No tengo aquí conmigo ninguno de sus libros. Hace años que no los leo, y los recuerdo vagamente: en primer lugar sus tapas de cartón baratas, que se desarmaban al leerlos una y otra vez (me temo que fui yo el que terminé de destrozar la copia de Crónicas marcianas de la biblioteca de mis padres, de ediciones Minotauro, con un prólogo de Borges). Tal vez ese sea el test final de un escritor: qué recordamos de él sin tener sus libros a mano, qué de su escritura se sedimentó en nosotros hasta el punto de que, olvidados los particulares de los nombres de los personajes y las peripecias por las que los hace pasar, todavía pulsa entre nuestras sinapsis una escena, una frase, una atmósfera, un título, un estilo, un modo de mirar. Cuando leo, en los titulares, que ha muerto Ray Bradbury, pasan por mi cabeza varias nubes de recuerdos, que anoto en el orden en que van llegando.
Sin duda, lo que más “se recordará” de Bradbury es su fantasía futurista distópica Fahrenheit 451 (¡qué buen título!), que en algún momento leímos en el colegio junto con Un mundo feliz y 1984. Corrían los 80, y el profesor de castellano se limitó a comentar a modo de guía de lectura, con su acostumbrado tono entre despreciativo y desafiante, que comprender a Bradbury, Huxley y Orwell sólo como críticos del comunismo sería limitar el sentido de su obra, que servía como crítica contra cualquier régimen totalitario. Luego agregó que, más que el rollo de la quema de los libros, los audífonos propagandísticos, y toda la parafernalia en la que descansaba el mensaje de la obra, a él le gustaba la pantera mecánica que aparecía entre sus páginas. Tal vez es por eso que hoy en día en que los libros no se hojean sino que se descargan y se miran en pantalla, a mí me ronda todavía ese felino…
Pero más que esa novela, son sus cuentos lo que en mí persiste. La atmósfera enrarecida, atroz e irresistiblemente ominosa para el adolescente que yo era entonces, de sus Crónicas marcianas, en las que los más peligrosos extraterrestres no eran criaturas verdes, reptiles o pulpos con múltiples bocas sino seres capaces de adoptar nuestra propia apariencia hasta el punto de hacernos sentir como en casa. O la inquietante, pesadillescamente inolvidable imagen del hombre ilustrado, con sus tatuajes animados que relataban historias. No sé si era en ese volumen donde aparecían los relatos de robots, “30 días tenía septiembre”, o algo así, en la que un hombre decide abandonar a su mujer dejando un robot en su lugar, sólo para que, cuando finalmente lo hace, en la cama duerman dos robots el uno junto al otro. ¿O era ese título el del relato en que un hombre se enamoraba de la robot que vendía hot dogs en un carrito?
Me doy cuenta recién, enumerando estos argumentos, de hasta qué punto Bradbury estaba obsesionado con la confusión de lo mecánico y lo orgánico, de lo humano y lo marciano, de lo humano y lo animal, de lo virtual y lo real (igual que el Freud de «Lo ominoso»). Como en ese cuento en el que los leones de la pantalla de la pieza de los niños devoran a sus padres, o como el absolutamente inolvidable “El ruido de un trueno”, en el que una mariposa aplastada por accidente en un viaje al pasado a cazar dinosaurios modifica el presente de los personajes (que es nuestro futuro).
Algo así hizo Bradbury, que ahora ya no está, conmigo, y con todos los que lo leímos. Pisoteó en nosotros mariposas al pasar, modificó el que fuimos de manera imperceptible, y nos volvió el que somos. El que estamos siendo, el que podríamos ser…tatuó en nosotros historias que no dejan de moverse y transformarse aunque quien originalmente las imaginara ya no esté. Tal vez sea eso ser un escritor.
Manuel
25 agosto, 2020 @ 5:50
Gracias por ayudarme a encontrar el nombre de ese relato que leí hace tanto tiempo