Conocí a Betina en el ámbito académico, como profesora de la universidad donde trabajo. Luego me invitó a participar en un proyecto Fondecyt en el que hemos estudiado las relaciones entre cine y literatura a comienzos del siglo XX. En estos años he podido ir descubriendo poco a poco otros aspectos de mi colega y ciertamente que su faceta de novelista ha sido más que una grata sorpresa. Porque yo sabía que Betina escribía, pero hasta ahora sólo había leído sus papers y escuchado sus conferencias. Hasta ahí todo bien, pero esto es otra cosa, otra escritura y, como menciona Félix Bruzzone en la contratapa de Los Restos: esta es una novela deslumbrante. (Ahora veremos qué puedo aportar yo a este ya reconocido escrito).
Estas semanas han estado llenas de actividades, de presentaciones y charlas. No es de extrañar, entonces, que comience este texto haciendo mención a algo que escuché hace unos días en la presentación de un conocido artista nacional. Él decía que “el contexto es todo” y que era incapaz de comenzar una obra hasta no entender completamente el lugar en el que se iba a presentar. Escucho eso y recuerdo una de las citas de esta novela: “A veces hay entre los hechos un lazo insospechado, la intuición de correspondencias, el mundo como una gran caja indigesta de un gas pesado que propaga cada movimiento y provoca la ondulación de otro objeto” (66). Porque en Los Restos nada se entiende por completo y, sin embargo, se escribe sobre ello. Mientras leemos la novela no avanzamos hacia un final clarificador, sino que escarbamos en una superficie que cada vez parece tener más capas. Entonces, la relación insospechada entre las cosas, la intuición y la magia serán las maneras de entretejer las acciones de los personajes.
Los lectores seguiremos los hechos acontecidos a Mirta y su familia, cuando deciden abandonar su casa y su huerta e internarse en el Centro. Nada es lo que solía ser y ronda la intranquilidad por la desaparición de personas y objetos y su transmutación en restos: “De dónde vienen y qué son [los restos], la única respuesta conocida es que la Ciudad centrifuga objetos y cuerpos, los rompe y los arroja, que algo desaparece de aquí y aparece en aquel otro lado, los muertos no terminan de pudrirse, y ella nunca se preguntó cómo ni por qué, al igual que nadie se pregunta la razón de una montaña o de un mar” (13). No vale la pena preguntarse por las razones, se nos dice que “es la faceta arbitraria de los actos” (77) en la que todo parece conocido, pero un poco ampliado y mezclado, como en los dibujos que la propia Mirta crea (donde juega con los tamaños y con la distribución desequilibrada entre lo enorme, lo pequeño, lo gigante, y el primer plano (58)).
En esta novela los lugares comunes se escriben con mayúscula y pasan a ser propios: hay una Ciudad, un Riacho, un Sector, una Experiencia, incluso un pabellón de Emociones Extremas dentro del preciado Centro; aunque ese Centro se parezca más a uno de reclusión que a un punto de referencia concreta que organice y dé sentido al resto de los sitios. De este modo, el libro propone una arquitectura propia y alucinante, que divide el espacio entre exterior e interior, en segmentos que responden a una lógica propia, marcada por la fragmentación, la diseminación y lo laberíntico. Al comienzo, como dije, seguimos al grupo familiar de Mirta: su hermano Rodolfo, quien va a vender un riñón, su padre y su madre. Todos ingresan a distintos pisos y pabellones del Centro y luego ese núcleo familiar se verá reemplazado por la nueva compañía de la protagonista: Mariano, el de las mejillas batracias (53); Ágata, la directora, descrita como un “cocodrilo maquillado”; Amelia, la mujer lagartija o Elena, la que ha resistido la etapa de introspección y se resiste a ser un Casivegetal.
Como vemos, tanto el espacio como los personajes parecen estar en constante mutación, porque no hay certeza al describirlos. Así relata el narrador una de las pocas escenas dialogadas de la novela: “Mariano no dudó: ‘No es Amelia’. Incluso podía arriesgarse: ‘Si fuera Amelia, me ocuparía de ella’. La mujer lagartija murmuró: ‘ameeeer’ y el esfuerzo desencadenó un movimiento de patas carnosas y resbaladizas de insecto bajo las sábanas. ‘Ya escuchaste, te dice que es Amelia’. ‘Amargura, dijo que sentía amargura’. Entornados los párpados, la lagartija no confirmaba ni negaba” (56). La mujer lagartija no asiente ni desmiente, los distintos personajes ofrecen interpretaciones contradictorias y el narrador relata sin tomar partido ni aclarar la controversia. Lejos de las certezas declaradas, nos movemos en el ámbito de la intuición y la percepción. Junto con los personajes, nuestros sentidos se agudizan para percibir eso que a veces no tiene causa visible ni localizable: un olor (por ejemplo, a caballo muerto), un gusto ferroso o la imagen de lo que contemplamos a veintecentímetros.“¿Ver es conocer o conocer es otra cosa?” (43), preguntan. Mirta y el resto de los personajes de la novela no sólo se guían por la vista, sino que necesitan del olfato, el tacto y el gusto para intentar interpretar aquello que los rodea. De este modo, se descifra con el cuerpo y no solamente desde un lugar distante y contemplativo.
En este mundo de interiores, la circulación de objetos es tanto señal de una normalidad exterior como rastro de una época pasada. Se nos habla de trueque, de la importancia del intercambio y de la acumulación. Mariano tiene una colección de manuales de magia; Mirta recuerda su colección de celulares viejos. En el Sector se encuentran armarios con una multiplicidad de elementos, desde libros a cámaras de foto y revistas de las más diversas temáticas. Como dice Bruzzone, “el horror al vacío es la regla de todo”. Al estilo de los gabinetes de curiosidades de los siglos XVI y XVII, los objetos y sus restos aparecen, en esta novela, mezclados (por ejemplo, elementos del reino animal, vegetal y mineral en un mismo espacio), así como se conciben en una cierta disposición. Eso sí, el cuidado orden del gabinete da paso al aparente descuido de la pila de objetos que no han sido preservados. Asimismo, el efecto sobre los espectadores también se desplaza: allí donde unos buscaban maravillar a quienes los contemplaban, estos logran remecer y asquear, porque, como dijimos, apelan no sólo a la vista, sino también al olfato y al tacto.
En un texto que reflexiona sobre las posibilidades de representación de lo invisible en el documental, Michael Chanan menciona que lo que no se ve a veces se muestra en sus efectos, como el movimiento que el viento produce en el follaje de los árboles. De esta misma manera, la novela de Betina opera describiendo los comportamientos de los personajes como efectos de causas poco precisas o como resultado de su alta adaptabilidad a un contexto mutante: “No se han convertido en piedra, pese a la inmovilidad no se endurecen, al contrario, se ablandan para adaptarse a lo que se presente, se alejan de lo sólido, que hace a lo humano, yendo hacia lo líquido o hacia lo gaseoso” (23). A esta altura ya hemos escuchado varias veces que todo lo sólido se desvanece en el aire, así como las múltiples teorizaciones de lo líquido en ensayistas como ZygmuntBauman. Esta vez la invitación es a seguir la pista de lo gaseoso, del olor de los restos, de lo que se cuela debajo de las puertas, azuza nuestra imaginación y deja rastro de lo que ya no está, pero alguna vez fue.
El año pasado, en una conferencia sobre autoficción en Lima, el escritor argentino César Aira recurría a una frase de su compatriota Ricardo Strafacce para dar cuenta de su agotamiento con las narrativas realistas, mínimas y de la vida cotidiana. Decía Aira: “si no eres Proust, no me cuentes tu merienda”. Para mí, estudiosa de documentales y lectora de diarios y epistolarios, esta afirmación me pareció graciosa, pero me quedó dando vueltas. Hoy presentamos un libro que se aleja de esa pretensión minimalista y apuesta por la ficción y el poder del lenguaje para crear mundos, explorar lo imaginario y rastrear lo fantástico. Por eso, quisiera terminar este texto con una cita de Italo Calvino acerca de este género: “su tema [del cuento fantástico] es la relación entre la realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de lo que se ve: caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más banal una segunda naturaleza inquietante, misteriosa, terrible”. Como en los trucos de magia de Mariano, la realidad se cuela en la ilusión, pero por un minuto (o por muchas páginas), se escurre lo extraordinario y no queremos descifrar el truco, sino dejamos llevar crédulos en esa segunda naturaleza.
FILSA, 7 de noviembre 2014