Hay experiencias compartidas de cuyo sentido nos olvidamos de tanto repetirlas, un sentido que no por simple es menos verdadero. Nos pasa como con las canciones que de tanto escuchar terminamos olvidando incluso que nos gustaban. O como esas otras canciones que a veces no entendemos, como los pequeños estallidos de comunidad en medio de la desintegración que se convirtió en lugar común (aunque hablar de desintegración es más bien demostrar voluntad de desintegración). No pretendo desatender a las circunstancias, pero siempre por ahí aparecen situaciones para decirnos que no todo está determinado por el espectáculo o el capitalismo: conversaciones de sobremesa, un abrazo entre desconocidos que celebran un gol decisivo en un estadio, el pudor que sentimos al contar infidencias, son como canciones que no entendemos pero que de todas maneras nos gustan y las escuchamos una y otra y otra vez, esperando la sacudida de una revelación.
Cuarenta y ocho son los textos que conforman este cuarto libro de Víctor Hugo Ortega, Las canciones que mi madre me enseñó*. Ya desde el primero, Al Pacino estuvo en Malloco (2012), podíamos notar un afán experimental en el acercamiento de Ortega al cuento. ¿Pero qué queremos decir cuando decimos experimental? Por mi parte, entiendo este calificativo como una voluntad de libertarse de imposiciones genéricas, que en el caso del cuento pasan por la estructuración en torno a ciertos acontecimientos más o menos importantes que le ocurren a un personaje desde el principio hasta el fin, todo sometido a las leyes de causalidad, a la exigencia lógica del encadenamiento de causas y efectos. Sin querer extenderme más, por ahora, sobre lo experimental, me parece que este libro de Ortega (aunque ya lo prefiguraba su obra anterior) es una búsqueda de situaciones más que de historias. Para Ortega lo cotidiano es la única manera posible de acercarse a la realidad:“Había una vez una mesa de cocina de una casa de campo, donde mientras un mantel con dibujos de manzanas y con flequillos en sus terminaciones se manchaba con salpicones verdes de palta que se caían de un pan, una madre de uñas correctamente pintadas color burdeos, tenía una conversación con su hijo veinteañero.” (p. 9)
Esta conversación es la madre de todas las situaciones del libro. En una sobremesa caben todos los géneros y el autor se aprovecha de ese punto de partida para convertirse en narrador de la pequeña familia que representa a la tribu completa:“Contar lo que sea para conectarnos. Nosotros somos una familia fracturada y tenemos nuestras propias reglas. Somos dos, pero tenemos vocación de contar. De hablar hasta por los codos. De hablar con la boca llena y pedir perdón por el mal acto.” (p. 12)
Esa situación es la excusa que le permite al autor libertarse de la causalidad con que tantas veces constreñimos al género. Hay en los libros de Ortega una pregunta por lo real que muchas veces se resuelve -o más bien no se resuelve- en la carencia de puntos climáticos o desenlaces, porque simplemente a veces la realidad es arbitraria y no se deja decodificar en estructuras:“Vamos a contarnos algunas historias cortas, que terminan de repente, porque somos realistas, testigos realistas.” (p. 13). A propósito del cine de Béla Tarr, dice Jacques Rancière que el realismo“opone las situaciones que duran a las historias que se encadenan y pasan a lo siguiente” y Ortega está en ese mismo camino. Las canciones que mi madre me enseñó es una conversación entre un hijo y su madre en la cual las voces se pasean por entre las historias y donde los caracteres se confunden: “Tengo que andarme vistiendo de distintos personajes para tener cosas que contar en este escenario que es la mesa de la cocina (…) Contaré hasta que te vea reír o hasta que me prestes atención.” (p. 15)
De ahí en adelante cabe todo: Marlon Brando y el título de sus memorias que es el mismo que el de las historias de Ortega, un hombre que construye miniaturas y que sirve de modelo para el protagonista -y claro, para el narrador- la ciudad, el campo y la distancia que las constituye, Rubén Darío meando en la Plaza Libertad de Prensa del barrio Concha y Toro, canciones de Cecilia, Buddy Richard, Albert Hammond, Paul McCartney, Los Prisioneros, Roger Waters y Leonardo Favio, pero también el oficio del arte de Raúl Ruiz y Roberto Matta. A este último, por ejemplo, se le narra un texto en segunda persona, como si participara tanto de la conversación como de la poética desplegada por Ortega: “No entiendo nada de tus cuadros, pero me gustan los colores. No entiendo nada de lo que dicen de ti, pero lo que dices tú me hace reír(…) Creo en la imaginación y en la inspiración de ver lo que nunca vi. Rayas onduladas, tubos inconexos, gotas de un líquido que nadie podrá beber. Todo está ahí, inmóvil, esperando el enfrentamiento. Yo espero la sacudida de pie frente a la revuelta de colores.” (p. 73)
De algún modo las canciones y los personajes que transitan por esta conversación otorgan un sentido a aquello que la madre intenta transmitir a su hijo, que no es otra cosa que el amor. Desde sus primeros libros el autor no rehúye el lugar común pero tampoco se refugia en la cómoda distancia de la ironía para fustigar a la comunidad desde y para la cual escribe. Y a pesar de que es un riesgo que no siempre trae buenos resultados, es evidente que Ortega ha convertido la tarea de escribir para otros y junto a otros en un mandamiento para el ejercicio de su oficio, y, por lo mismo, no es el rechazo sino la afinidad la herramienta que matiza las relaciones entre sus personajes. Pues aunque no tenemos ya -o todavía- la posibilidad de narrar la historia de una comunidad, sí tenemos situaciones que nos la recuerdan y/o prefiguran la que podría venir.
Quiero terminar esta reseña citando un cuento donde el protagonista desconoce el sentido de una canción y la interpreta de diversas maneras. Un día descubre que a su vecino, un camionero, también le gusta la canción y la interpreta a su manera. Conversan de ello: “En medio de esta canción que no podemos entender, pensamos con el vecino que algún día la vamos a escuchar juntos en un lugar común(…) La canción que no entiendo me gusta tanto como si la entendiera. El vecino me dice lo mismo, aunque me aclara que no sabe nada de música. El día que la escuchemos vamos a hacer los gestos de estar tocando guitarras, pianos y baterías, juntos y con ganas, moviendo la cabeza y los pies. Porque pese a no entenderla y no saber nada sobre música, creemos que es una buena canción.” (p. 98)
Víctor Hugo Ortega C. Las canciones que mi madre me enseñó. Edición de autor, 140 páginas, Agosto de 2016
Disponible a través de: lascancionesquemimadre@gmail.com