Entre el 25 de noviembre y el 2 de diciembre de 2011, se exhibieron en Santiago dos pinturas recientes de Juan Dávila, artista chileno residente en Australia desde 1974. Se trató de dos obras bidimensionales, apaisadas, de gran formato, pintadas con óleo sobre tela. Una colgaba como pendón, sumando tres metros de alto y más de cinco de largo; la otra, realizada especialmente para la ocasión, montada en bastidor, tenía dos metros por casi tres. La primera destacaba por lo icónica (figurativa), la segunda por lo gestual.
Dichas obras, enviadas desde Melbourne, Australia, aterrizaron en Chile para presentarse en BLOC, un taller que yo integro desde 2009. Me tocó coorganizar la exhibición, lo que no solo implicó compartir periódicamente con el artista, sobre todo por e-mail, sino estar por largos momentos con las pinturas, frente a frente, debiendo incluso manipularlas para colgarlas.
Escribir esta nota con un evidente atraso obedece a efectos que recién hoy identifico en la experiencia directa con las obras. Retardo afín a la pintura, habría aquí un after image de la exposición, donde -a su vez y como explicaré- una obra sería post-imagen de la otra. Un motivo secundario procede de la falta de reacción escrita, más allá de una escueta reseña informativa que hubo en diarios, frente a la exhibición en BLOC.
La pintura
La obra de mayores dimensiones mostraba colores predominantemente oscuros y representaba la siguiente escena: un “hombre blanco” pero de piernas oscuras, con sombrero de copa y camisa blanca, los genitales a la vista, dirige su mano en señal de saludo a una mujer desnuda, probablemente indígena, que se lleva los brazos al pecho y ostenta un anillo de compromiso. Ambos están en cuclillas y los separa una sutil aura dorada. Hay un pájaro negro al costado derecho (posiblemente un Magpie Australiano) y cada personaje está rodeado de pinceladas color tierra. Subrayando el límite de la imagen, un marco negro, gris y rojo la recorre.
En la pintura con bastidor, de impronta exclusivamente gestual, se ven pinceladas y borrones café, magentas y ocres, marcas de humo; todo ello parece flotar entre brochazos celestes y grises, dominando los colores claros.
Palabra e imagen
Catorce años tuvieron que pasar para que Dávila volviera a mostrar trabajo inédito en Chile. Y existe la forzosa posibilidad de que sea uno de los pintores vivos más significativos del eje sur y, por qué no, del resto del mundo. Por más que restemos validez a certámenes como Documenta -la exposición internacional más ambiciosa, más abarcadora de las artes visuales contemporáneas- la obra de Dávila fue la invitada de honor de su versión 2007, lo que sin duda representa un indicio del aporte cultural del chileno-australiano.
Nuestro pequeño y confinado medio artístico no se ve particularmente agitado por ello aunque alguna conmoción, quiero creer, generó la exposición en BLOC pues cuesta negarle cierto carácter histórico o de hito. En todo caso, una columna titulada “Triste Modernidad” de Guillermo Machuca (diario The Clinic, 12-2011) es lo más cercano a pensarla, hasta el momento, de manera escrita. Salvo la insólita generalidad de que “(…) sus dos pinturas expuestas en Bloc no se diferencian sustantivamente de muchas que pululan por los circuitos comerciales”, el crítico de arte en nada analiza lo exhibido por Dávila.
Sorprendería que una obra que contó hace veinte años con un ferviente apoyo escrito en Chile hoy ya no gastara tinta. Sorprendería la indiferencia, más aún viniendo de autores que lideraron dicha adhesión[1], y costaría asumir como causa la desinformación sobre los pasos del pintor en el extranjero o, peor, algún tipo de destierro. Sugiero otro motivo.
Si bien hay raíces idiosincráticas en el problema (“chaqueteo” y vicios nacionales afines), vinculadas a la hoy anémica crítica de arte local, me atrevo a plantear que la legibilidad es lo que pudiera estar importantemente cortando esos otrora vivos intercambios en Chile entre teoría y pintura de Dávila (si hay algo que concederle a la Escena de Avanzada es, justamente, una poderosa irrupción de la escritura en el arte del momento). Lo complejo es que lo sucedido entre imagen y palabra al interior de su obra sigue gozando de vitalidad.
After image
Hay una aparente falta de señas verbales en la última entrega de Dávila a Chile. La exposición carece de título, al igual que las obras. Sin embargo, una de ellas se apellida After image, y forma parte de la serie de pinturas del mismo nombre comenzada por Dávila en 2010.
After image sería un “después de la imagen”, una post-imagen. La obra aludiría al efecto visual de recuerdo retiniano de un estímulo ya ido (el sol en negativo después de verlo fijamente, por ejemplo, una ilusión –se presume- recién anotada por Goethe en 1810 en su texto Zur Farbenlehre). After image también refiere al método empleado por Dávila: pintar otro cuadro después de realizar una “obra figurativa”, sin tenerla enfrente, recordándola –de adrede– muy vagamente, a nivel de sensaciones cromáticas y de movimiento (gestual), como si de un ojo interior se tratara. Las resonancias místicas de este “tercer ojo” u “ojo de la mente” son ineludibles.
¿Nos encontramos hoy ante un Dávila místico y ya no político? Es lo que posiblemente se cuestionan algunos. Pero la pregunta, sin duda, simplifica bastante el asunto. Los escándalos públicos que ciertos trabajos de Dávila suscitaron años atrás, en Alemania por un juez Daniel Paul Schreber pintado en una delirante escena sexual salpicada con suásticas, o en los países sudamericanos por un Simón Bolívar travestido y levantando el dedo medio, sin duda, tienen algún eco en BLOC. Y no únicamente por la obligada contextualización de una obra con su historia.
En otra escala, hay incitación al exponer en un taller de artistas y no en un museo o galería (lo esperable de un pintor de prestigio, más encima “alejado” de su país natal), al no titular la exposición (al nombrar apenas -o a medias- una pintura con el escueto After image) y al resistirse a la efigie de sí mismo (a la imagen a la que varios chilenos se aferran, en base a pinturas de las décadas de 1980 y 1990).
Dávila provoca en el 2011 al evitar mayor escándalo. Sin embargo, hay un after image ineludible, una post-imagen en el recuerdo convulsionado, de los años convulsionados, que hoy se proyecta en la nueva producción del pintor. El silencio de ensayistas ante sus obras en BLOC fuerza a entenderlo, también, como una reacción acalorada. En cualquier caso, ha sido el poder de la pintura, y no otro, el principal causante de controversias: distinto del hard core pornográfico o de la sola vulgaridad, provienen de la crudeza de una imaginación insólita (de un imaginario que hace revoltijos entre lo disímil) y del lo-fi de la pintura, exacerbado por Dávila[2]. ¡La gran mayoría de sus imágenes son estricta y acentuadamente pictóricas!
El hacer pictórico es muestra pura de lo analógico. Desatender el artificio ante un trastocado Bolívar, por ejemplo, equivale a confundir el retrato con el retratado, una ilusión tan antigua como la pintura misma (Dávila la desenmascara con la pincelada y con el marco pintado, suerte de escenario, en una pintura en BLOC). Al exaltar el carácter icónico del trabajo de Juan Dávila, en algo se parecen sus detractores y no pocos que han escrito favorablemente sobre él. Han sido cegados por lo que dicen las pinturas, si acaso una pintura puede decir algo.
Cuerpo graso
Sobre todo en la década de 1990, Dávila corrompía la tradición europea del cuadro aplicando zurcidos en la tela, papeles de diario, textiles, marcos y otros objetos, junto a imitar variadas técnicas de pintado, a pintores de salón y de la calle.
Su otrora diversidad material fue cambiada en BLOC por dos cuadros al óleo sobre lino belga imprimado. Imposible más tradicional y selecto. Pero su etiqueta en verdad es desgarbada, similar a la del hombre del sombrero de copa: el borde de la tela fue recortado a pulso, la tela mayor serpentea por su peso, se evita el modelado académico y el lustre (grandes zonas de la superficie carecen de brillo).
En algún e-mail, Dávila me confesó que ocupaba fundamentalmente óleo por su fluidez, por cierta indocilidad que le es inherente, por permitir el registro de “sutilezas emocionales” y porque está relativamente apegado, más que otras pinturas surgidas en el siglo XX, a la naturaleza y a sus colores (“óleo” proviene de óleum, “aceite” en latín). En este sentido, hoy el artista se sitúa en la orilla opuesta de aquella oleada de pintores que, desde los años cuarenta, aclamaran al esmalte, al acrílico, al latex, a la pintura sintética con su consiguiente acabado de muro, electrodoméstico o auto.
Distintamente, las obras en BLOC apelan a la naturaleza o, mejor dicho, poseen una fuerte organicidad. Lo ratifican su color, su iconografía, el cuerpo en movimiento detrás de ellas, el efecto envolvente de ambas en la sala. La habitual mescolanza en la obra pasada de Dávila comparece hoy al depender un cuadro (bastante diferente) de otro. Cuando el pincel se desbanda en uno de ellos, en el otro obedece, aunque nervioso, a lo antropomorfo y zoomorfo; allá se desata de lo icónico, de la historia de un corpus de obra, acá se constriñe por ello.
También las obras presentan inorganicidad, apelan a la cultura. La civilización, simbolizada por el sujeto de barba, ofrece sus bondades (vestimenta, riqueza… y un pene en reposo) a la mujer apegada a la naturaleza (relación frecuente en la historia de los símbolos). Esta pintura acentuaría la visión, el intelecto y lo consciente; su after image, en cambio, exacerbaría lo táctil, la emoción y lo inconsciente. Una obra incorpora los términos, ligeramente atenuados, que caracterizan a la otra, pero no olvidemos que la imagen gestual se ciñe cartesianamente a un bastidor y la “figurativa” casi flamea.
Sin obviar las fricciones humanas ante la naturaleza, Dávila exhibe como artista un sorprendente balance de la cabeza y la mano, del pensar y el sentir (a nivel sensual y emocional), tal vez lo decididamente orgánico en él[3]. Sus “citas culturales” -como suele llamarlas- contienen sarcasmo, algo a que nos tenía habituados: la transacción humana tiene como corolario un ave que la arbitra de espaldas, un colono casi en pelotas, rostros que brillan, sebosos, y cuyos cuerpos parecen defecar. Son cuerpos que pervierten protocolos (la indígena, incluso, lleva el típico anillo de una casada occidental), que interpelan al cuerpo del espectador, a sus ademanes, a su vestimenta, a su género y a su etnia[4]. Lo enfrentan a preconcepciones sobre el arte y sobre la obra de Dávila, advirtiendo del total cambio de postura que exige, a quien mira, esa pintura respecto de su after image.
El dictado
El cuerpo inculto, primitivo, que distintos ensayos reconocieron en imágenes anteriores del chileno-australiano, hoy es particularmente desbordado hacia la corporalidad misma del espectador. Se le solicita despojarse de un libreto, incluso de la sed de desinhibición sexual provocada por dichas imágenes. El énfasis en la visión, en la gestualidad, en la fluidez del material, en el goce y la pulsión misma de pintar, es una “nueva” forma en que Juan Dávila ataca la censura del cuerpo (de lo aprendido hacia la percepción). Por lo mismo, no extraña la reacción de quien antes vitoreaba y hoy calla. Cuando se trata del propio cuerpo, ya no tanto de uno social o teórico, el desconcierto puede ser mayor, así como el pudor y la incapacidad para conectarse intensamente con los sentidos, con sus placeres (“jouissance” le he escuchado en más de una ocasión a Dávila).
La historia de la pintura acarrea indocilidades también, no hacia el comercio claro está, pero sí ante el lenguaje. La sensualidad inherente a lo pictórico ha resistido todo intento censor, que en el Chile de fines de la década de 1970 provino de buena parte de la Escena de Avanzada[5]. Por lo mismo, el protagonismo de la pintura de Dávila en ese contexto es difícil de explicar, salvo por su narrativa explícitamente provocadora.
Asumiendo que aquí invoco doblemente a la palabra (escribiendo y acusando la falta de escritura) y que no existe una mirada descontaminada, nos enfrentamos en BLOC a una pintura que calla más, que se hace más esquiva a la traducción verbal y a las teorías de ayer. Por lo mismo, la supuesta indiferencia de plumas chilenas actuales con esa obra señalaría -en algunos casos- un malentendido entre antiguos cultores de Dávila. Mientras su pintura se ha desarrollado de múltiples modos, con un inusual riesgo y afán de auto-renovación, por acá varios estarían apegados a “sagradas escrituras”, a sus mismos modos de ver y, sobre todo, de leer[6]. ¿Cómo hablar hoy frente a una obra denominada After image, que hace gala de una caligrafía del cuerpo y desafía a cualquier otro tipo de escritura? En principio, reconociendo los límites de la palabra.
Al final
Todo está trabajado aceleradamente en las dos obras, bajo el movimiento incesante de unos pocos pinceles, como si hubiese sido lo último a pintar, una cuestión de horas más que de días, casi de minutos. Como si alguien hubiera amenazado a Dávila con quitarle la pintura. ¿Qué hay después de pintar? ¿Qué conforma su post-imagen? Efectivamente, la muerte o algún tipo de muerte.
Como espectadores, podemos decir que una vez terminada una obra surge la palabra, la interpretación, el afán de explicar vía el lenguaje lo que estamos viendo. De algún modo, la palabra implicaría una muerte de la imagen, extinguiría parte de su enigma. También, el texto se inmiscuye en los inicios de la imagen, al menos cuando la trabaja un artista genuinamente letrado (Dávila es un excelente ejemplo), que difícilmente puede despojarse de uno de los fundamentos de la cultura. Sin embargo, cabe preguntar: ¿qué lleva a denominar a la pintura “lenguaje” si es bastante anterior a la invención de la escritura? Así parece interpelarnos la obra con bastidor.
Las actuales pinturas de Dávila -concluyo por ahora- se encuentran en el punto ciego entre un gesto y un signo, una imagen y la palabra, lo percibido y lo aprendido, lo natural y lo cultural. Son un after image de lo uno y de lo otro.
IMÁGENES
1) Exposición de Juan Dávila en Taller BLOC, 2011, Santiago, Chile. ©Juan Dávila, cortesía de Kalli Rolfe Contemporary Art, fotografía de Tomás Rodríguez.
2) Juan Dávila. S/t. After image. 2011, óleo sobre lino, 203 x 270 cms. ©Juan Dávila, cortesía de Kalli Rolfe Contemporary Art, fotografía de Tomás Rodríguez.
3) Detalle de S/t, Juan Dávila, 2011, óleo sobre lino, 300 x 521 cms. ©Juan Dávila, cortesía de Kalli Rolfe Contemporary Art, fotografía de Mark Ashkanasy.
4) Detalle de S/t. After image, Juan Dávila. ©Juan Dávila, cortesía de Kalli Rolfe Contemporary Art, fotografía de Mark Ashkanasy.
* Esta nota forma parte de una serie de artículos co-editados conTaller BLOC
[1] Entre ellos destaca, sin duda, la ensayista y curadora franco-chilena Nelly Richard. Fue la principal portavoz de la Escena de Avanzada, conformada por gente de letras y artistas (entre los que se contaba Dávila) que trabajaron en tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet, en decidida aunque cifrada oposición. Una selección reciente de textos chilenos sobre la obra de Dávila presenta González, D. (Ed.). (2010). El revés de la trama. Escritura sobre arte contemporáneo en Chile. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales.
[2] A pesar de lo altamente diferida que es la pintura a nivel icónico, más aún la de Dávila, Carlos Pérez Villalobos define -aunque en un sentido positivo- su obra como pornográfica. Ver De la pintada promiscuidad, en González, D. Ibid. En términos históricos, la crudeza de la obra de Dávila continúa una vena, quizás desapercibida, que corre de Altamira a Willem de Kooning, de San Pedro de Andahuaylillas a Francisco de Goya, de Matthias Grünewald a Edvard Munch, de Juan de Valdés Leal a Manuel Ocampo, por citar. En específico, tal condición áspera y salvaje tiende a ser por lo menos triple en Dávila: material, técnica e iconográfica.
[3] La última exhibición individual de Juan Dávila, The Moral Meaning of Wilderness (su traducción literal: “El significado moral de la tierra salvaje”, 2011-2010) incluyó varios paisajes naturales pintados a plein air en los que se pueden vislumbrar desechos humanos o edificaciones.
[4] Resulta ilustrativo de esto que Dávila ocupe repetidamente a Juan Verdejo, caricatura del roto chileno de la revista Topaze. La penúltima muestra del artista en Chile, Rota en Galería Gabriela Mistral, se basó fuertemente en ella. Un análisis al respecto en el catálogo: Eltit, D. (1996). Lástima que seas una rota. Santiago: Ministerio de Educación de Chile-Galería Gabriela Mistral.
[5] En el texto “Una mirada sobre el arte en Chile” de 1981, Nelly Richard situaba a partir de 1977 a la fotografía como el medio de avanzada, lo que hoy sorprende por lo sesgado y por el desfase respecto a la invención de la foto [documento en Galaz, G; Ivelic, M. (1988). Chile, arte actual Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso]. En cuanto a la Escena de Avanzada, los ataques a la pintura y sus secuelas, además de la relación arte-texto en esos años, ver Adriana Valdés en “A los pies de la letra: Arte y escritura en Chile.” En Mosquera, G. (2006). Copiar el Edén. Santiago: Puro Chile.
[6] El “discurso visual”, el enfoque lingüístico de lo visual, insiste en que una imagen se lee cual oración; el llamado de Roland Barthes a tratar todo estímulo como texto es convertido en doctrina.