Armando Uribe, Te amo y te odio (poesía erótica)
Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2005.
Tal vez una de las mayores ventajas de una antología temática como ésta es que permite percibir con mayor nitidez los contornos que un poeta le da a un asunto a lo largo de su obra. En el caso de un escritor como Armando Uribe, esta impresión se acentúa, pues el tono y el talante de su poesía presentan una notable estabilidad a través de los años, y varios de entre los temas que sus versos tratan se mantienen de uno a otro libro, con una constancia (o terquedad) notables. El editor de esta antología, Adán Méndez, se refiere en el prólogo a “la sucesión y retorno de la escorpiónica mirada, pasión y sabiduría de Armando Uribe, por cincuenta años estable dentro de su gravedad”, y la frase es una buena descripción de la perspectiva que el libro proporciona. Confieso, eso sí, que no sé si la poesía erótica de Uribe gana o se empobrece al ser separada de otras vertientes de su trabajo como poeta, como la política y la religiosa. Me pregunto, por otra parte, si se puede hablar en su caso de poesía erótica a secas: el tono total de este libro me deja, al leerlo, una sensación parecida al de otro libro suyo reciente, De muerte , o al de sus más crudas sátiras políticas (como Las brujas de uniforme ). El erotismo de Uribe es sombrío y macabro, de ceño fruncido y, como el Anguita de Venus en el pudridero , constantemente “piensa en el gusano”. A diferencia de Anguita, sin embargo, no encuentro en Uribe espacio para el juego, el placer compartido y los goces del cuerpo que no esté teñido de luto: como en un cuadro barroco, los lujos del mundo y la carne que se pintan, bajo la forma de flores, joyas, frutas o instrumentos musicales, no están allí sino para que la mosca, la vela, el reloj o la calavera que el pintor puso a su lado nos recuerden que son goces pasajeros, fútiles y en el fondo falsos. Adán Méndez propone una interesante explicación a esta tendencia: “Uribe acepta completamente a la muerte, describe su actuar puntillosamente, y repetidamente se recuerda que él es uno de los suyos. (…) Tiendo a pensar que este previo acuerdo en la finitud, en la muerte nuestra de cada día, permite, e incluso favorece, el abierto enfrentamiento y acogida de todas las posibilidades del Eros, así como el reconocimiento de sus límites; paso cerrado para los poetas de la eterna juventud, de la clausura primaveral.” (7) El propio Uribe lo dice en dos versos concisos: “¿Que el amor sea lo más fuerte? / ¡Aquí voy yo dice la muerte!”
Los mejores poemas del libro son, para mi gusto, los que expresan esta certeza con la exactitud desapasionada de un teorema, en la mejor tradición del género del epigrama, en la línea de Marcial, Catulo (de cuyo dístico, traducido por Uribe, proviene el título del libro), o la antología griega. Por ejemplo: “Dos o tres cosas te quiero / decir. Y la primera es que te quiero./ Pero otra cosa te diré primero. / Y es que si no me quieres yo me muero. / Y no hay nada que sea lo tercero / nada sino la muerte o sea cero.” (57) La alianza del ingenio, a veces cercano al humor, con la celebración de la persona amada y la presencia de la muerte nos recuerdan que muchos de los primeros poemas breves en la historia de la civilización fueron escritos para ser labrados sobre lápidas, lo que los aproxima al género elegíaco en el que se inscribe gran parte de la poesía reciente de Uribe. A veces la brevedad reconcentrada en los poemas de este libro evoca también a las jarchas, origen de la lírica española y vínculo de ella con la tradición poética árabe: “Bustos de blanda / Fruta sabrosa. / Cuán a la mano / tu miga, amiga” (20), o, más atrás aun, al Cantar de los cantares , por su celebración de un cuerpo fragmentado (“Sus dedos son racimos / o plumas de paloma” [44]), ese poema que el mismo Uribe describe, en otro de sus versos: “ese canto de amor y no de ayuno / tan amoroso que no habrá ninguno / que oyéndolo cantar no quiera amar.” (25)
Otros poemas del libro hacen alarde de un tremendismo tal vez algo trasnochado y grandilocuente, con abundantes referencias a todos los “agujeros del cuerpo”, como los llamaba Freud, exploran menos las delicias de Eros que su vecindad con lo repugnante, lo asqueroso, lo siniestro, esa “inquietante extrañez” que da título a otro de los libros de Uribe y, por cierto, de nuevo lo fúnebre, la muerte y su cortejo, bastante en la línea de la sensibilidad romántica tardía descrita por Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo .
Hay en esta línea de escritura, por supuesto, abundante material para todo tipo de disquisiciones freudianas. Me aventuro a señalar dos, menos por tratar de tender al autor en el diván del analista que por jugar con el retrato fragmentario que él mismo nos propone de su vida psíquica. La rima en Uribe suele ser menos una muestra de la relación armónica de las palabras (y, por ende, de los opuestos en la vida) o una celebración de su musicalidad que una insistencia majadera, el retorno de un sonido que rechina y muestra las carencias del lenguaje: que la palabra “escote” rime con “jote”, o la palabra “cuello” con “vellos”, o “marfil” con “vil” nos recuerdan que lo siniestro se oculta siempre detrás de la belleza, que ésta, más que ser terrible como creía Rilke, es precaria, falsa, efímera, frágil y en último término huera. El cruce de este uso de la rima me hace pensar en los comentarios de Freud (en Más allá del principio de placer ) sobre la repetición como pulsión de muerte, intento por llegar a un punto de reposo, de entropía (tal como, en el coito, a la estimulación repetitiva que provoca el espasmo sigue una distensión nerviosa, una calma que anticipa el reposo final de la muerte). Se me ocurre que tal vez Armando Uribe, enamorado más de la muerte que del amor, rima con algo de esa obstinación, que su persistencia en el oficio de escribir versos rimados es a la vez deseo de perpetuarse y deseo de desaparecer, de regresar al reposo inicial.
Hay también un par de poemas que inevitablemente nos recuerdan la discusión de Freud sobre el fetichismo, particularmente dos de ellos que protagoniza un zapato de mujer. Uno comienza así: “Zapato de mujeres puntiagudo / guante con uñas de laca de negro / ojos con antifaz velo de viuda / culo teta vellón ensortijado / flecos de axila volcanes con lava.” (35) El otro dice: “Oh tu zapato que acaricio dulce / y sucio, de cuero negro y blando, / y la piel de la suela, como un hueso / interior, y los bordes desiguales / vecinos a tu piel más dulce, blanda y dorada, a tu piel vecino el borde / seco que toco con mis manos negras / y sucias, con mis huesos interiores; / como un zapato todo yo a tu empeine.” (21) No hay espacio aquí para un comentario detallado, pero la fascinación con la imagen del zapato me hace pensar en el comentario de Freud de que el amor del fetichista por un objeto sustitutivo tiene que ver con la necesidad de no enfrentar el amenazante vacío del sexo femenino, que según él le muestra a todo hombre la posibilidad de un cuerpo organizado de otra manera, un cuerpo sin pene, y por tanto le restriega en la cara la posibilidad de la castración, de perder su propio preciado aparato sexual, de que se le caiga o se quiebre o se lo corten, o, peor aún, que tras introducirlo en la vagina se quede ahí adentro, sea devorado por el ávido agujero (sólo gloso a Freud). Se me ocurre que la necesidad de Uribe de superponer habitualmente a la imagen del pubis imágenes de objetos fálicos puede tener que ver con cierta incapacidad de concebir una alteridad corporal como posible complemento en su diferencia, incapacidad que no sorprende si se la vincula al imaginario religioso de un Dios único: la monotonía del monoteísmo aliada a la monogamia puede engendrar muchas monomanías.
No sé si estos devaneos sean de interés, creo que no son del todo ajenos a la poética de un autor que publicó también un ensayo titulado “El secreto de la poesía”, sobre la relación entre poesía e inconsciente (es uno de los ensayos para mi gusto más interesantes de Uribe). Esta antología permite explorar estos y otros aspectos del mundo sombrío que Uribe persiste en trazar con su letra apretada, aunque a esas fantasmagorías yo prefiero su línea más clásica y contenida, como este poema de un solo verso: “Perdí la cabeza en tu almohada” (22), más estricto, concentrado, y en suma impresionante que muchos otros poemas del libro, que buscan deliberadamente impactar al lector, poemas en los que Uribe se autorretrata como “enfant terrible” o “viejo cascarrabias” sin que su disfraz sea del todo convincente.