el refrigerador dio señales de vida” (28). Esta escena me recuerda una terrible novela de Banana Yoshimoto, en la cual uno de los personajes abraza a su refrigerador, para sentir un poco de vida en su hogar.
Aburre hacer poemas para que casi todos los ignoren. Luego de un verso como este, en la página siguiente de hecho, se nos muestra una declaración de principios o poética:
No estoy en el mood de hacer un poema con
cadencia, ritmo, versos largos, que sea evocador
y transporte al que lo lea o escuche a quién sabe
dónde. Ni menos estremecer a quién recordándole
lo de la muerte y los días contados, la cuenta
regresiva, la juventud que se agota, etc. Sólo quiero
estos jirones de una tela que para qué completa. (41)
Volvemos así a la idea de esbozo, por sobre la idea de obra, de objeto cerrado y final: ¿para qué completa?, pregunta que nos puede llevar a diez preguntas más. Por el momento, cabe preguntarse si nos interesa ver el resultado de la obra o el proceso de creación. Una cuestión de expectativas.
Vivir es otra lengua (45). El autor asume o diferencia la vida en real y la vida en escritura. La ficcionalización de nuestro diario vivir nos llevará a cuestionar la propia identidad. Recuerdo un buen cuento de Diego Zúñiga dónde una chica se resiste a ser parte de los cuentos de su pareja, o amigo, o compañero de trabajo, bueno, la idea es esa. La vida como relato. “Soy inseguro y vanidoso, / amigos, no se aburran de mí” (45). La vida de nuestro hablante se va configurando en base a la reiteración de imágenes y personajes: los perros que ladran de noche, los amigos, la familia, particularmente los sobrinos, el barrio, el fatídico domingo en la tarde, los bares, “rellenar formularios, preparar proyectos” (78), incluso los estados de su sexualidad. Todo es materia de escritura (¿de libre competencia y regulación?). La intención queda clara al final del libro: “Paso en limpio mi vida / te la ofrezco en esta bandeja blanca” (103). Bandeja blanca que es la hoja, la vida pasada en limpio entre muchos bosquejos y borrones, a veces sin cuenta nueva. El gesto es sincero, por no decir genuino, “escribir lo que me gustaría releer en unos años / más, sin vergüenza: es lo que fui. Y tal como dice la / Ana, si no lo anoto se me olvida. (59). Se vuelve así un asunto de transparencia y aparente espontaneidad. Cabe preguntarse si son acaso estos textos los apuntes al azar de un escritor o bien, una puesta en escena, calibrada, deliberadamente pensada, cuya pretensión es justamente esa espontaneidad.
Es interesante notar, como ya se ha mencionado, la posibilidad de ir formando conjuntos de versos, cada uno al amparo de un autor de cabecera: “Lo único que redime el calor (y cómo lo redime) son / las mujeres cada vez menos abrigadas en la calle” (63), que bien podría ser Bertoni; “Estos limones enfermos tienen otro color / que todavía es amarillo / están ahí, abandonados” (35), que bien podría ser Millán; “lo que queda de bosque / (lo que dejó la inmobiliaria que vendió el sueño / de vivir en el bosque)”, que es Teillier. Es interesante, además, que Florit actualice “Un desconocido silba en el bosque”, en un nuevo escenario, nuevas imágenes: “Cuando todos se vayan a la calle iluminada / yo me quedaré en el último carro / escuchando un leve deslizarse de ruedas / oxidadas” (21), ciertamente un trabajo logrado. No obstante, la línea siguiente a los versos de este poema, en cierto sentido, hace que el poeta se pise la cola: “El buen cover te hace olvidar la original” (21).
De los aciertos. Respecto al ritmo de construcción de los poemas, dentro de lo más destacado del libro, todos los textos se dividen en tres partes que funcionan como una suerte de estrofas, y que estructuran la alternancia de lo más lírico y lo más prosaico, del verso y la prosa, de lo cotidiano y lo reflexivo. Junto a esto, en el constante trabajo de consignar frases e imágenes, surgen los momentos más altos del conjunto, cito: “La tarde es un tractor avanzando por la carretera despejada” (62), bajo la idea del tedio y el letargo; “El arte abstracto y orgánico de las nubes. Todos los días una obra distinta y la mismo tiempo parecida a las anteriores. El crítico diría: las nubes y su voz propia” (64), reflexión lograda y atinada, en correlación a la idea del movimiento aletargado en el mundo como en el sujeto de enunciación. El hecho de que el autor evite trabajar sólo con versos cargados, condensados, limpios (lo que Eliot llamaba touchstones) y agregue ripios y divagaciones es parte de la gracia del libro y, en general, de la poética de Florit. Las nubes, su voz propia. “A borrones, balbuceando, / escribo mis días / acostumbrándome al fracaso / de toda traducción” (27). De eso se trata la escritura, y la vida.
Lost in traslation, sobre tres traducciones: Bishop, Larkin y Berryman
El puntapié inicial de “Materias de…” se da con una traducción del bullado poema de Elizabeth Bishop “One art”. En este caso, el poema de Florit titulado “Bishop” apunta a mantener el ritmo y contención de la autora, añadiendo elementos propios de nuestro castellano: “Tantas cosas parecen perdidas de antemano / que perderlas al final no es para tanto”, (5) y de su propia experiencia (cambiar la pérdida del reloj de la madre por el de su “viejo” o su penúltimo departamento en vez de la casa de la que habla Bishop). Aún así, en términos generales, su traducción funciona con criterios bastante similares a los de Diana Dunkelberger y Marcelo Rioseco en This Be the Verse. 26 poetas de lengua inglesa del siglo XX. (Santiago: Beuvedrais, 2003). Otras versiones del poema apuntan más a conservar la métrica, o trabajar la sintaxis de Bishop, como así también a apropiarse de la idea y contenido y darle un par de vueltas al arte de perder. Se podrían revisar las tres versiones de Fernando Pérez en esta misma revista, así como también la de Germán Carrasco se adjudica en Calas; y hacer un buen trabajo comparativo.
Ya en las últimas páginas y versos del libro se nos presenta “This Be the Verse” traducción del poema homónimo del querido y vastamente citado Phillip Larkin. La versión de Florit, ciertamente uno de los puntos más altos de todo el poemario, se aleja plena y conscientemente de la idea de Larkin, cuyo poema finaliza de la siguiente manera: “And don’t have any kids yourself”. En Larkin, los padres te joden y llenan de defectos, la miseria se va heredando de generación en generación. En Florit, se evocan todos los actos que se esperan de un buen padre (moderno), desde lo más trivial y cotidiano, emborracharse junto al hijo e ir a trabajar a la hora al día siguiente, justificar y dar el ejemplo, hasta velar por su entretención, ropa, hogar: en fin, hay que leerlo.
El poemario finaliza con “Berryman”, traducción del poema “Dream Song 14” del suicida John Berryman. Si bien la adaptación se ciñe bastante al original, son buenos los guiños a aspectos más locales como “sólo los tontos se aburren” (102), o la cordillera recién nevada, el pisco, etc. elementos que aportan a la traducción que, en cierto sentido, supera a la realizada por Armando Roa Vial en This Be the Verse. 26 poetas de lengua inglesa del siglo XX, entrando en la lógica o espíritu del agobiado Henry (heterónimo de Berryman). De esta manera, de tres intentos, Florit sale ganando. Si bien “One art” ha sido un desafío para muchos coterráneos (hay algo potente en esa idea de perder), parece ser que aún quedan posibilidades de darle una o dos vueltas más a la tuerca para que la traducción funcione. En el caso de Larkin y Berryman, Florit pasa la prueba y logra buenas traducciones, reitero mi preferencia por la de Larkin, justamente por alejarse del modelo, dialogar con él y reivindicar la posibilidad de nuevos, y buenos, padres para los futuros hijos que aún no tenemos.
Florit, Andrés. Materias de libre competencia y regulación. Santiago: Das Kapital, 2011. 103 páginas.