Hubo una vez un momento de la post-historia en que las formas que adquirían ciertas tecnologías sirvieron para dar a conocer una nueva imagen del mundo. A pesar del disgusto que puedan causar ciertas palabras compuestas-y-separadas-por-un-guión, no son vanas para referirse a una época en que el apogeo y abuso de la palabra posmodernidad, junto con los refritos de los nuevos términos utilizados por postestructuralistas, llevara a la expansión de una mirada que no acertaba a retratar el entorno con precisión. En ese contexto amplio, el hipertexto fue una de las formas que sirvió como modelo de las relaciones interpersonales en la era de la información, esto es, como una red infinita, de contenido azaroso, que alimenta el flujo de los impulsos nerviosos que llegan a las terminales donde computador y usuario tienden a diluirse en las pulsaciones del mouse. La analogía organicista tienta: la diferencia radica en que entre los órganos del cuerpo informático no hay ninguno que realice una función más importante que el otro; la relación entre ellos debiera ser de total igualdad e integración, la democracia en pleno funcionamiento, cuyo rasgo distintivo es el virtual abandono de los centros reguladores, similar a dejar caer a la aguja en un pajar.
Ya pasó ese tiempo en que el hipertexto era una de aquellas tecnologías que evocaban cierto esquema reduccionista sobre el mundo. Desde entonces es posible rescatar otros elementos presentes en estos textos, que tienen que ver con la creación y con el uso discursivo de la herramienta. El hipertexto usado para la creación de ficción permite reflejar con mayor intensidad cierta realidad compleja e inaprehensible, a la vez que trata de volcar algo más sustancioso que completa, de manera azarosa y desequilibrada, la fría apariencia puramente informática. A lo largo de los ejemplos de la hiperficción los métodos son dispares, puesto que si bien en un principio primó la experimentación con el medio y la relación que ésta sostenía con el mundo, en un momento posterior –tal vez sólo una década después– las creaciones tienden a integrar otro tipo de texto (como fotografías o dibujos) que hacen más compleja la lectura, recreando, si no un mundo ficcional, relaciones impenetrablemente subjetivas o relatos personales semejantes al diario de vida. De esta manera, a medida que hay un uso libre del hipertexto como herramienta de la ficción, existe un continuo desplazamiento de lo que entendíamos por proceso de lectura.
Si hay algún término que pueda aunar la serie de provocaciones y sucesos que encarna –si se puede aplicar este verbo a la ciberrealidad– el hipertexto, este debe remitir al movimiento; por eso parece justo comenzar a hilar la red hipertextual a través del uso que algunos autores de hiperficción han hecho del desplazamiento o, más exactamente, del acto mismo de desplazar.
Buscando entre las hiperficciones disponibles en la red, donde destacan el Directorio de hiperficción en español (http://mccd.udc.es/orihuela/hyperfiction) y la empresa www.eastgate.com –que se dedica a comercializar programas de hipervinculación y los productos derivados de ésta (novelas, poesía, material crítico)–, se descubre que hay una serie de intentos de proceder mediante este tipo de metáforas del desplazamiento. A primera luz resalta la figura del accidente, más bien del choque, colisión o crash, palabra inglesa que puede resultar más exacta y más adecuada para el espacio cibernético, la cual se transfigura en un modo particular de desplazamiento que remite al cruce de realidades simultáneas, tal como conviven y se mezclan azarosamente mediante el uso de la herramienta hipertextual.
253 de Geoff Ryman (www.ryman-novel.com) relata las cadencias entre los más de doscientos ocupantes de un vagón de metro, bajo la premisa de que todos sus pensamientos, su identidad externa, las cosas que habían estado haciendo hasta ese momento confluyen en un choque. Así, bajo el trazado de las distancias entre la apariencia exterior y las intenciones, entre la imaginación y la realidad creada por Ryman, se logra establecer una ventana hacia la sociedad postindustrial londinense, que se alimenta de las desconfianzas y silencios de los átomos que la componen. Hay cierto temblor de fin de siglo, en el cual los indolentes protagonistas se encaminan hacia el fin. El relato de Ryman se construye en torno al ánimo del voyeur como célula incomunicada; se vuelve una prosa ansiosa que contradice el meticuloso trabajo de describir a 253 pasajeros. Comienza con el supuesto del choque, el cual se constituye como la yuxtaposición de un momento de movimiento total y otro de absoluta quietud. De la misma manera, las metáforas del movimiento –desplazar, confluir, interpretar– se vuelven capitales de un modo macroestructural, pero al acercar el lente hacia los espectros más finos, estas metáforas conviven con la inmovilidad total. El otro supuesto son los personajes –muertos– en el accidente; de ellos se rescata un momento, el que se configura justo antes del choque. Así, en un hecho de magnitud que azota a una ciudad, 253 personajes se vuelven protagonistas de su propia vivencia a la misma vez que se pierden en el mar de vivencias simultáneas.
Con un ritmo diametralmente distinto, Pentagonal: incluídos tú y yo de Carlos Labbé (www.ucm.es/info/especulo/hipertul/pentagonal/index.htm) adquiere un tono detallista e intimista al relatar la intrincada realidad de voces y discursos que explotan en el choque de dos autos. La primera pantalla nos introduce a una noticia en el diario, por medio del cual accedemos a los hilos que conforman la historia total, difícil de armar o configurar (incluso más que 253 de Ryman): a pesar de que el escrito de Labbé comienza también con el supuesto del choque y las muertes, se dedica a explorar las aristas de sus personajes en movimiento constante. No hay anclas externas una vez que se supera la primera pantalla, sólo voces que replican el presente desde los espacios de su memoria; se crea así una relación de analogía entre el formato, la mente humana y el espacio o cielo de noche. Los matices de tenue desesperanza que convocan al choque se revelan en el espacio que existe entre el cuerpo y el cielo, formando ciertas categorías de verdad inaccesible; la muerte, de esta manera, no resulta tan aterradora. El choque es parte de ese movimiento pequeño, casi gusanil que se percibe en el mundo. El extraño relato de un perro, que recuerda vagamente al Flush woolfiano y lo muestra como una escabrosa víctima de la tecnología, vuelve a poner el acento en la responsabilidad humana, en el acto cotidiano mismo que construye el espacio donde habita el animal: no ya gusanos, sino dioses.
La inasibilidad del espacio que circunda al hombre o la falta de coordenadas para ubicarse, expresado en Labbé en el vaivén entre el cielo y la tierra, y en Ryman en el movimiento objetivo y la quietud subjetiva, vienen a engrosar el lenguaje mismo de la herramienta que utilizan para la ficción: simultaneidad, concurrencia, cruce y choque son todos términos que se vuelven aptos para explicar el mismo fenómeno. Se han puesto en marcha dos mecanismos del choque –crash. Si dos narraciones tan distintas se articulan así, es que el movimiento es incapaz de ser sostenido por mera inercia, pues el encuentro fortuito y sorpresivo evita el seguro desplazamiento a pie de la imaginación; ese otro espacio le pertenece a otros, a todos y hace que todo interior vuelque su influencia hacia el espacio común. Sin duda, este es también el modo en que estos autores pueden hablar de la realidad cibernética sin caer en obviedades.
En el auge computacional de la década de los ochenta y noventa, la hiperficción se irguió, como el video experimental en los años setenta, en el reflejo de la realidad postmoderna tal como lo entendían algunos teóricos del primer mundo; esto es, que la relación de la cultura con la tecnología del capitalismo tardío, a falta de un orden que expresar, trata de exponer su intrincada correspondencia, además de las complejidades de sus modos de reproducción. Una vez que esa mirada ha quedado relegada por la rápida ascensión de otras tecnologías, podríamos tratar de volver sobre lo escrito, plegando el formato del hipervínculo como uno más entre muchos otros en la historia de la literatura.