La verdad, es que no he tenido la suerte de visitar muchas ciudades. De hecho, ninguna fuera del país y dentro de él sólo un par: Valparaíso, Coquimbo, La Serena, Rancagua y por supuesto mi querido Santiago. Las otras las he visto proyectadas en varios largometrajes inmortales. Allí, uno tiene permiso para soñar con las avenidas de Nueva York y con alguna fotografía de la Torre Eiffel. También, alguna repetición de gloriosas telenovelas del canal estatal (esas cuyo departamento de dirección de arte estaba a cargo del gran Carlos Leppe) podrían llevarme a los no menores paisajes de Chiloé e Isla de Pascua. Pero no sólo el cine y las producciones de televisión pueden permitirnos aquello, los libros también nos conducen a lugares. Lo que me ha sucedido con la lectura de los 36 poemas que reúne Ciudad Laberinto de Juan Manuel Rivas (Santiago, Los Perros Románticos, 2015) es que no sé exactamente a dónde me ha trasladado. Esto, lejos de parecerme una incapacidad de la obra, me intriga sobremanera y esa intriga sea, por qué no, el eje inamovible del paso de página a página.
El laberinto confunde. Asusta, si se quiere. Permite una entrada fácil pero una muy complicada salida, si es que se puede salir. Pienso que aquello es lo que ofrece Ciudad Laberinto, pasar la primera página (o entrar) es el comienzo de una asfixia programada, un evidente punto de no retorno. Una fotografía abre los poemas, es de Paula Leal y retrata un sujeto desde los muslos hasta los pies en actitud de caminar (después de todo es lo que se hace dentro de un laberinto, puede que sea una suerte de señal o una indicación sobre aquella predisposición crónica que nos atacará al iniciar el periplo: siempre andar muy a pesar de todo). Y así, de improviso nos golpean las palabras: “Laberinto de acero y concreto/Reino de cubículos/Las piras del espíritu/El alma en constante tránsito” y luego “Se impone la fugacidad de los seres/La fantasmagoría de los recuerdos” (13). Este es “Laberinto”, el primer poema. En este primer paso dentro de Ciudad Laberinto se descubre lo que es absolutamente propio del transcurso de la obra: los poemas son abiertamente políticos y el hablante es una persona atrapada irremediablemente en el laberinto en el que vive presionado por la falta de tiempo como relata el poema “La Danza de la Realidad”, es objeto de todo y reclama: “He sido objeto de estudio/ He sido objeto sexual/ He sido objeto de odio/ Y sobre todo objeto de colección” (15), se cuestiona además de pie en la Ciudad Laberinto: “¿Qué es eso de espantar con la verdad? / De generar odiosidad en los eufemismos / De censurar al librepensante / De practicar el especismo en las oficinas/ Sentimiento barato: el escudo de las masas informes” (21) y prosigue con una de las sentencias más crudas del libro, el poema “Muerte Virtual” (cuyo rótulo dice ya bastante), algunas de cuyas líneas rezan: “La muerte trágica: el espectáculo del pueblo/ Coliseo postmodernista/ En los aparatos LED” (25). Creo que este es uno de los puntos más altos del libro si tomamos en cuenta la situación del hablante: encerrado, presionado y obligado a la condición de sobreviviente. Pero, guiados por el análisis anterior ¿Qué diferencia Ciudad Laberinto de un pasquín partidista cualquiera? Aunque la respuesta sea algo obvia, debo y quiero explicitarla sólo para asegurarme de que quede muy clara: Ciudad Laberinto no es un pasquín, es un poemario. Y como poemario alcanza la virtud que el pasquín no obtiene: la de hacer este mundo algo mejor. La lectura de esta obra, cada palabra, cada metáfora es la opción de entender de que esta Ciudad Laberinto que la pienso tan universal (esto guiado por el recuerdo de la muy anterior Falling Down donde Los Ángeles sería nuestra Concepción o nuestro Santiago absolutamente colapsado y por qué no el hablante de Ciudad Laberinto a pasos de convertirse en un William Foster) puede ser entendida de otra manera. Esta manera de entender la ciudad y su condición de laberinto obedecen a la forma en que está escrito el poemario, esta evita que el hablante se envilezca, se pierda, se extravíe de la salida de emergencia. Es muy cierto que describe situaciones límite, pero al elegir la poesía como método de expresión lo transforma de inmediato en alguien empático, muy doliente pero empático. Descubrimos así versos como “Se arremolinan las esporas / En los callejones de la miseria” (48), “El bosque en la selva de cemento/ En el estridente alarido de los queltehues/ Que anuncian lluvias y presagios/La glauca pátina de tu esencia/ Inspira el morbo de los adolescentes que retozan/ Bajo las sombras de los discretos árboles” (49). Creo que entonces descubro por qué el hablante no se extravía por el sofoco provocado por el laberinto y por qué a través de sus palabras la Ciudad Laberinto puede ser descifrada a través del lenguaje poético lejos de la violencia y la mezquindad indiscutible. Es que para hablar acerca de la resistencia dentro de estos infames muros se ha ocupado lo invencible: la belleza.
Al final del poemario se asoman versos tremendos: se divisa la salida, la posibilidad de escapar. El título del último poema: “Escape del Laberinto”. Los versos… no los anticiparé. Espero que consiga este gran trabajo de Juan Manuel Rivas, sobre todo si le ha tocado vivir en una ciudad laberinto. Un debut del autor que por un lado ofrece pasajes terribles sin salida pero que por otro, también se permite deslumbrantes puertas abiertas.