Es la víspera de la gran masacre de haitianos de 1937, perpetrada por el tirano Rafael Leónidas Trujillo, y Amabelle, protagonista y narradora de la novela, forma parte del servicio doméstico de una hacienda en Santo Domingo. A decir verdad, su estadía allí no es voluntaria, durante su niñez fue rescatada del río que divide República Dominicana de Haití, luego de que una subida de las aguas arrastrara a sus padres por el caudal. Valencia, su patrona y compañera de infancia, está a punto de dar a luz, y Amabelle se estrena como partera, oficio que recuerda difusamente haber observado practicar a su madre. Cabe señalar que este rol, asumido por Amabelle al comienzo de la novela, que corresponde al oficio materno, es uno de los indicios con que la obra nutre su argumento respecto al rescate de las figuras soterradas bajo el peso agobiante que constituye la memoria oficial.
Que además Amabelle reciba a los hijos de Valencia, vuelca la atención en la inconmensurable importancia de los trabajadores en la mantención y permanencia de las familias empoderadas. Más allá de la también asertiva observación de que la protagonista es una mujer que permite parir, pero no logra ser madre a lo largo de la novela, como parte de una potente declaración feminista (esto de acuerdo con la lectura de April, Shemak Re-membering Hispaniola: Edwidge Danticat’s The Farming of Bones), se encuentra también una alegoría de clase. Ésta funciona exponiendo el contraste material entre la ostensible precariedad de Amabelle, la sirvienta haitiana, y el exquisito boato que rodea al personaje de Valencia, de ascendencia española y nacionalidad dominicana. De esta manera, se puede apreciar cómo la plusvalía resta vida al personaje de Amabelle y suma al de Valencia, a través de la abundancia de bienes y descendencia. La protagonista de la novela por cierto, es plenamente consciente de estas diferencias: “Yo conocía bien esa mirada, porque la recordaba grabada en mi rostro joven: habría tolerado lo que fuese, cargado cualquier peso, sufrido la mayor vergüenza, vivido mirando el suelo, con tal de que un día, siquiera remotamente, nuestros destinos se hubieran parecido o acercado un poco; si por los años de labor y de deber me hubieran concedido una vida honrada que en un modestísimo grado se acercara a la de ella” (p. 300). Lo mismo se aprecia en las citas siguientes: “Se miró las manos. Eran inmaculadas, perfectas y de aspecto suave. Yo bajé los ojos a las mías, llenas de cicatrices de aguja y tijeras…” (p. 292) y “Cuando uno trabaja para otros, en cuanto entra en una habitación el amo o la patrona se apresuran a inspeccionarla, como si esperasen pillarla con un tesoro faltante en la mano” (p. 293).
Pareciera que la estrategia de Danticat es restituir el centro de la narración a Amabelle, subvirtiendo así la estructura del drama victoriano tipo Mansfield Park que agudamente analiza Edward Said en su ensayo Cultura e Imperialismo. La concesión de voz y carácter a un personaje que en una novela decimonónica sería un figurante, un insulso extra, apenas una sombra diligente que se desliza tambaleante en las oscuras rendijas del decorado, y cuya intervención en el mejor de los casos queda relegada a mero espectador pasivo y silente de las teatrales cuitas de la protagonista, corresponde a una audaz reescritura de las narrativas metropolitanas. No obstante, esta paródica convivencia se verá violentamente interrumpida la noche en que se desate la matanza de haitianos ordenada por Rafael Trujillo y Amabelle deba escapar por sus propios medios del implacable filo de la guadaña del dictador.
Así comienza la segunda novela de la autora haitiana Edwidge Danticat, donde haciendo gala de un estilo narrativo que combina una vibrante entonación poética con una profunda reflexión acerca de la memoria y el testimonio de los pueblos perseguidos, se inscribe como una de las autoras pioneras de la generación de la diáspora caribeña en suelo norteamericano.
Otra de las características capitales en la construcción discursiva de la novela, se encuentra en la alegorización de los espacios como herramienta para criticar la rigidez de las estructuras de pertenencia. El agua, por ejemplo, encarnada en el río Masacre (división natural en la frontera entre Haití y República Dominicana) es una de ellas. Además de testigo directo de dos grandes matanzas históricas (una anterior al genocidio del 37, por la cual lleva su fatídico nombre), funciona como límite y posible refugio de la violencia que desencadena Rafael Trujillo (sanguinario dictador dominicano desde 1930 hasta su asesinato ocurrido en 1961) que no es otra cosa que un trasunto de las lógicas de cuño occidental, ominosa anticipación incluso de las experiencias totalitarias practicadas por el nazismo europeo. El río y el mar específicamente en la geografía de La Española, pero también en una extrapolable imaginería insular antillana, son la presencia interna y externa del agua fluyendo en un diálogo perpetuo, no excluyente sino vinculante, y que yo al menos imagino como la superación de la lógica binaria esencialista por una dialéctica fluyente. El torrente fluvial que separa la isla por un lado y el océano que distancia el continente por el otro, son figuras ambiguas, que pueden entenderse tanto como barreras, trincheras, empalizadas o diques de contención, de uno u otro lado, pero simbólicamente pueden llegar a representar aquellos lugares que escapan de la tiranía de las estructuras homogeneizantes que impone el poder, desde donde es posible pensar nuevas formas de relación con la naturaleza, la comunidad y la sociedad global en su conjunto, ya no más sobre, encima, sino entre, y junto a. Dentro de un Todo-mundo en palabras del intelectual caribeño Édouard Glissant.
Por otro lado, la protagonista de la novela es una mujer negra y pobre, es decir género, clase y raza se encuentran conjugados en la carnadura del personaje que nos propone la autora. La apelación profunda según esto, alude a las categorías que la perene colonialidad, transversal y plenamente vigente, han trazado e impuesto en las sociedades excluidas de las hegemonías globales. Como ya se indicó, el texto interpela también a la novela victoriana, y logra dar voz y categoría a un personaje que acostumbra pulular tácitamente en los paisajes de los dramas solariegos de la tradición literaria decimonónica metropolitana (señalémoslo una vez más, Amabelle, la protagonista es miembro de la servidumbre). Por si fuera poco, la novela de Edwidge Danticat puede leerse en clave diaspórica, pues la recuperación literaria de los episodios acontecidos en 1937 hace alusión a la situación de persecución sufrida por una comunidad que debe emigrar de su territorio para alcanzar mejores expectativas de vida. Es decir, existe una latente correlación entre los haitianos que se ven obligados a cruzar hacia la República Dominicana de Trujillo para emplearse en sacrificadas y duras faenas, y los que deben viajar al continente norteamericano que, es necesario apostillar, es desde donde espacial y simbólicamente escribe la autora. Este paralelismo, además, excede la mera referencia a la condición trashumante del pueblo haitiano, desplazándose hacia la concienzuda crítica a la producción de alteridades. Vale la pena pergeñar respecto a este punto, algunos antecedentes que clarifiquen la lúcida reflexión histórica que desarrolla la autora en la novela. El genocidio que perpetra Rafael Trujillo contra la población haitiana en suelo dominicano, que es el escenario en el cual transcurre la novela, fue denominado “el corte” pues su ejecución se llevó a cabo por medio de machetazos, para así hacer pasar por una asonada espontánea el ominoso edicto militar. La principal herramienta para lograr diferenciar a un haitiano de un coterráneo, (tal era el carácter fratricida de la empresa) que utilizaron los soldados y campesinos dominicanos que llevaron a cabo la matanza, era que los sospechosos tuviesen que pronunciar la palabra “perejil”. De esa manera la matriz francófona del créole haitiano revelaba el origen de los perseguidos, imposibilitados de articular el alófono “r” tal como un hablante de español lo haría. La construcción de la alteridad en ese sentido, posee una profunda relación con la situación de los inmigrantes caribeños residentes en los Estados Unidos y su constante asedio por parte de la sociedad norteamericana azuzada por una prolongada estigmatización mediática. No está de más recordar que a mediados de la década de los ochenta, en plena eclosión de la epidemia del SIDA, se creía que los portadores de esta enfermedad eran exclusivamente los homosexuales, drogadictos y haitianos.
Sin duda, la obra de Edwidge Danticat, y en especial el hito que marca la publicación de esta novela en particular, marcan la consolidación de una generación de autores caribeños que construyen sus relatos convocando fuertes resonancias críticas en torno a la reinterpretación de la historia, la nación y la literatura latinoamericana. Prueba de ello es otra de las perspectivas de análisis que aguardan al lector de esta fascinante obra. Me refiero a la propuesta de reformular el sustrato de la novela del dictador latinoamericano (El señor presidente, Yo supremo, La fiesta del chivo), donde se busca despersonalizar la imagen del tirano, rompiendo con la imantación seductora del personaje déspota, para problematizar la responsabilidad y complicidad del tejido social dentro de las dinámicas totalitarias.
Danticat, Edwidge. Cosecha de huesos. Norma, 1999.