Estas letras, como cualquier asunto, tienen una historia. Al igual que cualquier estudiante chileno mi primer acercamiento con Manuel Rojas fue en la enseñanza media. Hijo de ladrón – la novela clásica de nuestro autor – no tuvo nada de especial ni memorable más allá de lo recurrente: una lectura apurada en los últimos días antes de la prueba, algunas imágenes del plan de Valparaíso dado que mi familia es porteña, más uno que otro comentario del profe que nos insistía en la originalidad y genialidad de Aniceto – personaje central y autobiográfico de la obra de Manuel Rojas – . De manera que pasaron diez años para conocer este clásico de la literatura chilena, en efecto, diez años – ni más ni menos – para conocer a este gran y colosal ventisquero, tierno y rebelde llamado Manuel Rojas – mi abuelo imaginario y camarada de la geografía socialista que aun soñamos por cartografiar –. Estaba volviendo a Santiago después de estudiar cinco años geografía en Valparaíso. Todo comenzó por una tarde de aquellas cuando llegué al final de Mejor que el vino, la novela que continua la fase madura de Aniceto después de Hijo de ladrón:
«Él no pudo o no pudo retenerla. Hay cosas o seres que se nos escaparán siempre. Camina hacia el río, llega al parque y se mete en él; está también lleno de parejas, dos o tres en cada escaño, y algunos de los hombres le recuerdan a los picaflores: están como chupando algo que no solo es mejor que el vino, sino que a veces es mejor que el amor, que puede ser peor que el vinagre, la hiel y la cicuta. No la sueltes, amigo, no la sueltes. ¿Qué sería de nosotros si un día la perdiéramos? Sujétela, y si la quieres, amárrala a ti, amárrate a ella. Tendrás tiempo de dejarla, pero aprovecha el tiempo en que no la quieres dejar. Yo no pude retenerla, es cierto, pero tampoco pude retener a mi madre ni a María Luisa. Estoy como empecé, sin nada, y el otoño está también en mí. Pero los picaflores suelen volver en el otoño» (Rojas, 2008, p. 265).
Aparecidas dulce y violentamente de aquel romántico final, esas palabras me dejaron la piel de gallina. Fue un momento dramáticamente delicioso. De ahí en adelante leí con devoción varios cuentos y novelas de Manuel Rojas. La escena de más arriba era una despedida, el cierre de un amorío que no pudo ser, o tal vez, la partida de un ser querido que no es la muerte sino otra forma de vida que debe ser practicada. Me pregunté ahí de mis propias despedidas, de los seres que se han ido y seguirán partiendo, de mis amigos y compañeras, de mi madre y mi hermana, de lo afortunado que he sido aun, con esas, a veces, tristes despedidas. Todo ello con la esperanza de que “los picaflores suelen volver en el otoño”. Mágico y colosal.
Por ese tiempo me identificaban muchas cosas de la escritura de Manuel Rojas, sobre toda la perspectiva de Aniceto, su relacionamiento tímido con las personas (en particular las mujeres), su capacidad de armarse un pensamiento propio y, principalmente, esa permanente búsqueda por caminar y divagar sin mayores preocupaciones más que vivir y aprender. Y fue ahí que me cayó la teja: esa experiencia sensible de caminar y explorar libremente era parte central de la narrativa de Manuel Rojas. Una trama espacialmente estructurante que no solo moldeaba la aparición de personajes y microhistorias, sino constituía finas huellas de los sentimientos y expresiones más genuinamente humanas. En efecto, la opción de desplazarse por la comida, el abrigo o lo nuevo, móviles que para la mayoría de nosotros parecerían forzados, dramáticos o, al menos, extraños, para nuestro autor eran vías de libertad, amplios paisajes y testimonios sociales que cuestionaban la formalidad cotidiana y que, de algún modo, abrían un camino optimista donde lo colectivo triunfaba sobre lo individual, sin perder por ello la intimidad y el gusto de uno mismo o lo otro que pasa por el frente.
La trayectoria de Aniceto era justamente un desplazamiento de varios kilómetros y ciudades, experiencias y estrategias fuera de las convenciones sociales que, en el fondo, resistían al sedentarismo. En otras palabras, toda la literatura de Manuel Rojas estaba cargada de geografía puesto que la espacialidad era un momento de máxima significación narrativa, una libertad alcanzada en y por el espacio. Esta vez, con seres y espacios sociales móviles, íntimamente desplegados, donde la marginalidad y la pobreza no se formaliza con palabras de buena crianza, sino que se recrea tal cual es, con sus agrios y dulces, con sus tragedias y comedias; gente pobre, humilde y trabajadora que, humanizada en su cotidianidad, vive y siente su propia historia, nunca como víctima, sino como hombres y mujeres encadenados, movilizados y alertas a la dura historia de tantas promesas, en un mundo de escarmientos pero también de lucha y dignidad.
De ahí la alegría y entusiasmo tras enterarme que la editorial Catalonia reeditó su libro de crónicas y viajes A pie por Chile (2016), publicado originalmente por Zigzag en 1967. Lo que continua, entonces, es una pequeña provocación a partir de esta nueva edición que, cabe señalar, incorpora nuevos capítulos, notas y materiales ilustrativos. De los numerosos libros de Manuel Rojas probablemente A pie por Chile sea la obra más explícitamente geográfica, tanto por su invitación a caminar en territorio nacional, tanto por la forma de narrar geográficamente los sentimientos, o, siguiendo la despedida de Mejor que el vino, tanto por amarrarse a la geografía, no la sueltes amigo. Y es que nuestro autor fue un explorador infatigable. Así lo confirman todos sus seres queridos y memorias de puertos, montañas y ciudades donde narró sus caminatas. Durante las dos últimas décadas de su vida se la pasó caminando y viajando no solo al interior de Chile sino por varios países de Europa y América, pasando por Israel. Su libro Pasé por México un día (Catalonia, 2014) es solo una huella más de estas narrativas en movimiento.
Los textos que componen la presente obra registran sus viajes y excursiones por Chile desde finales de la década del veinte hasta su partida de este mundo, poco antes del golpe de 1973. El orden de los relatos arranca de norte a sur del país. Es interesante pensar, exploratoriamente, qué sentido de Chile quiso desplegar Manuel Rojas en estos viajes y excursiones, no integrando otros cuantiosos lugares y países que conoció tan bien y que se registran en otras publicaciones y entrevistas. Lejos de cualquier patriotismo, a nuestra manera de ver, Manuel Rojas tenía una profunda preocupación por universalizar el desplazamiento geográfico como un tipo de experiencia humanista. Se trata de un desplazamiento que condiciona y amplia nuestra formación en general activando una sensibilidad perspicaz en el presente inmediato, al mismo tiempo que produce y estabiliza una genuina memoria espacial que nos singulariza, una identidad de países, regiones y paisajes que definen nuestro cotidiano siempre abierto a otros desplazamientos e interacciones.
Entrevistado por sus proyectos literarios en 1951 por “El Mercurio”, Rojas señalaba que pretendía “Continuar escribiendo la segunda y tercera partes de Hijo de ladrón”, a lo cual agregaba, “Se desarrollarán, sí, en lugares diferentes. Tal vez de esta manera, a la postre, salga una imagen cabal de Chile y de sus hombres. Esto es, por hoy, mi mayor ambición” (Fuenzalida, 2012, p. 38). A pie por Chile, desde luego, es una imagen bastante rica de aquel Chile y sus hombres, nada de convencional e indescifrable al ojo agudo del gran escritor. Y quizás por aquí comienza la brújula de sus fronteras y paisajes. Arranca precisamente desde aquel deseo intimo por contagiar el desplazamiento. O, tal vez, dar una literaria y creativa lucha geográfica a la domesticación del viaje y la perdida de sentido en general de nuestras rutinas que, evidentemente, no se limitan a la intimidad de los sentimientos y reflexiones del autor, puesto que es el mundo social la red articuladora que da energía y contenido a esas diversas trayectorias espaciales.
Los relatos de Rojas integrados en la obra, así, son memorias geográficas reveladoras de aquella desigualdad de quienes se ven obligados a migrar por aquí y por allá. Sin esconder el drama y el combate del desarraigo, también son experiencias de triunfos aprendidos fuera de casa – de la zona de confort – que conectan y exploraran otras realidades. De allí que culturas y vivencias “exiliadas” puedan movilizar la propia capacidad de conocerse a uno mismo, esa silenciosa pero poderosa geografía de conquistar psicológicamente un otro espacio, diferente del origen pero extensivo a nuevas victorias. Queda instalada así aquella tarea pedagógica por compartir el fruto de los kilómetros vividos y agudizar el nivel de libertad que implica desplazarse más allá de nuestros refugios rutinarios. Es lo que uno puede distinguir, por ejemplo, en las inmediaciones de El Volcán, cuando nuestro autor coincide con una familia trabajadora – madre, padre y un pequeño lactante de meses – en una góndola en dirección a Puente Alto. El relato comienza con la voz del padre:
«- Este gallo, apenas nació, subió a Potrerillos. Ahora va para Los Queltehues. ¿Qué le parece el gallito? A la señora, fuera de hallarlo muy mono, el gallito no le parece nada, seguramente. A mí, sí. ¿Qué edad tendrá? Menos de un año, a lo sumo ocho meses. Es decir: en meses ha viajado más de lo que viajan en toda su vida la mayoría de los niños chilenos. Y seguirá viajando y viajará mucho todavía. Podríamos predecirle el porvenir. Un día, cuando tenga catorce años, quince o más o menos años, se separará de sus padres y, tal como sus padres, empezará a vagar, de allá para acá, un día parado a la orilla del mar, otro día en el fondo de una mina, a pleno sol de la pampa salitrera, en un camino cordillerano, al borde de una línea férrea. Por estas tierras de Chile, en fin, el gallito» (Rojas, 2016, pp. 259-260).
El gallito, cuántos gallitos, todos de algún modo tenemos y somos “un gallito”. Ahora bien, la pregunta es, qué tipo de sentido le damos a nuestros “gallitos”, cuántos límites y destinos tienen nuestras agendas, o, cuántas veces se cercena, sin siquiera saberlo, esa posibilidad de viajar, desplazarse y conocer solo por el deseo de lo nuevo. La metáfora del gallito es una de las metáforas que nos ayudan a comprender el compromiso y la pasión de vagabundear del gran escritor. Vagabundear aquí significa desplazarse libremente por cualquier tipo de medio, a pie o en barco, y dentro de cualquier tipo de ambiente, en el mar o la cordillera, en la ciudad o el campo. Pero sería un vagabundeo incompleto si no fuera por esa capacidad de registrar en ese movimiento: aquel momento solitario, reflexivo y estético que inmortaliza la caminata o la cumbre al escribir. La metodología geográfica de nuestro autor, en efecto, dibuja y reflexiona sobre aquello que se siente y se observa vía narración. Una hoja de papel que, para nuestra fortuna, se escenifica geográficamente una y otra vez con seres y voces, senderos y playas, sabores y recuerdos. Se trata de observar, pensar y narrar en la intimidad del paisaje: al frío de una roca, al rumor del mar o al calor de un baño de aguas termales. Estas son algunas de las técnicas, escenas y sofisticaciones que conquistan en nuestra obra.
La observación en movimiento, el placer de internalizarse por algún rincón o micro ecosistema para luego compartir y abrir un nuevo viaje literario, es una escena recurrente. Alejado de una narrativa lineal nuestro autor captura y moldea paisajes, para luego reflexionar a contrapelo, imaginariamente, en una conexión intima y profunda con la naturaleza y su propia ontología de hombre de letras. Así, la literatura y la naturaleza se trenzan cariñosamente como una banda de viejos amantes, cómplice, decidida a fortalecer la sensación y el compromiso con y por la libertad. Una libertad que se expresa tanto individual como colectivamente a través de quienes participan de las excursiones. Pero, sobre todo, una libertad de un narrador que goza, siente y escribe en el espacio vivido. En efecto, nuestro autor dibuja aquella libertad que posibilita el encuentro entre su pensamiento y la exigencia física de explorar geográficamente sus viajes. Sus encuentros tranquilos o aventureros, del pasado y el futuro, son casi siempre fuera del mundo mecánico-urbanizado, aunque también hay espacio para travesías por la ciudad y sus signos, todo ello siempre envuelto en una profunda admiración por la naturaleza y la vida al aire libre.
Una condición relevante que da combustible al vagabundear por aquí y por allá, sin duda, es el deseo por la soledad o, quizás, el triunfo espiritual de la libertad geograficada. A lo largo de los viajes y exploraciones la soledad es una de las principales sensaciones que celebra nuestro autor, una conquista, un premio que transita entre la fascinación al aire libre y el acto de pensar y reflexionar sensiblemente, sin límites, en la naturaleza y consigo mismo. En su paso por La Quebrada de agua de palo señala Rojas:
«Marchamos a la sombra de cerros altos, tupidos de vegetación; pequeños bosques se ven aquí y allá. Hay una soledad y un silencio verdaderamente maravillosos, finos y transparentes como el aire; se siente uno transportado a un ambiente de novela de aventuras. Nos hace falta una carabina, porque ¿qué haríamos si apareciese algún salvaje, armado de lanza y arco? Y el bote, ¿no estará en peligro de ser robado o echado a pique por los mareadores de la costa? ¿Qué será de Sandokan, de Tremalnaik, de Yañez, el portugués? ¿Los mataría el tigre que los asaltó ayer en la jungla? Sueños de antaño, aspiraciones oscuras de la infancia, impulsos de hombres libres, audacias imaginarias de las horas de lectura; todo eso que la educación nos quitó y que era, sin embargo, lo mejor que traíamos a la vida, reaparece en el silencio y en la soledad de este camino» (34).
La soledad, el silencio y la contemplación son momentos y tesoros que se conquistan en medio de la exploración. La idea de viajar y desplazarse indefinidamente a contemplar la naturaleza libre, solo por el acto y placer de conocer algo nuevo, se nutre de un universo imaginario de paisajes y sensaciones al presionar el espacio de la excursión, una empresa altamente literaria. Por eso, las descripciones geográficas siempre se sacuden de emociones y recuerdos de un narrador que no censura su fragilidad y se esfuerza por ejercitar la capacidad de asombro de quienes seguimos sus palabras y territorios. Lo más interesante de este movimiento es ese deseo incansable por experimentar nuevos lugares y paisajes más allá de nuestra zona de confort o refugio cotidiano. El contacto intimo con la naturaleza como expresión de libertad y placer, es la victoria de ese vagabundear que, a estas alturas, rasguña un proyecto de vida. La sensación de goce cabe destacar que siempre se origina en el movimiento, en la fluidez del viaje o la caminata, o la simple admiración, ya sea en una fuerte caída de nieve o una lluvia torrencial, momentos que para la mayoría de los seres urbanos podrían ser una estupenda pesadilla. Para Rojas, en cambio, son objetos geográficos predilectos de fascinación y contemplación. Esta conexión íntima con la naturaleza e irónica con su público literario, desde luego, a veces puede tornarse arriesgada. La naturaleza y el placer siempre involucran algún grado de peligro. En su relato El Andinista señala:
«El andinista, sin embargo, no escarmienta. Es un ser recalcitrante. Sabe que, además de la Lola, existen en la cordillera feroces y hermosos cóndores, capaces de comerle a cualquiera no solo los intestinos, sino que hasta los ojos” (115). ¿Cómo se justifica entonces aquella preferencia por lo indomesticable, por lo salvaje? Lejos del vehículo de la razón el asunto esencialmente se define por la pasión, “una pasión sin límites por algo que existe en las montañas, tal vez su belleza, quizás su soledad, el peligro, la lucha, la aventura o el deseo de poner a prueba la resistencia de un organismo al cual la vida sedentaria carcome lentamente» (116).
Aquí parecen conjugarse varias de las trazas fundamentales que articulen el sentido de exploración de nuestro autor. Fuera del peligro que implica la alta montaña que, dicho sea de paso, Manuel Rojas practicó en el Club Andino de Chile durante varios años, es interesante destacar la metáfora del sedentarismo puesto que devela explícitamente la preocupación y lucha por el espacio libertario de nuestro autor, el sentido de libertad que implica vagar y recorrer, la crítica al ethos sedentario que vendría a quitarnos ese gallito por conocer y descubrir. En Hijo de ladrón, mediante el personaje El Filósofo se señala:
«¿Ha procurado usted imaginarse lo que ocurrió cuando el hombre descubrió que los alimentos se podían cocer y comer calientes? Firmó su sentencia de eterna esclavitud. Se acabó la vida al aire libre, los grandes viajes, el espacio, la libertad; fue necesario mantener un fuego y buscar un lugar en que el fuego pudiese ser mantenido» (Rojas, 2011, p. 251).
A lo largo de nuestra obra, por otra parte, la construcción de lugares y paisajes siempre se estructura a partir de experiencias vividas que de algún modo dibujan y recorren un imaginario universal. Son narraciones y paisajes que intentan acercar a sus lectores en espacios colectivos, pero que al mismo tiempo singularizan sensaciones diversas, por el uso social de sus moradores, por sus diferencias y memorias particulares. En una caminata por el cerro ícono de Santiago señala:
«No sé si todos los santiaguinos aprecian como yo el cerro San Cristóbal. Me parece que todos los que han nacido en esta ciudad tienen algún recuerdo unido a sus caminos, a sus senderillos de cabras –sin cabras-, a sus bosquecillos, a sus grutas, a sus canteras. Para muchos, siendo niños, el cerro fue lugar predilecto en las tardes de cimarra, de donde se volvía con tal cual moretón o con los pantalones rotos; luego, siendo jóvenes, el cerro fue teatro de sus primeras y fugitivas pasioncillas sentimentales, llenas de juramentos que ya se han olvidado y de caricias que se recuerdan aún; sitio de estudio para los atrasados en exámenes; siendo hombres, lugar de ejercicio y de descanso del trabajo de la semana que se iba; para otros, amantes de la soledad, hombres meditativos, artistas o misántropos, campo de sus paseos solitarios y de sus elaboraciones mentales. Por sus caminos transita diversa y distinta gente, cada una llevada por motivo vario» (Rojas, 2016, p. 27).
De igual manera los nombres de lugares y sitios son objeto privilegiado de divagación y aprendizaje, una bella rencilla literaria y geográfica por significar la experiencia del viaje y lo nuevo, una disputa toponímica que como diría Gabriela Mistral se desata “a pura fantasía suelta”. Por otro lado, las narraciones son también memoria de lugares, desde luego, nunca equitativos. La aguda y rígida estructura social del país también participa en la significación de los paisajes, pero desde el magisterio de la ironía y la percepción del sitio del suceso, lo que allí emana (véase el relato sobre Angelmó). Para Manuel Rojas todos los lugares tienen sabores y recuerdos, simbolizan objetos y acciones, emanan una condición predilectamente selectiva. De esta forma la invitación a conocer y descubrir el territorio no es un ejercicio aislado del proceso social del país sino por el contario, es y debe ser una empresa profunda y altamente difundida. Todos en Chile deberían divagar y aprender de los seres y lugares más inexplorados e invisibles. Una forma de escribir otras geografías oficiales. Sobre el sur de Chile señala nuestro autor:
«Pocos saben lo que encierra ese territorio que empieza en el cerro Caracol de Concepción, y termina en las orillas de la isla Ambarino, allá, detrás de la Tierra del Fuego, a orillas del Canal del Beagle y cerca del Cabo de Hornos (…) Algunos viajeros, sabios, geógrafos, curiosos y vagabundos -que siempre son los que más conocen su tierra- lo saben. Hay libros, una bibliografía nutrida sobre esas regiones: estudios etnográficos, hidrográficos, orográficos, de toda especie, hasta folclóricos. Hay para leer un año o dos. Y, sin embargo, a pesar de eso, el sur es desconocido para la mayoría de los chilenos» (235).
Es como si Manuel Rojas quisiera comprometernos a sentir, a gozar, a mirar sensualmente la aventura que nos regala ese acto de caminar, estudiar o explorar vía territorios. Más aún cuando se trata del sur de Chile, una tierra aun desconocida. La expresión “curiosos y vagabundos -que siempre son los que más conocen su tierra-” no puede ser desatendida aquí, porque, no solo representa con profundidad y humildad la metodología geográfica de la presente obra, sino que también alimenta toda la prosa política y geográfica de la literatura de nuestro infatigable autor. A pie por Chile entonces es una narrativa geográfica y pedagógica que esencialmente invita a “caminar”. No obstante, en ese caminar, emerge la libertad como experiencia intima de desplazamiento y naturaleza, un rito narrativo que goza de la geografía al mismo tiempo que la geografía goza de sus movimientos estéticos una y otra vez. La fascinación por el vuelo de las aves, las caminatas nocturnas por el litoral y la precordillera, el fuego y el agua, son solo algunas de las huellas indiscutibles de ese amarrarse a la geografía, de esas narrativas que contagian y exigen ser redescubiertas en pleno 2018.
Por eso, en A pie por Chile el protagonista no es ni Manuel Rojas ni la geografía que descubren sus poderosos ojos. La matriz central que recorren sus páginas es un viaje universal y literario por aprender de aquella experiencia geográfica a rienda suelta, experimentar nuevas localizaciones y dejar que nuestros cuerpos se inmortalicen en la memoria del paisaje. He aquí las didácticas clases de geografía que nos entrega nuestra obra: “sus temas pueden inspirar a un niño o a un adolescente, el deseo de caminar su tierra y conocerla con detención, conocer las cosas, los seres y los hechos pequeños” (13), apuntó nuestro autor en el prólogo de 1967. En un mundo dominado por celulares y redes instantáneas de no lugares, en un espacio cotidiano donde la comunicación cada vez se torna más embriagante entre tanto grupo wasap sin contacto real y sin paisaje, en una época donde el gusto por caminar y explorar se volvió una operación casi exclusiva de agencias aéreas o turísticas, las palabras de Manuel Rojas nos sacuden optimistamente y nos obligan a retomar la partida. Una geografía colectiva y vagabunda se nos presenta para caminar:
«La calle es nuestra y parece que la ciudad lo fuera y también lo fuera el mar – piensa Aniceto en Hijo de ladrón –. En ocasiones, sin tener nada, le parece a uno tenerlo todo: el espacio, el aire, el cielo, el agua, la luz y es que se tiene tiempo: el tiempo que se tiene es el que da la sensación de tenerlo todo: el que no tiene tiempo no tiene nada y de nada puede gozar el apurado, el que va de prisa, el urgido; no tiene más que su apuro, su prisa y su urgencia. No te apures, hombre, camina despacio y siente, y si no quieres caminar, tiéndete en el suelo y siéntate y mira y siente. No es necesario pensar salvo que pienses en algo que no te obligue a levantarte y a marchar de prisa» (Rojas, 2011, p. 28)
…………………….
Referencias bibliográficas
Fuenzalida, Daniel. Conversaciones con Manuel Rojas. Santiago, Zig-Zag, 2012.
Rojas, Manuel. Mejor que el vino. Santiago: LOM, 2008
—————— Hijo de ladrón. Santiago: Zig-Zag, 2011, 46ª edición.
—————— A pie por Chile. Santiago: Catalonia, 2016, primera edición.