En el transcurso del año 1934, alguno de los funcionarios del kremlin tuvo que entrar a la inconmensurable oficina de Stalin a leer estos versos: “Sus gordos dedos son sebosos gusanos/ y sus seguras palabras, pesadas pesas/ De su mostacho se burlan las cucarachas,/ y relucen las cañas de sus botas… Sólo él parlotea y a todos, a golpes,/ un decreto tras otro, como herraduras, clava: en la ingle, en la frente, en la ceja, en el ojo./ Y cada ejecución es una dicha/ para el recio pecho del oseta”.
No sabemos hasta qué punto la susceptibilidad de Stalin pudo haberse visto afectada por las alusiones del poema; sí sabemos que no le gustó escuchar el nombre del autor: Osip Mandelstam. Aparte de ser su homónimo (Osip es losif en eslavo), Mandelstam era uno de sus poetas favoritos: aunque quizás ambos hechos estuvieron relacionados. Stalin, de todos modos, no era sordo a los cantos del espíritu y a los cinco días, en una ceremonia íntima, sus agentes laurearon al poeta en los cuarteles de la K.G.B. Le quemaron las cejas, lo mantuvieron dos semanas bajo la luz insomne de unos focos y le hicieron escuchar gritos semejantes a los que hubiera dado su mujer si es que hubiera estado siendo vejada en una celda vecina. Finalmente, en un gesto que alegró a sus amigos por lo “vegetariano”, se le conmutó la pena de muerte y fue relegado, en un estado de desajuste mental penoso, a tres años de aislamiento en Voronezh, la última de las ciudades rusas, en la frontera con Ucrania.
Mandelstam había nacido cuarenta y tres años antes en el barrio judío de Varsovia. Antes de aprender a hablar, el negocio de pieles de su padre lo había llevado a San Petersburgo. Ahí pasó su infancia, jugó sobre el Neva helado en invierno y estudió en el mismo colegio al que iría, muy poco después, el pequeño Vladimir Nabokov. La educación que recibió en el Instituto Tenishev iba después a recordarse: un traductor inglés de sus poemas comenta estremecido que había en ese lugar cierto profesor de literatura que retrotraducía con sus alumnos Shakespeare al griego. El detalle no es banal en el caso de Mandelstam: su memoria posterior va a recordar la vida cultural Petersburguesa, “el elegante foro cotidiano de mi ciudad”, como el último fruto sano que dio la vieja cultura europea antes de morir.
En 1908 se mudó al otro extremo del continente. En París asistió a los seminarios de Bergson. En Heidelberg se adentró en la noche del romanticismo alemán. En Italia observó la altura muda de las catedrales y la hoguera brillante de las pinturas en los museos. Volvió a su ciudad. Se lo vio caminar por el Paseo Nevsky del brazo de Anna Akhmatova y desaparecer con ella todas las noches en la Taberna del Perro Errante. Una tarde Mandelstam entró a ese lugar y encontró a Maiakovski recitando desaforado sobre la mesa uno de sus poemas futuristas. Se acercó, le tiró un par de veces la basta del pantalón, esperó que el vate lo mirara desde arriba como un monumento, y le dijo: “Vladimir, por favor cállese, usted no es una orquesta rumana”.
Al grupo que se reunía en ese lugar los manuales de literatura lo llaman hoy Acmeísmo. Mandelstam participó en él, y eso lo inscribe en la vanguardia artística de su tiempo, pero no incurrió nunca en el fervor gregario y poetizante que se apoderó de sus contemporáneos. Era dueño de una actitud más lucida y compleja que le permitió en 1920 afirmar algo que en ese momento requería de un alto grado de descaro: “la revolución en el arte lleva al clasicismo”. Lo más probable es que esta lucidez sea la responsable de que a sus poemas les haya ido pasando lo opuesto que a los de los imaginistas que salían a rayar falos en las capillas: el paso del tiempo los ha ido volviendo más actuales. Sus poemas están escritos en el lenguaje de su tiempo, están atravesados de imágenes parecidas a las del primer Celan, a las del mejor surrealismo, pero cuentan además con un raro arte que logra que las evoluciones modernas del lenguaje ocurran sobre un sobrio tapiz clásico. Según cuentan los descollantes lectores que han traducido a otras lenguas los originales de Mandeistam (Paul Celan al alemán, Joseph Brodsky y Robert Lowell al ingles, la Akhmatova al francés), sus poemas tienen en ruso una potencia feroz. Lo que uno puede decir al respecto es que al enorme distancia que separa a las versiones españolas del original no ha logrado disipar esta potencia del todo, y que en las traducciones que ha venido publicando la editorial Igitur desde el año 98 (La Piedra, Tristia y Los Cuadernos de Varonezh) todavía es posible escuchar ese doble tono, el de un poema moderno que resuena como un viejo bronce romano.
Una vez que acabó el exilio en Voronezh le fue permitido volver a Moscú junto a su mujer, Nadja. A los tres días los agentes irrumpieron de nuevo en su departamento, lo arrestaron y lo condenaron a un exilio breve y brutal. Tuvo que viajar junto a otras doscientas personas durante veintisiete días en un carro de ganado hasta Vladiovostok. Ilya Ehrenburg escribe que Mandelstam murió durante el viaje, en una estación de trenes –“estaba enfermo y había estado leyendo a Petrarca junto al fuego”- pero al parecer su muerte ocurrió en Siberia en circunstancias menos gentiles. “Mandelstam -relató más tarde uno de los sobrevivientes- murió delirante luego de un cruel viaje en tren en que robaba comida a los otros prisioneros para evitar el envenenamiento. Los días anteriores al que lo encontraron muerto junto al río veíamos cruzar el campamento de un lado al otro, sin razón, como un espantapájaros macabro”.