He ensayado mis mejores aullidos a la luna Manuel Silva Acevedo, “Visita personal”
La lectura de Contraluz debiera de impulsarnos a crear una lista (tan larga como la del supermercado) en la cual nos cuestionemos ciertas intuiciones que cualquier vecino jure como absolutas. Y quizás una de nuestras primeras anotaciones podría ser la pregunta por el verdadero sentido de una poesía combatiente en nuestros tiempos. Claramente su dirección no sería la de una escritura inscrita desde un comité de militantes o desde su organismo de propaganda, sino, a la manera de Manuel Silva Acevedo, la de una poesía que es capaz de tomar el toro por las astas, de asentarse en la trinchera de la cotidianidad, con los ojos bien puestos tanto en la retaguardia como en la línea enemiga, o más allá del avance de la historia y sus líderes.
La palabra resistencia, por tanto, no podría sonar ajena a estos campos, pero resistencia de la memoria, en defensa de un amor loco, desesperado, íntimamente carnal, o más bien desatado, libre de todo prejuicio, en fin, libre, como debiera de serlo todo hombre. Pues es la libertad un estandarte seguro de esta poesía que de larga data se escribe “criminal como víbora / titánica como abeja”. Ya desde su conocido Lobos y ovejas ha logrado “tan entregado a la animalidad como a la espiritualidad más alta” ser una poesía de “gozo atormentado, padecimiento lúcido, celebración y lamento a la vez”, utilizando las palabras del cuidado prólogo de Adriana Valdés preparado para esta edición y que es otro punto a favor de esta selección.
Pero, yendo directamente a estos 33 poemas, Lobos y ovejas no es ni un reglón, ni un punto aparte ni un punto y coma, sino uno axial de la tradición poética chilena y, tal cual, un vaticinio, un trozo de nuestra cruenta historia. No es extraño el mencionar que al igual que Canto del Macho Anciano o Morfología del Espanto de Pablo de Rokha o la novela Patas de perro de Carlos Droguett, este fragmentado poema nacido en 1972, es parte de ese breve grupo de obras que se adelantaron, inquietantemente, a la debacle de la república. Así, en Contraluz, encontramos otros poemas como “El presidente en terno azul oscuro de paisano”, “Recinto militar”, “Bajo dictadura”, entre otros, que dan irritada cuenta de una estética de la derrota, donde la misma poesía, a pesar de sus mínimas posibilidades, combate. Pero esa actitud no deja de poseer un alto grado de ironía, en especial para con el oficio, como en “Artista de feria” (“Pasen señores a ver al poeta / que aspira algodones empapados en éter”) o en “La cabeza en la picota”:
El poeta ya no cree en nada
Agotó los últimos recursos
Se ha puesto de rodillas
Pide limosna a gritos
Su barba está llena de parásitos
La muerte lo visita con frecuencia
Ya no sabe de nada
Que ruede la cabeza del poeta.
Hay aquí, por lo tanto, la imagen de un poeta que puede aquilatar el peso y el resultado de sus acciones. No valdría de nada una poesía combatiente que no sea autocrítica, ejemplos de lo contrario sobran y han dado para sendas estatuas; en cambio, Silva Acevedo pone su oficio en la jaula de las bestias con las que grafica la depredación del hombre por sí mismo, pasando de un simbolismo recargado a la contingencia más dura, como quién se pregunta ante el noticiario “¿Qué haces ahí embobado / ante la vitrina de la fiambrería?”. A esto, otro visionario, Enrique Lihn, en 1978 había asentado lo siguiente sobre el vate en su ensayo “Poetas fuera o dentro de Chile 77”[1]: “La contrapartida de la inanidad de una palabra que se declara aplastada por la historia, está en la afirmación, más o menos explícita, de un cierto poder de la palabra y de su mágica vitalidad”.
Potencia e impotencia que también pueden observarse en el campo amoroso, ese otro campo de batalla, donde también se busca cambiar la vida. En “Mujeres” el poeta nos interpela ante una debida pregunta: “Porque una mujer con precio es tan abominable / como una fruta agusanada / ¿Alguien tuvo entre sus brazos / una mujer gratis como el Sol y la Luna?”. Quizás podríamos decir o sumar a Silva Acevedo su lugar entre los pensadores utópicos, junto a Fourier, o junto a un poeta de la herida como Ungaretti que clama por un lugar inocente, no obstante caeríamos ante un error fatal, pues el hablante de estos versos no es para nada un amante platónico, sino un cartógrafo de sus conquistas. Su Terranova sería la mujer vibrante, la compañera de ruta, salvaje como en “A la manera de Apollinaire” (“rapaz como la garra de la búha / ardiente como la loba en celo”) o la verdad única como en “Con solo dejar…” (“La vida es una ilusión / lo único cierto es el cuerpo femenino / con sus volubles formas planetarias”). La figura femenina en esta poesía estaría más cercana a la de la diosa Marte y sus lanzas, un enemigo digno de combatir: “Entro a tu campo sembrado de minas / rompo alambradas, sorprendo a los vigías / Es inútil que llames a tu guardia” (En “Campo de amarte”).
Pero para finalizar, veamos un poema querido como “División de las aguas” de Día quinto (1995) que, marcadamente, abre otra brecha. Interesa desde su partida, pues aquel primer verso, “Va a llover” parece ser dicho calmo y distanciado, asumido -debiéramos decir; una afirmación a la cual no se le adhiere ningún elemento y que sirve de llave para dejar correr la descripción de los hechos que pasivamente la voz va narrando. Toda una zoología plumífera asiste (palomas, gallinas, patos, ocas, pavos, etc.) anunciando la caída de la lluvia, los insectos y en fin, toda la naturaleza corre a resguardarse, quedando la ciudad desierta, mientras “Los anuncios de neón anuncian nada a nadie”. Esa otra brecha es la de esa importante comunicación con lo natural que denota en su completitud Contraluz y que en este poema logra una serenidad y una celebración de que lo que ocurra no depende ya del hombre ni de la palabra misma, sino de un entorno que lo sobrepasa con sus leyes y resultados. “División de las aguas” como uno de los últimos poemas del libro, logra esa pausa y contrapunto, aquella tregua.
En fin, no queda más que agradecer el hecho de que el poeta conozca y reconozca algunos de sus mejores poemas, para cumplir con la apuesta de Pfeiffer Editorial de que los poetas dejen, en estas antologías de sus propias obras, retazos de sus poéticas, las fichas sobre la mesa, que silenciosamente, nos dicen “así quisiéramos ser leídos”, más allá de que aquello se sepa una empresa destinada al azar de los lectores: “He aquí los restos del desorden”. Alistarse en esta poesía exige por tanto reconocer esos límites de la creación y la subjetividad, entender que finalmente “Somos el amor que retorna eternamente / la más inevitable de las fatalidades”.
[1] Lihn, Enrique El circo en llamas, Lom, Santiago, 1997. Pág. 136.