A 40 años del Golpe Militar, muchas de las discusiones de hoy siguen centrándose en las violaciones a los derechos humanos, que por cierto continúan, muchas de ellas, impunes. Coincidentemente con estas discusiones, aparece la reedición de Hasta ya no ir, de Beatriz García-Huidobro, publicada originalmente en 1996 y esta vez acompañada de otras tres historias: “Marea” (también aparecida en LOM hace unos años), “Fatiga de material” (publicada en la antología .CL el 2012) y “Jardín japonés”. En la primera de estas historias asistimos al momento del golpe militar desde la perspectiva de una niña campesina, pero la reflexión más potente del relato dice relación no tanto con la violencia política ejercida desde el Estado –que por cierto es consignada– sino que con el cuerpo de esta pequeña, un cuerpo violado, traficado y olvidado por todos.
En esta novela breve, la historia de la protagonista no sólo se refiere a los tiempos de dictadura, sino que se entrelaza con la época de la UP. Creo necesario consignar que como otros gobiernos de vocación popular, en particular el de Pedro Aguirre Cerda, el de Allende puso particular acento en el bienestar de la infancia, sector que en Chile ha sido históricamente vulnerado (basta con ver las terribles cifras de mortalidad infantil a principios del siglo XX y el surgimiento de lo que se llamó “la cuestión de la infancia”). Pero si bien se buscaba gobernar bajo la consigna “La felicidad de Chile comienza por los niños”, lo cierto es que ni bajo ése ni bajo ningún gobierno –y probablemente en ningún país latinoamericano– la infancia ha dejado de ser vulnerable, conforme a los diseños políticos que no cesan de actualizar las formas de su dominación. Infancia pobre y excluida, pues, la de Hasta ya no ir, a pesar de las voluntades políticas y sociales. En este sentido, la autora revisita a dos escritoras chilenas: por sus temas, a Marta Brunet, pionera en la denuncia de la violencia al interior de la hacienda chilena; y por el lenguaje, a María Luisa Bombal, a quien parece volver la mirada en los momentos de mayor lirismo y sobre todo cuando explora el mundo de símbolos que asocian feminidad y naturaleza, como en el caso del agua. Las aguas estancadas y en movimiento, la aguas de la sensualidad, también de la muerte, aguas que aparecen con diversos matices en los cuatro textos, así como también el viento o la tierra: “El río. Cuánto se ha llevado el río. Ese que era luminoso y fresco, que correteaba entre las piedras, las echaba a rodar y a cantar. El río, saludable y joven como las muchachas que atraviesan los sembrados con sus risas. Este río ahora verde y enfermo. Este río que va dejando a la tierra en carne viva”.
Podríamos preguntarnos por qué volver a esos antecedentes literarios, como también por qué retrotraerse en los cuatro relatos a la perspectiva infanto-juvenil. En todo eso –el giro al pasado literario, el giro al pasado político y el giro al pasado biográfico que es la exploración del personaje infantil– parece concretarse un idéntico gesto de fuga: hacia un mundo no gobernado aún por el mercado, pero en el que se asoma ya el cuerpo mercancía y al que amenaza con sus destellos engañosos el televisor/espectáculo. Un mundo inocente que comienza a resquebrajarse. Un mundo de referencias literarias que se fisura –y aquí pienso en la lectura que hace Kemy Oyarzún– con el primer quejido seco de una máquina agraria, en Montaña adentro (1923), quejido de la productividad y el mundo agrario que escucha por primera vez no un hombre, sino una mujer. Por otra parte, al convocar a figuras como Brunet o Bombal, García-Huidobro coloca su proyecto escritural en otro más amplio, el de una invención/constatación: la de una tradición literaria de mujeres en Chile.
El lugar ocupado por las figuras femeninas es explorado por la autora en los espacios de mayor marginación y privación política. Y da con esta historia, que comienza con la primera comunión de una niña campesina. Una historia que refiere a los inicios, como todo relato de infancia, pero en este caso los inicios coinciden con los de la utopía política, en tanto que el desmoronamiento de la inocencia infantil sintoniza con el desmoronamiento del gobierno socialista. Significativamente, las violaciones y vejaciones a las que se ve sometida la niña las perpetra un vendedor acaudalado que la saca del ámbito hogareño para instalarla en un pueblo grande, como una más de las mercancías que trafica en colusión con las autoridades del nuevo gobierno, a las que entrega a su propio hijo. De este modo se anuncia el nuevo orden que se alza en el microcosmos de un pueblo, el que ilustra el drama de un país.
En “Marea” la mirada se desplaza algunos años y hacia un balneario, en un relato que podría leerse como el reverso de los recuerdos infantiles que escribió la Bombal sobre Viña del Mar. Aquí se trata nuevamente de una niña sin madre, que vive encerrada con su abuela y cuatro pensionistas de abolengo venido a menos, mostrándole diversas posibilidades de miseria femenina. A pesar de su deseo, la niña jamás logra bañarse en el mar, si bien una esperanza se abre al final, con el retorno de la madre repudiada por la abuela, esperanza que la autora le niega a las otras dos protagonistas de estos relatos, “Fatiga de material” y “Jardín japonés”.
En estos tres textos la infancia parece ser puesta en contrapunto con la ancianidad. Los cuerpos viejos tienen ese “aire de cachivache” que les encontraba Borges a los muertos. Cuerpos sin sentido, cuerpos enfermos –fatiga de material– a los que sin embargo hay que seguir alimentando. Ellos ocupan espacios que siegan la libertad infantil. Las niñas/jóvenes de estas narraciones concurren al aniquilamiento de esas mujeres que las precedieron sin lograr articular un diálogo. Los suyos son palabras, gestos sin diálogo. Una niña, la de “Jardín…”, le lee a su bisabuela la receta de la “Leche nevada”. Una hija busca el calor del cuerpo de su madre enferma en “Fatiga de material”. Una niña busca a su madre entre los cuerpos de una protesta televisada en el interior violento de una casa con jardín japonés. Se trata de mujeres persistiendo en otras mujeres, como las escrituras de Bombal y Brunet en la de García-Huidobro.
Leer estos textos, en suma, es adentrarse en el mundo de la nuda vida o “vida desnuda”, aquella que no tiene valor desde una perspectiva política, que ha sido marginada de toda ciudadanía. Los cuerpos que lo habitan, cuerpos infantiles o demasiado viejos y fatigados, han quedado a la orilla del camino, son desechables, a nadie le importan. Pero ese mundo que en la ficción se condensa, con todos sus horrores y pesadillas, no es otro que el de Chile, en que la violencia se esconde por debajo, en los cimientos de los altos edificios, en las trastiendas del mercado y más atrás, y antes, en los cuartos de la hacienda, como ya lo han planteado José Donoso y Mauricio Wacquez, entre otros. A 40 años del Golpe no dejamos de conocer nuevos casos que hablan de esa violencia, ni dejamos de asistir a nuevos horrores, como el de la niña Belén, de 11 años, violada por su padrastro, embarazada, a quien le celebran las más altas autoridades “su madurez”, porque leen como madurez la resignación atávica de nuestras mujeres y niñas al sufrimiento producido por las agresiones sexuales. De esa resignación y de la impunidad con que se ejerce la violencia no sólo estatal, sino la violencia doméstica, privada, es que habla, con acertada actualidad, el libro de Beatriz García-Huidobro.
García-Huidobro, Beatriz. Hasta ya no ir y otros textos. LOM Ediciones, 2013. 201 páginas.