En Simone, la última novela del poeta, narrador y artista plástico puertorriqueño Eduardo Lalo, un escritor sin nombre recorre las calles de San Juan, observa desde una dolida distancia a sus habitantes y recoge sus desasosegadas reflexiones en fragmentarias entradas de diario. Es un personaje suspendido en un presente desesperanzado, neuróticamente ligado a una ciudad que lo atrae y repele a la vez, pero que es, sobre todo, su ciudad. Caminando por sus calles siente la maldición del sol inclemente y es testigo de conversaciones que delatan la chatura de sus conciudadanos, su torpeza lingüística, la banalidad de sus preocupaciones: “Esto es lo que escucho y anoto en la calle. Tras las palabras queda el enigma. Pero todo sabe a plástico, a sol, a baterías doble A de un aparato hecho en China. La única salida sería tener dinero para poder encerrarse o viajar, para recuperarse viendo y escuchando otras cosas. Ése es el único verdadero privilegio aquí. La riqueza permite imaginar que no se tiene nada que ver con esto” (49).
El tono de hastío que inunda las entradas del cuaderno del escritor empieza a transformarse ante la llegada de unos misteriosos mensajes con citas literarias que lo interpelan de forma inquietante. El juego de la sorpresa, desciframiento, pesquisa y seducción que inician estos mensajes abre la segunda línea narrativa de Simone -la del encuentro amoroso- y revela al lector el porqué del título de la novela: es el alias de la remitente, quien se identifica con la forma en que la filósofa francesa Simone Weil vivió la distancia que la separaba de sus contemporáneos. En ese San Juan de soledades y transparencia, la posibilidad de salir del encierro se asocia al milagro de una escritura que busca derroteros distintos a los que imponen la industria editorial, la mirada académica, el gusto masivo de los lectores. La historia de amor de Simone nace de la seducción literaria, ejercida primero por las novelas del escritor sobre su lectora y después por los mensajes que ésta le envía a él.
La transformación del escritor en su encuentro amoroso y erótico con Chao Li es narrada en un ritmo nuevo, que transforma la novela en su segunda parte en un bello relato de intimidad, exploración y descubrimiento mutuo. Una restricción impuesta por ella –y que prefiero no revelar acá- desvía los encuentros sexuales por vericuetos inexplorados: “La prohibición incrementaba nuestra ansía. Nuestras sesiones desconocían el tiempo… Los movimientos se estiraban sin fin y sin esfuerzo. El acto era incolmable, al menos para mí lo era, y la energía transitaba por mi cuerpo sin agotarse. Al unirnos construíamos un lugar para el cual no había mapas ni servía la experiencia y ese ámbito desafiaba todos los presupuestos. Era imposible saber lo que hallaríamos en él y lo que se esperaba de nosotros… La soledad y el sufrimiento acumulado por años, el peso de toda una vida, nos había llevado a este punto. Éramos náufragos que compartían la misma balsa en el océano de San Juan y estaba claro que sin esta indigencia jamás nos hubiéramos encontrado” (106).
Con Chao Li al lado, el escritor descubre que San Juan alberga historias que le eran totalmente desconocidas. El tema de la invisibilidad boricua frente al mundo se agudiza al extremo en el descubrimiento de la comunidad china en la isla. Ésta se compone de migrantes con trayectorias de profundo desarraigo, frágilmente vinculados a los negocios de comida que engullen las vidas de miles de personas que nunca logran aprender bien el castellano, ni desligarse de los compromisos esclavizantes contraídos con los familiares o patrones que alguna vez les permitieron salir de su país. Li vive en un estado de doble alienación: frente a su comunidad de origen y en relación a la sociedad puertorriqueña: “El problema no es la lengua sino la imposibilidad que tienen los demás de imaginarme. ¿Es posible escribir cuando la identidad no es compartida por nadie, cuando la inmensa mayoría de la gente no puede ni siquiera concebirte?” (98).
El encuentro amoroso impulsa el despliegue del talento artístico de Chao Li, quien conjuga el dibujo y la escritura en ejercicios de encriptación y borramiento de los nombres de los personajes que marcan su vida. En el clímax de su relación, Li y el protagonista intervienen la ciudad buscando recuperar el impulso vanguardista de reconectar el arte con la vida. El escritor desempolva su cámara para fotografiar a los cocineros chinos que conoce a través de Li; al pegar sus fotos en calles y paraderos busca llamar la atención sobre rostros ignorados en el paisaje nacional. La energía erótica, artística, literaria que despliegan los amantes suspende el tiempo en un presente gozoso que transforma también la descripción de la ciudad: los espacios se recorren, en estos apartados, con ligereza y confianza, la superficie urbana dibuja las huellas que entreteje la complicidad.
A diferencia de los fragmentos de la primera parte del libro, narradas en presente, como entradas de diario, la historia de amor se relata desde un tiempo posterior, luego del final de una relación potente y frágil: “Entonces, con brazos y piernas entrelazadas, iban renaciendo nuestros cuerpos: descubríamos que los miembros nos pertenecían en exclusividad y que marcaban la diferencia y la distancia. No hacía falta que algún acontecimiento viniera a deshacernos. Éste ya había ocurrido; no se hallaba en la historia que hacíamos, sino que nos precedía. Desde que Li perdió a su padre, desde que cruzó medio mundo y vino aquí, desde que me propuse sobrevivir harto de todo pero abrazado al hartazgo, desde entonces estábamos condenados” (107). El pasado de Li es una historia de desposesión, mientras la vida del narrador parece desplegarse sobre un hartazgo y desasosiego que no tienen ni un antes ni un después, salvo por el corto lapso de su relación amorosa. Atribuir su fracaso al pasado de Li, como pretende el escritor en la cita anterior, más que un fatalismo parece una estrategia para disfrazar su mermado protagonismo en una historia cuyas coordenadas fueron casi enteramente dibujadas por la autora de los mensajes.
En Simone hay tres presencias fundamentales que se despliegan e imbrican creando una atmósfera atractiva y seductora: la de la ciudad y su imbricación con la vida del narrador, la de la apasionada relación de Chao Li con la literatura y su amor con el escritor y la de la escritura en sí misma, cuya importancia se revela desde las primeras líneas del texto: “Escribir. ¿Me queda otra opción en este mundo en que tanto estará siempre lejos de mí?” (19).
Simone es un texto de difícil clasificación genérica y no cumple con ninguno de los estereotipos que la industria cultural suele construir en torno a lo caribeño. Me parece que por la originalidad de la propuesta narrativa de Lalo y lo profundamente personal de su mirada sobre el Caribe, es un gran acierto de la Editorial Corregidor el haber elegido su última novela para inaugurar su nueva Colección Archipiélago Caribe.
Lalo, Eduardo. Simone. Buenos Aires: Ediciones Corregidor, 2011.