Si bien las convenciones del género conminan a ofrecer un resumen, cuando menos fidedigno si no también crítico, de los contenidos de la obra, pienso que una reseña puede –y debiera, en este caso al menos– igualmente evocar la experiencia a la que la obra nos invita. En este caso particular, mi propia sensación de lectura no surge, casual y curiosamente, con la lectura misma, sino un tiempo antes. Y dado que a mi parecer una de las virtudes de la investigación de Pablo Chiuminatto es la astuta experiencia que en sus páginas se urde y desenvuelve, solicito un poco de paciencia para ilustrar esta aseveración.
Siendo aún estudiante, en más de una ocasión fui testigo del periplo que en parte culmina en este libro y que C. nos relata en el apéndice (Vida y razones de este libro, pp. 163-166). De estas ocasiones quisiera aquí compartir sólo dos, ya que ilustran y explican la extrañeza –si me permiten sintetizar con este término la sensación que producen las diversas caras de su lectura– que esta obra, a mis ojos, suscita. Hará ya tres o tal vez cuatro años desde que asistí a una conferencia de C., en la que explicó de modo sucinto y gráfico el método por él empleado en sus investigaciones. Desde el anonimato de las butacas lo oí decir que más que un método, su proceder era una práctica o estrategia de asociaciones espontáneas entre imágenes y textos. Similar a la libre asociación empleada por el psicoanálisis, precisaba C., él procedía trazando relaciones morfológicas y semánticas entre imágenes, textos y finalmente entre las unas y los otros. La segunda ocasión ocurrió dos años atrás. Entonces nos hallábamos C. y yo en el salón de investigadores de la Biblioteca Nacional. Mientras revisábamos los libros del jesuita alemán A. Kircher, C. tuvo el amable gesto de hacerme ver la importancia que la materialidad de los libros tiene. Refiriéndose a los nervios, los sellos de agua y el empaste de aquellos volúmenes, C. me explicó cómo el proceso y los vericuetos de su producción igualmente nos proporcionan información sobre el contenido y la historia de las obras.
No es difícil apreciar que en ambas ocasiones surgió en mí una experiencia similar que bien puedo enunciar con las siguientes dos preguntas: ¿hacia dónde apuntan estas prácticas, estas estrategias? Y ¿qué posibilidades nos proporcionan a la hora de abordar un tema de investigación, como lo puede ser la obra de un autor particular? Ambos cuestionamientos ilustran la extrañeza –sensación a medio camino entre el asombro ante la novedad y la curiosidad ante la aplicabilidad de la propuesta– que entonces sentí y que felizmente este libro viene finalmente a explicar, pero igualmente a reanimar y ampliar mediante el estudio prolijo y metódico de la obra de Descartes.
Lo primero que debemos decir del estudio sobre Descartes propuesto por C. es que se trata de una investigación peculiar. Como informan el título de la obra (Descartes. El método de las figuras) y la ilustración en su portada (El ciego, lámina del discurso sexto de La Dióptrica, de R. Descartes, 1637), su objeto de investigación lo constituyen las imágenes en las obras de Descartes[1]. Como señala C. al inicio del libro, hay dos razones que sostienen su peculiar propuesta. En primer lugar, hay una razón que podríamos llamar externa y que consiste en el desinterés de los especialistas en ocuparse de las figuras impresas en los tratados de Descartes al considerar, como señala C., que ellas tienen “un rol únicamente ilustrativo, en el sentido instrumental del término” (p. 27). En segundo lugar, una razón interna a la obra de Descartes nos lleva igualmente desestimar las figuras de sus tratados. Me refiero a su actitud crítica ante la imagen, identificada “históricamente como parte del conjunto de doctrinas filosóficas idealistas que adscriben a una desconfianza general de la imagen en relación al conocimiento” (pp. 14-17). La investigación de C. es una puesta en cuestión de estas presuposiciones y una afrenta abierta a estas limitaciones, como se atestigua en el recurrente tono lúdico e irónico de su preguntar (pp. 22-23; p. 98). Y es precisamente en este desafío donde se revela la primera novedad de su investigación, que el mismo C. define como una apuesta por estudiar a Descartes más allá de su imagen de autor (pp. 21-23). Se trata, en efecto, de estudiar un Descartes “ampliado” (p. 15), “más humano y menos monumento” (p. 23), una apuesta por contemplar su faceta de científico y productor. En definitiva, se trata de contemplar a un Descartes escritor (p. 11).
Prestar atención a un objeto desatendido y desestimado como lo son las figuras en los tratados de Descartes implica, afirma C., una serie de desafíos intelectuales. En el caso particular de esta pesquisa, asumir los desafíos supone “abrirse a nuevos aspectos de su obra”, asumir que “si el texto significa, la imagen también”, atender “al contexto visual de la época y al ámbito de los libros donde se inscribe”, como la decisión editorial de Descartes de incluir imágenes en sus tratados. Y finalmente, dada la naturaleza de esta investigación, “se vuelve necesaria una competencia estética”, vale decir, una mirada que trascienda la “iconolatría y la iconofobia, la fobia y la fascinación ancestral hacia la imagen”, y que logre penetrar la obra de Descartes a partir del diálogo con las figuras (pp. 26-28). Pues no se trata simplemente de describir la función ilustrativa de estas figuras en los textos, sino antes bien de una pregunta más compleja, a saber, la pregunta por las posibles funciones y rendimientos teóricos que las imágenes tienen para el estudio general de la obra del filósofo francés.
C. lleva a cabo estas tareas mediante un sistemático análisis de las obras de Descartes. Si consideramos la estructura formal del libro, podemos decir que este consta de dos partes generales. La primera parte se desarrolla desde el capítulo uno (“El relato de las imágenes”) hasta la primera mitad del capítulo siete (“Cupido geométrico, niños letrados”). A lo largo de estas páginas, C. expone de manera clara y distinta el problema de la investigación así como la metodología y el marco teórico. Al respecto, C. define su propio trabajo como una investigación biblio-iconológica (p. 26). Como menciona en reiteradas ocasiones, investigar a Descartes desde una perspectiva ampliada, que tome como punto de partida las figuras de sus tratados, requiere de una metodología que sea capaz de leer las figuras. Se requiere, en otros términos, de un método de las figuras, cuya estrategia no sólo guíe la lectura, sino también ofrezca un marco teórico desde el que podamos definir la noción misma de “imagen”. Este método lo halla C. en la iconología, cuyos orígenes se remontan a los trabajos sobre historia del arte de Aby Warburg (pp. 19, 31). Gracias a la sistematicidad de la iconología –formalizada por el historiador del arte Erwin Panofsky en su famoso ensayo de 1939 Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento–, C. puede complementar las asociaciones libres entre diversos motivos iconográficos con procedimientos de asociación entre imágenes y textos que prestan atención a cierta lógica de la figuración, esto es, una suerte de gramática visual urdida a lo largo de la historia, de modo tal que es inherente a las imágenes de nuestra tradición. El viaje a través de esta lógica de la figuración lo realiza C. consultando y contrastando diversas fuentes, como lo son la tradición emblemática y la retórica de los siglos XVI y XVII, así como el imaginario científico del propio contexto de Descartes. La historia material de los libros tiene también un rol importante al interior de su propuesta. Analizando y reconstruyendo la información sobre el proceso de edición de las obras de Descartes que sus cartas a Constantijn Huygens y Marin Mersenne contienen, C. nos relata los problemas, las motivaciones y las circunstancias que determinaron la final publicación de estos tratados. Para la investigación de C. esta historia no es baladí, pues cumple dos funciones estratégicas en su propuesta. Por un lado, esta reconstrucción demuestra en qué medida Descartes era tan filósofo como científico, productor y, en definitiva, escritor. Y por otro lado, la información de estas cartas proporcionan argumentos concretos para las asociaciones iconográficas y las consecuentes interpretaciones iconológicas que C. construye. Finalmente, la investigación de C. se sustenta sobre una teoría de la imagen que, junto con retrotraernos a la tradición iconológica, trae a escena los trabajos de A. Riegl, Ugo Rozzo y L. Donati. La teoría de la imagen que C. ofrece es simple en su formulación y elocuente en su comprensión. De acuerdo con C., una imagen es una expresión gráfica cuyo sentido nace del cruce entre dos factores. En primer término, dice C., las imágenes siempre hacen referencia “a un contexto real del que han sido abstraídas” (p. 96). Este contexto real es definido por C. como el “conjunto epistémico” (p. 97) que confiere y determina diversos significados a una imagen (piénsese, por ejemplo, en los referentes escritos y visuales de la tradición, pero igualmente en el contexto histórico, las circunstancias culturales, los usos sociales, el valor simbólico o económico de una imagen, etc.). En segundo término, las imágenes siempre surgen de una “auténtica capacidad creadora” (p. 96). Por ende, su puesta en figuración no sólo nace de una referencialidad precisa, sino también de un ímpetu interpretativo. De ahí que cuando hablamos de la historia de las imágenes, insiste C., no hablamos de simples copias, sino de reelaboraciones, o bien, no hablamos de la persistencia de un motivo iconográfico, sino de su sobrevivencia, como bien enseña e ilustra Warburg en su famoso ensayo de 1912 Arte italiano y astrología internacional en el Palazzo Schifanoia de Ferrara. El cruce entre la referencialidad y la originalidad de una imagen –cruce comúnmente establecido y cifrado en los detalles de un motivo, señala C. (p. 97)– es lo que permite contemplar su capacidad simbólica, la que a un mismo tiempo trasciende el significado inherente de la imagen al proyectarse y resituarse en el contexto particular de quien enjuicia. “La imagen habla –concluye C. –, pero no son palabras las que enuncia, son, precisamente, imágenes que integran eso que llamamos la imagen” (p. 74).
Al explicar la importancia de la iconología, la historia material de los libros y la teoría de la imagen empleada por C., he resumido muy breve y formalmente la primera parte de Descartes. El método de las figuras. La segunda parte –desarrollada desde la segunda mitad del capítulo siete hasta el capítulo diez y final (Descartes detrás del cuadro: anonimato), incluyendo igualmente algunas subsecciones de párrafos precedentes– pone a prueba su propuesta metodológica analizando dos clases de objetos. Por un lado, C. analiza los motivos iconográficos que componen a las figuras de los tratados y, por el otro y a modo de complemento (p. 119), analiza el uso retórico que hace Descartes de algunas figuras pertenecientes a la tradición emblemática de los s. XVI y XVII. De este modo, C. transita por las relaciones entre los motivos del sol, los niños y cupidos, representaciones clásicas de ciegos, locos y héroes, así como representaciones anatómicas y metáforas de instrumentos y animales. Su fin es mostrar en qué medida las figuras de los tratados de Descartes nos revelan a un Descartes intelectual, partícipe y representante de un contexto de discusiones científicas tan polémicas como polifónicas. Sin duda, las explicaciones, asociaciones e interpretaciones que C. realiza construyen un objeto de estudio de tal diversidad y dinamismo, que ofrecer un resumen no sólo arruinaría la sorpresa a quienes no han leído aún el texto, sino que también terminaría aburriendo al lector de estas líneas.
Así, quizá mas importante que resumir los contenidos expuestos por C. es volver a una pregunta que he planteado al principio. ¿Hacia dónde apuntan las prácticas y las estrategias, y en definitiva, la entera investigación propuesta en Descartes. El método de las figuras? Uno de los pasajes en que el autor expone su conclusión nos será iluminadora: “No es posible concluir –lo sabemos– que el joven Descartes haya conocido con certeza alguna de estas asociaciones referidas a un contexto iconográfico precedente. Al contrario de aquello que a veces se piensa –es decir, que la obra de Descartes está muy lejos de la tradición erudita del mundo del arte y de sus símbolos–, podemos reconocer que el filósofo remite constantemente a tópicos clásicos que están en condiciones de vincularse perfectamente a las problemáticas formales de su discurso y sobre todo a la cultura libresca de la época. Son restos arqueológicos de un mundo desplazado por el cosmos geométrico y puramente científico que Descartes intenta constituir en su proyecto de reforma general del conocimiento. Tal vez son las ruinas de una retórica que se cree ausente, pero que permanece como cimiento de la estructura misma del discurso cartesiano, para recordar la propuesta de Jean-Luc Nancy en Ego Sum.” (137-138).
No me es posible señalar en detalle las consecuencias inmediatas que la propuesta de C. tiene para el círculo de especialistas en Descartes. Sin embargo, sí quisiera aquí destacar que el pasaje citado nos revela dos valiosos rendimientos. En primer lugar, señalemos el rendimiento de la iconología. Con su investigación, C. nos enseña en qué medida el empleo de la iconología puede abrir y enriquecer nuestro trato con las obras, al revelar temas y problemáticas al interior de la filosofía que, como indican las palabras de C., se creen ausentes, pero que permanecen como cimiento de la estructura misma de los discursos. La iconología, afirma C., parafraseando a su manera cierta propuesta de Warburg[2], “nos permite conocer mejor no solamente el pensamiento de nuestro filósofo, sino sobre todo algunos aspectos de la forma misma en la que Descartes piensa y escribe” (p. 157). A ello añadiría, además, que se trata de un doble rendimiento, pues también revela al lector la versatilidad y amplia aplicabilidad que tiene esta estrategia metodológica más allá del campo de la historia de las artes.
El segundo rendimiento de este libro sigue y amplía la línea del anterior, llevándolo esta vez a un plano lúdico y sensible. Si seguimos la propuesta pedagógica de C., es decir, no dejar de sospechar de las imágenes, incluso si estas parecen situarse al vuelo, diría que a ello apunta precisamente la imagen final de su libro. Esta imagen está situada al final, precisamente sobre la información de impresión del libro y es la única que no posee una función ilustrativa. Ciertamente, podríamos afirmar que se trata de un adorno. Sin embargo, curiosamente, llegada la última página del libro no nos encontramos ante cualquier imagen, sino ante la figura del ciego, aquella tomada de La Dióptrica de Descartes. La representación de la ceguera la hallamos ya al comienzo de la obra y, de entre los diversos motivos iconográficos que C. analiza, es la que ocupa un lugar central en su investigación. El motivo de la ceguera atraviesa todo el libro; unas veces representando a los ciegos, y otras como alegoría de la locura y el error, e igualmente como un detalle iconográfico que nutre las figuras de niños, ángeles y cupidos. Ya en el capítulo cinco, cuando C. nos presenta la figura, él nos explica que se trata de una alegoría del conocimiento, “utilizada por Descartes para ejemplificar aquella imagen ideal de quien experimenta una percepción a través de una disposición nueva” (p. 61). Para Descartes, ciertamente, esta nueva disposición la representan los bastones, en cuanto mecanismo de conocimiento que no requiere ya de la percepción –representada por los ojos ciegos del personaje– ni tampoco de auxilio externo –representado en la imagen por el perro que duerme. Se trata, ciertamente, de una representación contemporánea del conocimiento, es decir, una representación del conocimiento científico, anhelante de una ciega objetividad (p. 117). Ahora bien, es con esta clase de representación del conocimiento que C. dialoga y discute a lo largo de su obra. Y si la imagen del ciego cruza de principio a fin este libro, es precisamente para poner de manifiesto esta polémica. En este punto, el libro mismo se vuelve una experiencia de extrañamiento, como ya mencionaba al comienzo. Al manifestar esta pugna, C. revela también nuestra propia pertenencia a esta tradición, pues nos pone en la incómoda situación de tener que atender a una imagen casual, pero cuya aparente mudez nos fuerza a desoír la cotidiana obnubilación con que abordamos las imágenes. A mi parecer, se trata de un gesto lúdico que resume y expone estéticamente, mediante un minucioso juego visual, la apuesta desarrollada a lo largo de las páginas de Descartes. El método de las figuras.
Pablo Chuminatto. René Descartes. El método de las figuras. Imaginario visual e ilustración científica. Santiago de Chile: Orjikh Editores, 2013.
[1] Las obras que el Pablo Chiuminatto analiza son el Discours y los tres ensayos que lo acompañan: la Dioptrique, los Météores y la Geométrie (1637); De Homine (1662) y la versión francesa L’Homme (1664), Compendium Musicae (1618). Igualmente analiza el intercambio epistolar entre René Descartes, Christiann Huygens y Marin Mersenne.
[2] “Hasta ahora se le impide a la historia del arte, a causa de categorías evolutivas insuficientes y generales, poner a disposición el material que tiene sobre la aún no escrita ‘psicología histórica de la expresión humana’. Nuestra joven disciplina se niega a sí misma un panorama histórico mundial debido a un ímpetu demasiado materialista y demasiado místico. A tientas busca encontrar su propia teoría del desarrollo entre los esquematismos de la historia política y las doctrinas del genio. Yo espero haber mostrado, mediante el método de mi propuesta de explicación de los frescos del palacio Schifanoia de Ferrara, que el análisis iconológico no se deja intimidar por prejuicios coercitivos, pues examina a la antigüedad, la edad media y la modernidad como épocas relacionadas entre sí e interroga las obras del arte liberal y aplicado como documentos de la expresión humana de igual importancia. Yo espero haber mostrado que este método, al esforzarse cuidadosamente por esclarecer una oscuridad puntual, ilumine los grandes procesos de desarrollo a partir de sus relaciones. Me concierne menos una solución apresurada que el realce de un nuevo problema, que yo quisiera formular del siguiente modo: ¿En qué medida podemos considerar el ingreso de cambios estilísticos en la representación de la figura humana en el arte italiano como un proceso internacional de confrontación con las representaciones figurativas sobrevivientes de la cultura pagana perteneciente a los pueblos orientales del mediterráneo?” Warburg, Aby, Gesammelte Schriften, Bd. 2, B. G. Teubner, Leipzig-Berlin, 1932, pp. 478-479.