Una profesora mía en la universidad, con fama de ser sumamente antipática, cuando un estudiante le preguntó si para la prueba servía ver la película de El gran Gatsby en vez de leerse el libro, le dijo que sí, por supuesto que sirve. Pero la película es la película y el libro es el libro, agregó con tono reprobatorio luego de mirarlo lentamente de pies a cabeza. Una amiga francesa opinaba que El tiempo recobrado en la versión de Raúl Ruiz era un desastre. Es que Proust no puede adaptarse al cine, agregaba, es imposible. Es una obra literaria, de lenguaje, y cualquier intento de traspasarla a otro medio pierde lo esencial de su estilo y su mirada. Me acuerdo de que en esa ocasión argumenté con excesiva intensidad (en la que puede haber habido, ahora que lo pienso, algo de nacionalismo cultural inconsciente) que eso era una falacia, que el propio Proust veía el mundo como un universo de signos que se metamorfoseaban unos en otros (un cuarteto de cuerdas en una catedral, una madelena en el recuerdo de un amor, una sombra en el cuerpo de una mujer). Me parecía absurdo, le expliqué, reducir la obra literaria a sus palabras en la página y prohibir cualquier intento de transformación de esas palabras en sonidos, en imágenes o en movimientos. Ella se encogió de hombros y dejó inconclusa la conversación.
Recordé varias veces esos dos episodios viendo la película Bonsái, de Cristián Jiménez, basada en el libro del mismo título de Alejandro Zambra. Como buen espectador ingenuo, fui a ver la película porque me había gustado el libro, que leí hace muchos años, poco después de que saliera (y que no he releído luego de ver la película), no sin algo de temor de que la adaptación fuera un desastre y me arruinara hasta el recuerdo de esa lectura placentera. Pero la película no es el libro. De hecho, en este caso tiene poco que ver: la película de Jiménez funciona como una serie de variaciones en torno al tema del relato original, incluyendo varios chistes para entendidos (como la aparición del manual de latín del que salen los nombres de los protagonistas) y cierta distancia respecto a la estética de Zambra y a la sensibilidad de sus personajes.
La gracia de Bonsái está en ser un texto sumamente breve, escrito con extremo control y cuidado, como uno de esos árboles cuyo crecimiento se restringe para mantener su tamaño en una escala en la que sirvan de decoración. Si, en el famoso cuento de María Luisa Bombal, el amor se relaciona con un gran gomero cuya sombra convierte en una suerte de acuario una habitación de la casa de la protagonista, y en cuyo tamaño inmenso ella encuentra consuelo para sus frustraciones conyugales, en el texto de Zambra todo está como miniaturizado, a escala. Los personajes son deliberadamente esquemáticos, y no se dice casi nada sobre el mundo en torno a ellos: esa es la genialidad de la novela, y su limitación mayor, deliberada.
Pero es imposible en cine mostrar un mundo tan minimalista. En la película los protagonistas tienen que tener un rostro, ropa, voces, y los espacios por los que se mueven son más definidos socialmente, están llenos de cosas, de muebles, de música de fondo. Para hacer un equivalente fílmico de la novela, me decía mientras veía la película de Jiménez, habría que haberla hecho en animación, con personajes dibujados con unas pocas rayas moviéndose en un espacio en blanco, o habría que haberla filmado en “Mundo mágico” con muñecos playmobil, que respondieran a la naturaleza entrañablemente estereotipada de sus personajes. Como la película no puede hacer eso, Cristián Jiménez (director también de la brillante Ilusiones ópticas) optó por tomar el libro sólo como punto de partida para lo que es indudablemente una película propia, y en algunos sentidos un anti-Bonsái, con otra sensibilidad y una historia sumamente transformada a partir del núcleo de la novela. De hecho, la cinta traslada parte de la acción a Valdivia, y se inicia con una secuencia en la que se filman detenidamente varios árboles de un parque, con sus troncos gruesos y su abundante follaje de diversos verdes. Es una imagen que regresa en otros momentos de la película, y que me parece sugerir una monumentalidad y una amplitud que la novela de Zambra decidió dejar de lado.
Es tal vez este contraste entre una y otra obra lo que me parece más notable de la adaptación. La novela de Zambra tiene el mérito de haber captado, me parece, una vertiente de la sensibilidad de los 90, utilizando un registro notablemente distinto de lo que se usaba en la novela chilena de entonces, y ejecutando esa propuesta con un oficio impecable. La película es otra cosa…más vacilante y difusa, menos perfeccionista, por momentos algo floja, pero con texturas más diversas en su imperfección. Es tal vez más una obra salida de este presente más confuso y desordenado en el que nos encontramos que de la contención cuidadosa de los primeros años de la transición.
Tal vez mi profesora y mi amiga tenían razón. Por eso mismo, valdría la pena ir a ver Bonsái, no en vez sino además de leer el libro.
Héctor Rojas
16 mayo, 2012 @ 14:03
Pude ver la película en el prestreno del año pasado en la UDP. Recuerdo que una de las personas del público dijo que Jiménez no había capturado lo verdaderamente central en el libro, la ruptura de los personajes. Por lo mismo me hace sentido leer y ver películas, no importa en el orden que aparecieran.
En este caso me parece que funcionan ambas versiones, como en el ambiente que funciona tanto Valdivia en la película como Santiago en el libro. Ciertamente lo que presenta Jiménez no es como me imaginé el libro, pero no deja de ser interesante ver como otras personas leen.
Ernesto Sepulveda
3 agosto, 2012 @ 6:49
Si he disfrutado leyendo este articulo, se me hace genial tu redacción en ningún momento deje de leer. Sin duda alguna la pelicula es buena pero el libro tiene de apoyo la imaginación y cada quien de cierta manera moldea las cosas a su gusto; en cambio la pelicula es la vision del director. En el libro tu dirijes la pelicula. Gracias por tan buen articulo.