“En su lucidez, Montané nos propone también acercarnos hacia todas las aristas del poema. Se abre en cada teoría una capa del pensamiento y nos sumergimos en el problema que cada teoría nos enuncia. El paisaje conversa con la fuerza de las emociones; los glosarios y los diccionarios se intercomunican con la cinética de la imagen del siglo veintiuno, cinematográfica. Propone Bruno una mirada de bisturí sobre la composición que sustenta cada poema, cada texto. Abriendo con cuchillo cada capa de los sintagmas, las elocuciones se convierten en fantasmas pirotécnicos porque, en el fondo, lo que aúlla es la teoría que no podemos dejar fuera de la escritura“, nos dice la escritora, docente e investigadora, Camila Albertazzo, en su presentación del último libro de Bruno Montané, publicado por Pez Espiral.
«Las palabras, se mueven, la música se mueve
nada más en el tiempo; pero lo que solo está vivo
solo puede morir. Termina el habla
y vuelven al silencio las palabras»
T.S. Eliot. Cuatro cuartetos
«Todo lo que emana de esta teoría tiene que ver con la iniciación y los
aprendizajes que nunca acaban».
Bruno Montané. Teorías
Pensamos. Sumergidas en la maraña marítima del olvido y el repliegue. Comenzar el libro de Bruno Montané (Valparaíso, 1957) nos remonta a esa vorágine que recorre el día cuando nos sumimos en nuestro propio divagar. El libro Teorías, publicado por Pez Espiral, se erige como un altillo de anotaciones y, al mismo tiempo, como un manifiesto en la mejor y más preclara de las acepciones.
Entrados ya en la montaña de un escritorio, un mate o un té y la hoja en blanco. La escritura se revela como la «Constatación del rotundo olor del abismo. Certeza de su permanente proximidad, comprobación de su bastardía, de su inicial y última pureza», tal como nos dice Montané en la primera «Teoría del abismo».
Escribir o existir, pensar mientras nombramos, constituye ese relave de lo que las emociones dejaron al paso. Escribir es hacer archivística, es organizar cuidadosamente la entropía. «Nos resistimos a no reseñar la fosforescencia simbólica y activa de ese pulso, de ese goteo objetivo y conceptual», nos afirma Montané en su clarividencia.
Leo con calma, mientras migro, en mi cinestesia personal, de una ciudad a otra. Cada ciudad es la nada en la que se abre el impulso eléctrico que ilumina el relleno de colores. «Teoría de la metafórica oscuridad, es, al mismo tiempo, una teoría de la resistencia», nos dice Bruno, y me pregunto: ¿qué resistimos?
El texto es un entramado, un tejido blando por capas que va descubriendo la geometría de la divagación. Todos apuntamos fragmentos. Yo misma, en mi intimidad, lo apunto a Bruno: hago listas para ver los pendientes, subsumida en el check list de la ciudad que va moviéndose y cronometrándome el post-it que se desliza en mi cuaderno. Son los pendientes: «Listas que fagocitan la estrategia de las referencias, listas que hablan del pulso de un imaginario que desde una mente solitaria se sumerge hacia el intelecto y las emociones de una ubicua y clandestina colectividad». Pienso en la escritora Lyn Henjinian. En su trazo fragmentario. Ella reconoce el fractal como unidad de pensamiento. Henjinian nos advierte, por su propia poética, que «esta es una poesía de lo que está pasando, /en ninguna parte se desintegran esas decisiones» (Mi vida en los noventa, 2003), y reconoce que el fragmento produce una sensación de tiempo vital en curso que también observo en Montané. La palabra «teoría», en general, resulta contraproducente siempre que hablamos de arte; sin embargo, justamente, la repetición caleidoscópica de esta hace que Montané refresque la idea de pensar el poema.
Enumerar cada sensación que surge cuando escribimos. El abismo, el vacío, la alienación, el balbuceo, el azar. Montané registra un proceso en cada acción y lo superpone como articulación del pensamiento. Entre medio, se sugiere un pesado hilo que cruza Teorías: el de la nada. El sujeto contemporáneo, al decir de Agamben, transita esta liminalidad, cruza puentes, estimula fronteras en cada una de las acciones que Montané propone como teorías abiertas de escritura, pero también para comprender el mundo. Cito a Montané en «Teoría del balbuceo»: «El centro de la teoría trata el tema de un gesto que en no pocas ocasiones es considerado como evidencia de debilidad, desorientación, desubicación, desequilibrio u ofuscación [ …]. Sabemos que su contrapartida teórica trata de la ejemplar y excelente articulación». Y, entonces, pienso: ¿cómo articulamos los procesos que trasuntan la escritura? ¿De qué materiales precarios están hechos los poemas? ¿Articulamos en la clásica gramática para revelar o para oscurecer?
Las teorías de Bruno Montané nos permiten este balbuceo, este registro de pensamientos fractarios que componen una procedimentalidad compleja y cotidiana. En Teorías vamos acompañando al autor por su propio camino escritural, incluyendo esos callejones sin salidas que son el cliché y la simpleza de los argumentos, bloqueos y borrones. El libro de Montané expone la tachadura y su valor fallido, métodos que por su estatuto de erróneos o caducos no tienen por qué ser desechados, hojas mal transcriptas, adrede y al azar, todo al mismo tiempo. Cito: «El conocimiento que se halla paralizado en su fondo abomina de la sumisión claustrofóbica, se resiste a ser ese discípulo internado en un siniestro callejón imaginario e ideológico, alimentado en la voracidad de su más displicente paranoia».
El tejido que Bruno Montané nos presenta, en su densidad sostiene el pararrayos lúcido de lo que está expuesto. Tal como una viga al aire, Montané expone las costuras del poema.
Pienso en Severo Sarduy, cuando en el texto «París 60» nos dice: «Contra todos los idiomas […]. / Solo en ese silencio escucharemos / el diálogo del hombre». En su «Teoría de la enunciación», Montané, certero en su nudo, provoca al lector: «Tratar con el entramado del lenguaje y las tensiones de su representatividad, pero abandonando el árido terreno de lo meramente representado. Una palabra tras otra, como el hierro fundido que entra en el molde de un mundo posible». El mundo de Bruno Montané que se abre en Teorías coincide con la práctica que Severo Sarduy propone en «París 60» y que Henjinian confirma en el fragmento que cité más arriba. Los tres, en concordancia sinérgica, van exponiendo, en el fragmento, la minusculidad de cada procedimiento que nos lleva a escribir. Y lo que se juega al provocar la lengua, las palabras, los paradigmas y sus mecanismos vivos.
En el juego witgensteniano de espejos, Montané calibra su pluma y bordea el clímax de lo que adhiere a la escritura: «la teoría espejo aparece en el horizonte de las imágenes y confirma el arco visual, la generosa y exacta resolución de su natural espacio perceptivo». La imagen se revela entonces en pleno centro de todos los sustantivos que nombran sus teorías. Se hace evidente la estructura que posee lo desestructurado. Insiste en la novedad de lo que se refleja: «La teoría del espejo es una teoría de la precisión y el asombro». En este punto de la lectura es imposible no pensar que el mismo texto, metalingüísticamente, refleja en su armado una característica de lo que Montané ha leído, conversado, citado, comentado y pensado en otros autores y autoras. Somos/escribimos/percibimos como espejos y registramos en el lenguaje lo que acontece. Es más, en otro de sus textos nos dice: «Teoría de lo que anotamos al percibir la lucidez oculta en el ciclo de las repeticiones». Y nos recuerda que el caleidoscopio también es un pastiche que revela los comportamientos de patrones incesantes de la sociedad.
Teorías es un manual para la creación que, al mismo tiempo, se va construyendo a sí mismo en ese plano estético. Un texto metaestético que fisura lo que entendemos por poema hasta el pliegue más difuminado. Un montaje de sensaciones que se concretizan en el poema. Bruno Montané escribe que es también una «Teoría del descenso entre estalactitas y estalagmitas, opuesta a la práctica del ascenso, y teoría de la meditada sujeción y esperanzado ascenso hacia la luz».
Teorías cruza la cordillera de lo que se especula y se mueve en espacios abiertos a la digresión, contaminada toda ella de lo que abiertamente nos corroe. En esto, como Sartre, Montané nos arroja a la libertad del espacio escritural cuando nos muestra que «Hablamos de algo parecido a la teoría de la libertad de nuestro más íntimo y propio ser […]. Un estado casi místico que nada tendría que ver con el habitual orden». ¿De qué hablamos cuando encontramos la palabra precisa para el poema? Justamente, esta discusión, que lleva años debatiéndose, halla espacio en lo que no debemos nombrar o que nombramos a ciegas. Comenzamos escribiendo nuestra infancia o nuestros miedos, partimos en un abismo y seguimos en el fracaso, fracasamos en el intento de decir y Montané nos previene de aquello que queremos ocultar: «Teoría donde el fracaso se revela como el espejo más infinito e iluminado», haciendo alusión a cada intento despeñascado por decir lo indecible. Escribir parece ser una manera de construir, con mecanismos vivos, el futuro. Como un marionetista que cristaliza en la construcción de sus hilos los mismos hilos que quiere controlar y que desea que sean controlados por el receptor del juego, Montané escudriña cada boceto no terminado, cada intento fracasado por sentenciar una verdad. La verdad está oculta y reaparece miméticamente en pedazos de espacios representativos. Con lo anterior, quiero decir que Montané sabe que el error y lo que no terminamos es parte de este mismo proceso constitutivo del Arte. Si seguimos a los teóricos clásicos del arte, como E. Gombrich, podríamos sentarnos a debatirle al autor si existe realmente ese lugar de pensamiento estético arrojado a las emociones, si el Arte con mayúscula puede habitar esos escondrijos fallidos. Pero sabemos que, en el fondo, y al igual que Gombrich, Montané considera este ejercicio como un producto más del artista-poeta-escritor, que va leyendo la contemporaneidad agrietada en su poética ejecutoria. El poema/texto va descarnándose en su proceso biológico. Vive y muere en sus biotopos. Alcanzamos entonces la revelación de que todo no es sino un boceto translúcido de los ejercicios fallidos de la escritura, que ningún poema está realmente terminado, que lo que llamamos fragmento es en realidad un pedazo de espejo: «El escritor acaba sabiendo de esa concentración y de repente percibe su fuerza, esa omnipresente e irradiada lucidez con que bajo el rumor del papel y la tinta se siente atraído hacia un centro inabarcable y poderoso».
Teorías cruza la cordillera de lo que se especula y se mueve en espacios abiertos a la digresión, contaminada toda ella de lo que abiertamente nos corroe. En esto, como Sartre, Montané nos arroja a la libertad del espacio escritural cuando nos muestra que «Hablamos de algo parecido a la teoría de la libertad de nuestro más íntimo y propio ser […]. Un estado casi místico que nada tendría que ver con el habitual orden». ¿De qué hablamos cuando encontramos la palabra precisa para el poema? Justamente, esta discusión, que lleva años debatiéndose, halla espacio en lo que no debemos nombrar o que nombramos a ciegas. Comenzamos escribiendo nuestra infancia o nuestros miedos, partimos en un abismo y seguimos en el fracaso, fracasamos en el intento de decir y Montané nos previene de aquello que queremos ocultar: «Teoría donde el fracaso se revela como el espejo más infinito e iluminado»
Camila Albertazzo
En su lucidez, Montané nos propone también acercarnos hacia todas las aristas del poema. Se abre en cada teoría una capa del pensamiento y nos sumergimos en el problema que cada teoría nos enuncia. El paisaje conversa con la fuerza de las emociones; los glosarios y los diccionarios se intercomunican con la cinética de la imagen del siglo veintiuno, cinematográfica. Propone Bruno una mirada de bisturí sobre la composición que sustenta cada poema, cada texto. Abriendo con cuchillo cada capa de los sintagmas, las elocuciones se convierten en fantasmas pirotécnicos porque, en el fondo, lo que aúlla es la teoría que no podemos dejar fuera de la escritura. Somos escribientes desde la ideología; repetimos, nuevamente como espejos, la dificultad de la lengua para nombrar el entramado de poder que organiza las sociedades. No solo escribimos desde un nudo interior, sino desde la ciudad, el paisaje, la grieta: «Teoría del cuerpo, del paisaje y de las pulsaciones del hipotálamo, es una teoría bella y feliz, y, pese a ello, se prodiga con una objetividad y precisión que podrían parecernos duras e irresolubles en su voraz multiplicación». Aquí entramos en teorías que promueven vernos desde aristas menos individuales. El texto es una matrioska, una muñeca rusa que se enrosca en sí misma, una cinta de Moebius que se interviene en el paisaje y sitúa al territorio como una seña inquisitiva del decir. Es este libro, espeso, un legajo que contiene verdades completamente refutables y por ello universales. Teorías, de Bruno Montané, sostiene la hipótesis de que la escritura son muchas hipótesis y que el texto es un tejido blando que va rindiendo cuenta del hacer en el mundo, uno que está vivo y que muere —como dice Eliot en nuestra cita inicial—, porque solo lo que vive puede morir. Teorías nos deja una sensación pasmosa de productiva ambigüedad, porque es un caleidoscopio en el que, donde sea que miremos, podremos encontrar rastros de vida y muerte —tan necesarias en el poema—. Cito, para finalizar: «Quien descienda hacia el gran interior no deberá sentirse como una hormiga, allí será imprescindible sentirse como un dios».
Y esto, porque, como el mismo Bruno desliza, escribir es materializar el vínculo del pensamiento, un camino hacia el interior, una meditación de la escritura, ejercicio sagrado. Y leer Teorías nos lleva hacia ese camino a punta de pluma y espejos. Un mecanismo ritual para sumergirnos en nosotros y alcanzar a Dios.