Indios verdes está en las afueras de Ciudad de México donde las estatuas de los guerreros mexicas Itzcóatl y Ahuizotl custodian un paraje de paso, la terminal de metros y autobuses, desolada y bastante sórdida como toda terminal donde se cuente de a miles las personas que transitan cada día. Hubo una versión anterior de Indios verdes (2018), que la novela que tenemos entre manos refiere como un escrito apurado, de alguien que no entendía México. Vale decir que el que leemos ahora es el escrito de quien lo ha entendido, o lo entiende de otro modo. Leí esa primera versión hace tres o cuatro años, y tuve entonces dos impresiones iniciales que con el tiempo han hecho su propio camino: la primera, muy personal, es que compartía con Emilio esa fascinación difícil que también yo siento por México, y por la ciudad de México en particular. Esa sospecha de que en la ciudad, en sus comidas y en sus esquinas más o menos célebres respiran las infinitas capas de una historia transversal, algo doloroso pero profundamente vivo que descarta la indiferencia, la posibilidad de no percibir en la carne una densidad que cruza tanto la vida de la Ciudad, con mayúscula, como las experiencias de sus habitantes anónimos. México es la raja, me dijo una vez un escritor chileno, con pizca de envidia. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, la raja de qué. Una ciudad armada, asesina, una ciudad aterrorizada, eso leemos en el libro de Gordillo. Por qué entonces ese horror destila hermosura, o qué deformación moral nos permite que la respiremos hermosa. En todo caso, creo que esa pregunta, o certeza molesta, está en las páginas de este libro. Es algo que también entiendo como una búsqueda de referentes: cada vez que leo un libro mexicano que transcurre en DF, en el que se menciona una calle, la calle Hamburgo, por ejemplo, en un libro de Enrique que acabo de leer, hago un esfuerzo mental que a veces ayudo con google por reconocer y recordar mi propia presencia en esa calle. Esa curiosidad que solamente la mirada de un extranjero puede tener hacia la ciudad que lo ha adoptado (porque son las ciudades las que nos adoptan, y no, nosotros a ellas), Emilio Gordillo lo comparte y lo ha hecho libro. En un principio, según él mismo escribe era “para asimilar una ciudad que sobrepasaba” sus capacidades. Porque, efectivamente, hablar de apropiarse es errado, la pobre expresión de un equívoco. La segunda impresión que tuve al leer aquella versión inicial de Indios Verdes, recuerden que mencioné dos impresiones preliminares, tal vez debiera guardármela por poco generosa; pero como de esta impresión se desprende una reflexión sobre la generosidad y el reconocimiento, finalmente elegí compartirla en esta presentación. Es una idea que surge de la presencia de Mario Bellatin en el libro, de él mismo hecho personaje, de las trazas de su propia escritura en la escritura de Gordillo, como si de algún modo el mundo Bellatin hubiera coaptado al mundo de Indios Verdes, o a la escritura de Emilio Gordillo, que se construye, hipotéticamente, de las frases que Bellatin borró de sus libros. Inicialmente eso me disgustó. Es cierto que el mismo Bellatin se lo permite, en la senda de muchos precursores, pero en general lo hacen, para curarse en salud, con artistas muertos o estableciendo relaciones que en nada puedan asemejarse a la del maestro y el discípulo, un riesgo que de ningún modo está neutralizado en Indios verdes. Se lo advertí a Gordillo, que, por supuesto, no me hizo caso. Sin embargo, ahora, en esta lectura, pensé algo diferente. Especulé sobre la generosidad y el reconocimiento. Básicamente se me ocurrió una idea que se suele desplazar al justo lugar de los epígrafes, a saber, hasta qué punto todos los escritores escribimos sobre otras trazas. Qué significa que este reconocimiento u homenaje, que esta sinceridad no quede relegada a una frase de epígrafe (un gesto que también aparece en este libro, con su epígrafe de Bellatin) sino que también se vuelva cuerpo y referencia. A mi parecer lo que significa es un reconocimiento de la escritura como asunto colectivo, no solo porque las experiencias individuales puedan ser las de uno y todos, por esa suerte de reconocimiento emocional o intelectual al que todo buen libro nos empuja, sino también porque una novela es, con certeza, asunto colectivo. Toda escritura se nutre de otras escrituras, y en vez de tratarse de una condición a esconder, debiera ser justamente un aspecto para ensalzar. Me parece que este gesto es central en Indios Verdes porque si de algo trata esta novela es de la escritura y la colectividad, o la escritura y el escritor, o la escritura y las experiencias individuales y colectivas del escritor. Es un hecho, esta novela habla de muchas cosas, o más precisamente, permite que una pluralidad de experiencias y temas se introduzcan en el relato y desfilen con bastante arbitrariedad, con una definitiva renuncia a las reglas de la escritura medida, del argumento redondo, de la pieza de relojería en que lo que está aquí, saldrá por allí o tendrá acullá un sentido preciso que ilumine al lector y que lo lleve a decir, finalmente: “Ahhh, entonces ya lo entiendo, todo está en su lugar”. En la novela de Gordillo, por el contrario, nada está en su lugar, como los mismos indios verdes, que vaya a saberse por qué terminaron donde están ubicados si fueron construidos para una exposición universal a la que nunca llegaron, y finalmente asentados en las calles centrales de la ciudad de las que los expulsó el racismo solapado o, por qué no, alguna indisposición estética por estas esculturas bastante maltrechas. Lo que afirmo es que la escritura de Gordillo pone en funcionamiento una marea colectiva, siempre algo arbitraria, de lo que sucede, de lo que sucede a uno y de lo que sucede a otros, de lo que le sucede a ese escritor que llega a México, pero también de lo que aconteció con Alejandro Casarín y los obreros indios que realizaron la escultura de Indios verdes, incluso con los caballos que, según narra Gordillo, perecieron sacrificados en la búsqueda de un estéril gesto de violencia que luego se encarnara en las estatuas. No es acaso, cualquier relato, una historia de vencedores y víctimas, de lo que pereció en el ínterin, de quienes llegaron a buen puerto y de los que fueron borrados de la escritura y de la vida. Y qué pasa si una novela, tal como propone este libro, invita a quienes fueron borrados, y no por darle la palabra al mudo, un gesto siempre sospechoso de buena intención y soberbia, sino simplemente para inscribirlos, también a ellos, ni más ni menos que a los otros, al lado de quienes nacieron para protagonistas. Me parece que ese es el gesto de generosidad y reconocimiento que mencioné al principio, doblemente meritorio en un libro cuyo inicio abruma por un registro del yo, del escritor, de las infinitas vueltas del ombligo del egotragicismo, ese solipsismo tal vez muy masculino, si me permiten decirlo, y termina con las fotos de los otros, de amigos que fueron guías en esa inmersión en la ciudad. También en las últimas páginas aparecen las desgrabaciones de palabras sin ínfulas ni brillo lingüístico de personas, verdaderos don nadie, que pudieron estar en los alrededores de las estatuas de Indios verdes y que hablan, casi para no decir nada o porque no les importa.
Parte de la fascinación del libro de Gordillo esta en ese fluir que convoca de acontecimientos propios y ajenos. Hace unas semanas tuve la oportunidad de ver una película, Amistad, un documental del cineasta brasileño Sergio Muniz. Al principio me aburrió por sus escasos recursos técnicos, pero paulatinamente me dejé fascinar por los entrevistados que aparecen en el documental, todos hombres y mujeres de 70 y 80 años, amigos de Muniz, hablando de la amistad. No decían nada excepcional ni revelador, pero había una progresión emotiva en preguntarse por algo que para cada uno era importante, aún más, vital, y aquello contribuía a un efecto de belleza y de sentido casi hipnóticos. Además, al final estaban nombrando otras viviencias, ya no la amistad, sino la vida intensa, la vejez, el tiempo que pasa y el recuerdo. Una sensación similar percibí con el libro de Gordillo que, en su caso, invita simplemente a zambullirse en escenas y objetos, montajes de situaciones de las que no queremos ser expulsados. Por eso, en una parte en que el libro formula una pregunta: si debe o no borrar esto, y esto son personas, son partes de su vida, digamos, que podrían o no aparecer en un libro; la respuesta es que no. Mejor no borrar. Indios verdes es un libro que elige albergar mucho, y que bajo el mismo efecto descarta interpretar la ciudad, explicar su destino de violencia, inscribir sus múltiples muertes, las personales y las ajenas, lo que se quiere ser, escritor. Elige, por el contrario, una vía que renuncia a las explicaciones, la de un rastreo de palabras borradas por el protagonista, padre de embriones no natos, amigo, discípulo o amante traidor. Aquí, sin embargo, surge un problema: si no se borra, qué es la escritura, qué hace un escritor, porque se supone, justamente, que un escritor selecciona, corrige, junta a con b y doblega todo eso en palabras. El escritor de Indios verdes, el que la escribió en verdad, digo, no su alter ego narrativo, eligió amparar y albergar todos los rituales del caos, un libro de Monsiváis que Gordillo menciona, estoy segura, por amor al título.
Hay una parte del libro que me gustó particularmente. Es cuando el protagonista, nuestro alter ego Gordillo, decide ir a Indios Verdes para grabar a la gente del lugar. Al llegar descubre que le robaron el celular:
Creí entender el mensaje. La enseñanza. “Te crees muy
acá”. “Vienes a pinches escribir un libro sobre los Indios
Verdes y te robamos el teléfono con que ibas a grabarnos”.
“Te atreviste a escribir algo con nuestro nombre y no sabes
ni madres”. “Culero”.”
Finalmente, en un segundo intento, acompañado de un amigo, consigue las grabaciones, y esas son las voces que cierran la novela. Pero como en el documental de Muñiz, en ese desenlace nadie dice nada muy interesante. Esto es lo que la novela decide albergar, y que vale la pena leer, porque al final Indios verdes resulta ese lugar periférico, tan latinoamericano, de indios de cuerpo griego, ubicados junto a un vertedero de cadáveres, pero también donde algunos organizan una intervención artística de reparación, en un intento por convertir el lugar de la muerte en un espacio de acción comunitaria. Me parece que también hacia allí se dirige el libro de Gordillo, y digo que se dirige, porque el libro mismo es una búsqueda de por dónde y para dónde debiera ir un escritor y una escritura que pertenezca a su tiempo. La respuesta ya la propuse: convertir el lugar de la muerte y hacer escritura.