Prostíbulos perdidos en calle Independencia, acaloradas discusiones entre precoces delincuentes que malviven en el río Mapocho, escenas brutales e inmisericordes y feroces enfrentamientos entre el hampa y la policía, son imágenes recurrentes en la novela El Río, del escritor Alfredo Gómez Morel (1917-1984) Este texto publicado en 1961, recibió elogios de, por ejemplo, Pablo Neruda, que la calificó en un prólogo de 1974 para editorial Gallimard como “un clásico de la miseria”. Recientemente, Tajamar Editores volvió a publicar esta novela, instalando sobre la mesa la discusión sobre el real valor literario del libro.
El Río -que en realidad es la primera parte de una autobiografía que consta de tres partes, y no una novela como siempre se la ha presentado- narra la historia de un muchacho que siendo apenas un recién nacido fue abandonado por su madre prostituta, y recogido por una mujer que lo crío en sus primeros años. Sin embargo, Alfredo, o Luis, como también se hace llamar, sufre una compulsión que lo hace abandonar todo sitio que lo cobija. De esta forma, el muchacho deja la casa de la mujer que lo encontró para irse tres años a un colegio religioso, que también deja para regresar donde la mujer, a quien considera su verdadera madre. El resto de la novela es el relato de cómo Alfredo se va vinculando de manera sólida y sórdida con el río Mapocho, al que atribuye prácticamente una vida propia, la existencia de un colega más. Un ejemplo: “A mujeres como ella, El Río las ampara y protege y cuando llega el caso las defiende. El Río teme y desprecia a la prostituta profesional”.
La novela es minuciosa a la hora de narrar cómo el protagonista va dejándose llevar por los que habitan El Río, que con desconfianza inicial, enseñan al muchacho los secretos de la vida de la calle, los trucos para no dejarse atrapar por los carabineros y “ratis”, y cómo afilar el instinto de supervivencia, tan necesario para los que no tienen nada más que la ropa como posesión.
El Río se convierte en el lugar que cobija a los que La Ciudad (así la llama) abandona a su suerte, protegiéndolos de las incursiones que la policía o los que detentan el poder efectúan a los barrios bajos. Es interesante la forma en que Gómez Morel construye la idea de un espacio natural como salvaguarda de los delincuentes, y aunque no es una idea novedosa, funciona muy bien en el texto. Probablemente lo anterior sea lo más potente de El Río: la contraposición entre un espacio urbano geométrico, vigilante, y el Mapocho como lugar que escapa a la reglamentación citadina, y permite la liberación del lado más salvaje de los hombres. Es El Río -nos muestra Gómez Morel- el lugar donde tienen cabida las más brutales y a la vez más verdaderas relaciones humanas. Es estiércol y perla, si se permite la imagen; agresión y hermandad.
Ahora bien, la novela nos deja muy en claro que no porque El Río sea un punto de fuga al ordenamiento de la ciudad, permite lo que sea, dejando a todos los que lo habitan en libertad de acción. No. Aquellos que viven en él, están sometidos a una estricta reglamentación del diario vivir. El código de honor del hampa no debe ser subvertido en lo más mínimo. Se puede contraargumentar que ello sitúa al mundo del hampa en un punto equidistante y similar al de las normas de la ciudad; pero lo cierto es que es un código no elaborado tanto para reprimir, como para sobrevivir. Sin esas normas, los que habitan El Río no durarían mucho tiempo en él. Es más, aquel código delicuencial no defiende tanto a cada uno de los habitantes del Mapocho, como a la comunidad, al grupo, a esa caterva de fugados de la ley y La Ciudad.
El texto es pródigo en descripciones de escenas que evidencian el férreo código de honor del hampa, y también cómo los delincuentes siempre van un paso más allá de la ley, “sacándole la vuelta”, como se afirma en la novela. Pero es justamente esa insistencia en un supuesto valor de los que habitan fuera de la ley, uno de los puntos más bajos y débiles de la novela. Esto, porque justamente en esos momentos el texto parece ser sólo un “documento”, “un testimonio”. Cuando se publicó en Chile, la novela fue mirada de soslayo por los autores de la generación del cincuenta (Giaconi, Donoso, etc.), adosando su estilo al de un tardío criollismo, que según ellos se evidenciaba por el excesivo uso del argot en la historia. Probablemente tengan razón, pero lo cierto es que Gómez Morel nunca quiso hacer otra cosa. Por lo demás, es evidente que la escritura del este narrador palidece frente a la de algunos autores de la época. Pero ello no es óbice para rastrear el valor literario del texto, que sí lo tiene.
El libro está lleno de momentos en que la escritura alza el vuelo, como cuando se describe una fiesta en un prostíbulo y hasta el perro de Alfredo y su amigo Panchín – Pelotón- acaba borracho, tratando de comerse la cola. O cuando se nos relata una pelea cuerpo a cuerpo entre carabineros y los muchachos del Mapocho, en los matorrales ubicados bajo el puente. Es en aquellos fragmentos -cuando el humor se hace patente-, donde El Río alcanza momentos notables. Hermoso es el pasaje cuando Alfredo y su colega Panchín, rechazan la proposición de viajar con un circo, puesto que el dueño no les permite andar con el perro.
Mucho se ha dicho sobre que la prosa de esta novela-autobiografía es descuidada, repetitiva, plana, sin matices. Esto no deja de ser cierto, pero todo ello es compensado con absoluta inmisericordia con que el autor se trata a sí mismo. No tiene reparos en relatarnos cómo un sacerdote abusa de él, o que las primeras veces en que se dejó caer a El Río otros jóvenes intentan violarlo. En este sentido, realmente es notable esa falta absoluta de pudor del autor: se trata de uno de los valores agregados de la novela. No en vano, y en esto se ha insistido muchísimo, se le comparó en Francia con Jean Genet. Arriesgo una opinión: pocos autores de textos autobiográficos en Chile, se acercan a la brutalidad con que se retrata Gómez Morel. No tiene una pizca de autocompasión.
El Río termina con un Alfredo adolescente a punto de irse a Lima, ciudad que es el escenario de la segunda parte de la serie autobiográfica: La Ciudad. En la capital peruana, el autor describe su ascenso en una banda de narcotraficantes de cocaína en Latinoamérica. Si en el Mapocho Alfredo se graduó de “choro”, en la ciudad del Rímac obtuvo las escarapelas de jefe de jefes. Esta saga delincuencial finaliza con El Mundo. Empero, ninguna de las dos alcanzó la resonancia de la primera parte.
Es curioso que el autor haya llamado El Río, La Ciudad y El Mundo a su trilogía autobiográfica. No quiso dejar la marca de un descenso a los infiernos, sino al contrario, explicitar un ascenso, tal como un santo. Quiso mirar el mundo desde arriba, dotado de la experiencia que el bajo mundo le entregó. Es una trilogía que quiere ser, nuevamente aventuro, una purificación.
La vida acabó tristemente para Gómez Morel (¿habrá vivido feliz? Imposible decirlo). Murió en 1984, en indigna pobreza en una mediagua de la población La Pintana. Venía hacía tiempo tratando de conseguir una pensión de gracia de la dictadura. Nunca se le otorgó. Al morir, su cuerpo tardó nueve días en ser reclamado.
MARIA RUBIO RUBIO
2 junio, 2018 @ 14:15
ES LA REALIDAD , DE LA MISERIA , DE ESA EPOCA , no es de mucho, tiempo, es del siglo pasado ,no mas…. me emociona, me trae recuerdo de infancia.