Radio ciudad perdida y Guerra a la luz de las velas
de Daniel Alarcón
Editorial Alfaguara, Lima, 2006-2007
Daniel Alarcón, por su juventud y la velocidad con la que ha obtenido el reconocimiento de la crítica literaria peruana y norteamericana (su cuento “Ciudad de payasos” fue publicado en el New Yorker, la revista literaria Granta lo consideró como uno de los mejores novelistas menores de 35 años), además de por su condición de “primer narrador peruano en inglés transculturado” (González Vigil), llama tanto la atención por la calidad de su todavía corta obra, como por lo que él mismo representa en términos de trayectorias de vida y construcciones identitarias en contextos contemporáneos de migración y transculturalidad. Su historia personal, marcada por su nacimiento en el Perú y su emigración a los Estados Unidos a los tres años de edad, lo convierten en portador y portavoz de una identidad compuesta y heterogénea, de una historia de múltiples y complejos sentidos de pertenencia. Para comprender las apuestas narrativas de Alarcón no sólo es importante tener en cuenta su temprana migración a los Estados Unidos (en la que claramente no tuvo una participación muy activa), sino también, y en grado muy especial, sus esfuerzos adultos por redescubrir y reconectarse con el país en el que nació. Su experiencia de vida y trabajo en San Juan de Lurigancho, un distrito limeño marginal en el que, durante un año, realizó un proyecto de enseñanza de fotografía, forma parte de lo que podríamos considerar como un retorno parcial y desviado: parcial porque no vuelve para quedarse, sino para recomponer un puente en dos direcciones; desviado porque al volver no se conecta con el medio familiar y social más inmediato y evidente, sino que busca conocer y comprender la vida de la gente de los sectores más populares (migrantes ellos también de distintas regiones del Perú).
Este Perú que llega a re-conocer Alarcón es elaborado literariamente en Guerra a la luz de las velas (War by Candlelight) a través de una serie de cuentos de corte realista, que no resulta difícil relacionar con una serie de “antecesores” literarios peruanos (se sienten sobre todo los ecos de Vargas Llosa y Ribeyro). Algunos de estos relatos prefiguran, por su parte, la ambiciosa empresa en la que se embarcó Alarcón después de la publicación de su primer libro: el resultado es Radio ciudad perdida (Lost Radio City), novela articulada en torno a la búsqueda de la memoria y la comprensión del pasado por parte de unos personajes que habitan la desolada posguerra de un país que no se nombra.
Si bien Alarcón habla castellano -idioma en que la mirada de sus padres y su posterior visita lo acercaron al Perú- su lengua literaria es el inglés. Es cierto que todo lenguaje es mediación y que ya hace buen tiempo hemos abandonado cualquier ilusión de acercamiento transparente a la realidad. Pero, ¿implica la escritura en inglés algo así como un doble distanciamiento, un juego de traducciones en que la realidad se refracta y transforma en un grado mayor? ¿Cuál realidad? ¿Qué nuevos acercamientos y perspectivas nos ofrece Alarcón con su mirada a medio camino entre la distancia y la cercanía, mediada por el inglés, vuelta a traducir al castellano del Perú? Con respecto a la traducción, es interesante notar cómo de Guerra a la luz de las velas a Radio Ciudad Perdida (ambas traducidas por Jorge Cornejo, aunque el libro de cuentos había tenido una versión anterior en castellano, al parecer muy “hispánica”) se produce un positivo debilitamiento de las a veces excesivas marcas lingüísticas de “peruanidad”. El problema es que esta a mi parecer acertada opción del traductor, traduce también todo lo que de pérdida de especificidad y espesor hay en la novela de Alarcón. Pero sobre eso volveré después.
Personajes en tránsito y caminos de la memoria
Los conflictos centrales de la mayor parte de los relatos reunidos en Guerra a la luz de las velas, están asociados al encuentro y desencuentro de personajes provenientes de distintos universos culturales y sociales. En el cuento “Suicidio en la Tercera Avenida”, por ejemplo, un joven de origen latino convive con una chica proveniente de la India. Como ésta supone que su madre no aceptaría su relación, él debe salir del departamento cada vez que su “suegra” viene de visita, esperando en los alrededores la señal para poder regresar (exilio doméstico impuesto por la diferencia cultural). Esta situación evidentemente termina por minar la relación de la pareja, sobre todo a raíz de una grave enfermedad sufrida por ella y el rol secundario y clandestino que él se ve obligado a asumir en su cuidado. El final abierto de la historia –él abrigándose para salir a su clandestinidad callejera en pleno invierno- se ve inquietantemente completado por el título del cuento, “Suicidio en la Tercera Avenida”. Con suicidio o sin él, es evidente que el abismo cultural en este punto ya ha conseguido destruir la relación.
Casi todos los personajes de los cuentos de Alarcón narran su historia –o son narrados- desde un presente en crisis. En este contexto, la reconstrucción de hitos centrales en el pasado más o menos inmediato aparece como un recurso clave en el esfuerzo por entender la situación del presente. La pregunta que guía estos esfuerzos de reconstrucción podría sintetizarse más o menos así: ¿Cómo he llegado a este momento, a esta situación, a través de qué pasos, de qué caminos, por culpa de qué decisiones o movimientos del azar? Estos personajes parecen luchar –a la tenue y fugaz luz de las velas- por construir algún relato personal que le de sentido y una cierta coherencia a un presente que sienten como estancado y sin perspectivas. Estos relatos se van formando de retazos de episodios rescatados del olvido, lo que confiere a los cuentos de Alarcón una textura característica: la línea narrativa primaria se ve frecuentemente interrumpida por una serie de analepsis que en la mayor parte de los cuentos van configurando una segunda línea narrativa, que podría ser descrita como la articulación de los recuerdos que de alguna manera se identifican como responsables o determinantes de lo que se presenta a nivel de la diégesis principal (el único cuento en el que no aparece esta estructura, sino más bien una cronología totalmente desarmada es el de “Guerra a la luz de las velas”, que da el título a la colección).
De esta manera se van desplegando una serie de diálogos narrativos entre pasado y presente, de los cuales emerge, en prácticamente todos los cuentos, una visión mucho más positiva y dinámica del tiempo que se dejó atrás que del que se vive en la actualidad. El nivel de la diégesis principal suele caracterizarse por un tono de melancólico pesimismo que, como veremos más adelante, es especialmente acentuado en los relatos “peruanos” de Alarcón. Las situaciones de estancamiento e inmovilidad de estos presentes narrativos establecen una peculiar relación de contraste o tensión con las abundantes imágenes de movimiento y desplazamiento de estos cuentos. Todos los personajes de Alarcón están o han estado embarcados en algún tipo de viaje: ya sea en el pasado que intentan recuperar, en el siempre crítico presente o en forma de la fantasía de cambiar de lugar. Independientemente de su ubicación en la temporalidad del relato, los viajes siempre aparecen como instancias importantes de aprendizaje y descubrimiento de otras facetas del mundo, de revelación de otras dimensiones de la personalidad y la interioridad. Porque no se trata nunca de viajes de turismo o de observaciones distanciadas, sino más bien de desplazamientos que conllevan el encuentro con otras formas de vida, ya sea por que se atraviesan las fronteras nacionales o porque dentro de un mismo país precipitan el encuentro con otras realidades socio-económicas. Estos desplazamientos son especialmente significativos cuando dan cuenta de los recorridos urbanos de los protagonistas, los cuales en ocasiones entablan una relación contrapuntística y dialógica con los procesos internos que se van narrando. En este punto surge una diferencia interesante entre los mundos de ficción peruanos y norteamericanos construidos por Alarcón: mientras la ciudad de Lima es ávidamente explorada, reconstruida y descrita con el mayor detalle, la de Nueva York aparece como un escenario importante pero que no demanda tantos esfuerzos de descripción (Consultado por esta observación sobre su obra, Alarcón nos comentó que se debe a que él presupone, conoce la existencia de Nueva York tanto experiencial como literariamente, en el caso de Lima, en cambio, siente que debe reinventar la ciudad cada vez, quizás como una manera también de apropiársela).
La falta de oportunidades y de futuro aparece, en los relatos de Alarcón, como la característica principal de la sociedad peruana. La atmósfera de los cuentos ambientados en el Perú queda muy bien expresada por muchas de las reflexiones del narrador de “Sobre la ciencia de estar solo”, como por ejemplo: “En esta ciudad [se refiere a Lima] no hay nada más inútil que imaginarse una vida. El día de mañana es tan incierto como el año que viene, y no hay nada sólido de donde agarrarse” (p.246). La neblina y el calor pesado del verano limeño se cuelan y penetran en la vida de los personajes y en el lenguaje de los narradores, sosteniendo en su invisible espesor ese tono entre melancólico y resignado característico de tantos relatos centrados en la capital peruana. La frase de Marx, retomada por Marshall Berman para describir las experiencias de los sujetos en la modernidad, aparece como un eco susurrante en la frase citada: todo lo sólido se desvanece en el aire, no hay nada estable de lo que sujetarse.
En el conocido estudio de Marshall Berman, la modernidad es descrita como una forma de experiencia vital, en la que los sujetos se encuentran “en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos.” En los cuentos de Alarcón, sobre todo aquellos referidos a la realidad peruana, la balanza aparece siempre inclinada hacia el extremo de la incertidumbre y la amenaza de destrucción. Son pocos los atisbos de optimismo y confianza y cuando aparecen es siempre en referencia al pasado, asumiendo la forma del recuerdo de un tiempo en que algún personaje pensó que podría contribuir a transformar su realidad. Más que por su potencialidad de autonomía y creatividad, los sujetos que pueblan el Perú de los cuentos de Alarcón se caracterizan por su obsesiva tendencia a la reflexión, a la ya mencionada revisión de su vida pasada y pesimista proyección de cualquier futuro (im)posible. No es tanto la rigidez clasista y racista de la sociedad peruana lo que frustra los proyectos de estos personajes, sino más bien la casi total ausencia de una estructura social en la cual integrarse, de una institucionalidad que les ofrezca algún soporte. En el cuento mencionado (“Sobre la ciencia de estar solo”) es sobretodo la crisis económica la que va condenando al narrador protagonista a una situación de pobreza que lo despoja progresivamente de cualquier confianza en la posibilidad de cambiar su vida. Así, sus esfuerzos por obtener el sí de Sonia para por fin conformar una familia con ella y la hija que tienen en común (Mayra), tienen el carácter de un ritual que se repite en cada cumpleaños de Mayra, de una representación que apunta más a fingir que a transformar una realidad: “era el día en el que fingíamos que éramos aún una familia, o que alguna vez lo habíamos sido. Era el día en el que le proponía, con una sutil fanfarria, que oficializáramos nuestra unión.” (p.228) Cuando hacia el final de la celebración del quinto cumpleaños de Mayra, Sonia le cuenta al protagonista que uno de los huéspedes norteamericanos del hostal de su familia le va a enviar los boletos de avión para que ella y su hija puedan emigrar (y formar una vida con él), él, finalmente, decide repetir su pedida de mano ritual. Sabe que con eso no va a lograr cambiar lo que ya está decidido, el destino de sus mujeres que lo excluye y que luego vivirá como abandono. Al terminar su relato diciendo que “jugué mi última carta, y por ello, no me arrepiento de nada”, el narrador se ubica dentro de lo que considera la tradición peruana de glorificar sus fracasos: “Somos una nación de finteros consumados. Hombres y mujeres que logran trascender gracias a acciones banales, un pueblo condenado a inventar poesía. Y yo soy igual a todos, un soso actor más dentro de esa grandiosa tradición. Nuestros héroes guían a sus corceles a los acantilados y saltan hacia muertes gloriosas. Se inyectan veneno y se consume en nombre del progreso médico. De manera inevitable, estos héroes mueren, o sus esperanzas se desvanecen, y esto es un motivo de orgullo para nuestro sufrido pueblo. Cómo y cuándo hacerlo, el método y el momento más propicio para una derrota final y solitaria. Es nuestro arte más refinado.” (p.237).
Para muchos de los personajes peruanos de Alarcón, seres marginales que atisban permanentemente un mundo aún más precario del que eventualmente podrían pasar a formar parte (en su deambular por la ciudad se van encontrando con prostitutas, payasos, niños que aspiran terokal), la emigración aparece como la única, y quizás la última, posibilidad de dar un golpe de timón que enderece un camino extraviado. Las oportunidades para dejar el país aparecen en forma fortuita y son tan precarias como la realidad que se busca abandonar: un pintor desconocido es invitado por un amigo norteamericano a participar de una exposición en su universidad, lo que le abre la posibilidad de no utilizar el pasaje de regreso, la hija de los dueños de un hostal limeño recibe de su amante norteamericano dos pasajes para, junto a su hija, dejar el país. El camino que se abre es incierto, pero de la conjugación entre la falta de oportunidades en el Perú y su supuesta abundancia en Estados Unidos, emerge por lo menos la visión de un futuro posible para el que decide emigrar. Este futuro, sin embargo, tampoco es idealizado. Como migrante, hijo de migrantes y miembro de una sociedad constituida en gran parte por migrantes, Alarcón conoce los caminos del desarraigo y las dificultades de reconstituir plenamente los sentidos de pertenencia perdidos. Uno de sus personajes lo expresa así:
“Marcharse no es problema. Es emocionante, en realidad; de hecho, es como una droga. Es quedarte lejos lo que te mata. Esta es la sabiduría compartida de los inmigrantes. La escuchas de gente que vuelve a su país luego de una década de ausencia. Te cuentan sobre la euforia que se acaba rápidamente; sobre las cosas nuevas que van perdiendo su novedad y, poco después, incluso su capacidad de divertirte. El idioma te desconcierta. Te cansas de explorar. Luego la lista de lo que extrañas se multiplica irracionalmente, y la nostalgia lo nubla todo: en tus recuerdos, tu país es limpio y honesto, las calles son seguras, la gente es por naturaleza cálida y la comida, siempre deliciosa. Los detalles sagrados de tu vida anterior se te aparecen una y otra vez de manera extraña y reiterada, en cientos de sueños que te mantienen despierto. Tus bolsillos se llenan de dinero, pero tu corazón se siente enfermo y vacío”. (p.133)
Pero entonces, ¿qué recordamos?
Con algunos de sus cuentos y sobre todo con su última novela, Alarcón se suma al esfuerzo de muchos narradores peruanos contemporáneos de elaborar literariamente el tema de la violencia terrorista y de estado que asoló al Perú durante las dos últimas décadas del siglo XX. En los dos cuentos de Guerra a la a luz de la vela en que se aborda directamente esta temática, se establecen relaciones explícitas e implícitas entre las experiencias de migración al interior del Perú, el contacto con nuevas formas de injusticia y el despertar de una indignación canalizada en forma violenta. Los protagonistas de estos relatos migran de Arequipa a Lima, ciudad en la que, a partir del ingreso a la universidad, empiezan a tomar conciencia de la necesidad de luchar contra la injusticia imperante en la sociedad peruana. A través de la construcción de una historia de vida para dos jóvenes senderistas, el autor trata de comprender el camino que conduce de una vida personal relativamente tranquila y promisoria (en términos más o menos convencionales) a la participación en un proyecto colectivo mesiánico y violento como el de Sendero Luminoso. Hay algo de lugar común en ambos relatos; reitera lo que muchas veces se ha dicho sobre este tipo de trayectorias, pero sin aportar mayor profundidad (quizás esto no sea tan obvio si se piensa en el que el lector modelo es más bien un norteamericano no familiarizado con este fenómeno): un joven inteligente y especialmente sensible (característica que va mostrando desde la infancia, y que se ve remarcada en cada una de las analepsis) sufre con la injusticia y discriminación a la que se ve sometida la mayor parte de la población peruana; al entrar a la universidad (a San Marcos, obviamente) se encuentra con otros jóvenes dispuestos a luchar por cambiar esa realidad. Sin embargo, no parece ser un grupo como Sendero Luminoso, con sus ribetes de fanatismo absurdo, el que pueda transformar positivamente el país: en “Lima, Perú, 28 de julio de 1979”, un joven pintor deja el arte para integrarse a la lucha armada; una de sus misiones es atrapar perros negros para matarlos y colgarlos de los faroles; los perros de otro color deben ser pintados de negro por él. En “Guerra a la luz de las velas”, se relata la vida del protagonista, Fernando, vista desde el momento de su muerte por la explosión de una bomba en la selva del Perú. Se muestran aquí las renuncias y sufrimientos de la vida en clandestinidad, lo absurdo de una guerra que enfrenta jóvenes que buscaron a tientas algún camino en una sociedad que no parecía ofrecerles nada: “un soldado asustado dispara; un rebelde aterrado responde y así empieza un tiroteo. Ambos son demasiado jóvenes, poco pueden hacer salvo sepultar sus dudas en la violencia.” (p.165).
La apuesta por ficcionalizar y tratar de comprender la experiencia de participación en Sendero Luminoso emprendida en estos cuentos, es continuada por Alarcón en su primera, y hasta ahora también última, novela. Sólo que ahora ya no se trata de Sendero Luminoso (SL), sino de IL; el mundo de ficción ya no se llama Perú, la capital neblinosa y húmeda tampoco es Lima. En Radio Ciudad Perdida un narrador omnisciente despliega las historias de vida de una serie de personajes que van relacionándose entre sí o descubriendo sus pasados comunes a medida que se desarrolla el relato. La novela va armándose entre saltos al pasado y diálogos con el presente, hilos que conectan no sólo distintos tiempos, sino también espacios y realidades muy apartados. Finalmente emerge una novela bien narrada, con una estructura interesante, pero con un tratamiento empobrecedor e insatisfactorio de las problemáticas abordadas. Quiero referirme solamente a dos aspectos que me resultaron especialmente perturbadores: el borramiento de los referentes reales del mundo de ficción y las claves de interpretación propuestas para comprender el enfrentamiento entre estado y terroristas.
La pregunta recurrente y casi obsesiva que acompañó en sordina mi lectura de Radio ciudad perdida fue: ¿por qué no tiene nombre el país en el que transcurren los hechos narrados, por qué la ciudad que no puedo sino reconocer como Lima por la descripción (y por la elección de la foto de portada de la versión en castellano, en cuyo primer plano destacan esas típicas azoteas grises y planas, adornadas sólo por la ropa colgada y algunos escombros) se mantiene en el anonimato? El grupo subversivo sí tiene nombre, IL, siglas que no pueden sino remitir a SL, Sendero Luminoso. El presidente y el aparato represivo del Estado tampoco tienen nombre. Todo esto podría ser leído como una perturbadora ficcionalización de lo que hubiera podido pasar en el Perú si una vez terminada la guerra del y contra el senderismo, un tiránico estado victorioso hubiera decidido imponer un brutal borrón y cuenta nueva, que es lo que efectivamente ocurre en el mundo de ficción de Radio ciudad perdida: se prohíbe hablar de la guerra, se cambian los nombres de provincias, ciudades y pueblos por números que no admiten ninguna evocación, se establecen listas de personas innombrables, condenadas a ser recordadas sólo en el silencio de mundos privados fragilizados por la experiencia de la guerra y la violencia. El final de la novela, en que Norma, la protagonista, se atreve por primera vez a enfrentar la prohibición de leer en voz alta, en su programa de radio, el nombre de su marido desaparecido, pone de relieve la importancia de nombrar y recordar. Gran parte del éxito de este programa, que da el título a la novela, se basa en la fuerza casi ritual de decir los nombres de los desaparecidos. Si bien el objetivo primero y declarado del programa era lograr reunir a los muchos desplazados por la violencia y la pobreza que habían perdido contacto con sus familiares, el efecto terapéutico que logra se basa muchas veces en el simple hecho de hacer “reaparecer” personas a través de la lectura de sus nombres: aunque no aparezca en carne y hueso el familiar perdido, escuchar en público su nombre sería algo así como un testimonio de qué efectivamente existió, la constatación pública de una existencia que amenaza convertirse en fantasma. Si desde la enunciación se hace explícita la importancia de conservar y preservar los nombres y la especificidad de la memoria, algo que además es reforzado por la estructuración narrativa, ¿cómo debemos interpretar que los evidentes referentes reales con los que dialoga esta ficción nunca sean nombrados?
El Perú, entonces, no se nombra. Lima tampoco. La selva es ¿cualquier selva?, la sierra ¿cualquiera sierra?, los indígenas, los campesinos, ¿seres indiferenciados que podrían habitar cualquier país latinoamericano?, ¿la guerra, la violencia, el terrorismo, una suerte de experiencia universalizable o por lo menos “esencial” de la realidad latinoamericana? Estas preguntas remiten inevitablemente a los interminables y nunca resueltos debates en torno al rol de la literatura y su relación con la realidad, y más específicamente a aquellos realizados en América Latina con respecto a sus propias manifestaciones literarias. El libro de Alarcón, ¿es una novela sobre la violencia latinoamericana, sobre las guerras en plural de la región, o es más bien un relato que recoge y recrea la experiencia en torno a Sendero Luminoso? Creo que muchos de los problemas de la novela surgen precisamente de pretender ser las dos cosas. Tanto expresión literaria de experiencias humanas supuestamente universales o por lo menos específicamente latinoamericanas, (la de la pérdida, el dolor, la importancia del recuerdo, la imposibilidad de olvidar, todo ello asociado a violencias estructurales, a configuraciones sociales excluyentes e injustas), como reconstrucción de un episodio particularmente violento de la realidad reciente peruana. A cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de esta realidad, más aún si ha vivido en el Perú en los años de la guerra, le resulta evidente que este episodio constituye uno de los referentes centrales de la ficción de Alarcón. Pero lo que nos dice el texto sobre la guerra de y contra Sendero Luminoso (perdón IL), los esfuerzos que despliega el narrador omnisciente por explicar la violencia desmedida que asoló al país que no quiere llamar Perú durante tantos años, la imagen que emerge finalmente de ese enfrentamiento, no contribuyen ni a una comprensión mejor o por lo menos distinta de estos hechos, ni a una preservación de la memoria de muchos de los que sufrieron por esa violencia. Lo que emerge del texto es un esfuerzo de explicación según el cual la violencia habría sido producto del enfrentamiento de un aparato Estatal extremadamente represivo y un grupo subversivo sin organización ni proyectos claros. La participación de Rey, el esposo desaparecido de Norma, en IL, así lo confirma: pertenece sin pertenecer, conoce sólo a su contacto en IL pero no tiene claro ni por que está ahí, ni que es lo que persigue este movimiento, ni en qué consiste su participación en él. El Estado entonces es represivo porque es malo; los miembros de IL están ahí casi por un automatismo nacido en muchos casos en respuesta a algún acto represivo previo cometido por el gobierno. De un lado el poder y control totales, del otro una respuesta más bien anárquica, desorganizada, carente de propuestas. Ninguna sociedad civil en medio de estos polos, ninguna conciencia ciudadana o proyectos alternativos frente al terror impuesto por ambos miembros de esta ecuación maniquea.
Resulta pertinente entonces volver al tema de la traducción, que tiene que ver con el lector implícito de la novela. Porque como ya vimos Alarcón, en su labor como escritor, se ve obligado a realizar múltiples traducciones: de la realidad de alguna manera conocida y percibida en español a su lengua literaria que es el inglés, y por lo tanto a un público que lo va a leer, en primer lugar, en ese idioma. Lo que se produce entonces es una traducción de una realidad peruana- latinoamericana para un público norteamericano. De ahí el adelgazamiento de la complejidad de los problemas tratados, de ahí también su reducción a una fórmula bastante más “digerible” de lo que sigue siendo la situación peruana. Pero este no es sólo un camino de simplificaciones sino también de distorsiones, algo más que evidente en la elaboración de una imagen literaria de Sendero Luminoso como un grupo surgido espontáneamente a partir del resentimiento y la rabia de peruanos particulares, sin ninguna propuesta ni articulación como grupo. En este sentido, resulta por lo menos irónico que en el período de postguerra descrito en la novela de Alarcón lo que parece haberse impuesto son más los planes abrigados por Sendero Luminoso que los perseguidos por los gobiernos, ciertamente autoritarios y represivos del Perú de la época: una especie de refundación nacional, con cambios de nombres, borramiento de memorias, reinvención de la nación. ¿No eran esos parecidos de las propuestas senderistas con los desarrollos en la Camboya del Khmer Rouge lo que tanto temimos en la década de 1980?
No quiero decir con todo esto que le adjudico a la novela -a la de Alarcón o a muchas de las otras que se han escrito y se siguen escribiendo sobre los años de la guerra en el Perú- la responsabilidad de dar cuenta fiel y verazmente de la “realidad” peruana. No se trata, ni siquiera, de exigir realismo, mimesis perfectas ni correspondencias comprobables entre los mundos de ficción y sus referentes externos. Lo que sí creo que se le puede seguir pidiendo a la literatura, es que los mundos de ficción que construye, los universos narrativos que despliega, nos permitan de alguna manera, no importa cuan desviada o refractada sea, desarrollar una mirada más lúcida y complejizadora, de las situaciones que vivimos en la realidad.