”Fernández deslumbra con su agudeza, agilidad, economía del lenguaje y dominio del formato cuentístico. El uso de imaginarios fantasmales, macabros y monstruosos nos va permitiendo poco a poco acceder a una zona liminal donde diversas certezas y fronteras se difuminan, una suerte de espacio mental, quizás de la propia autora, donde a pesar de asumirnos desorientados no nos extraviamos, tal como en sus relatos ella hace a algunos personajes penetrar la mente de Dios, ya a través de la locura, ya por medio de la mística, por la vía del arte o incluso por la muerte buscada”, nos dice Carolina Navarrete Thollander, Licenciada en Lingüística y Literatura Inglesa UC, y gran lectora, que pueden seguir en @tempestades_y_belleza, su perfil de Instagram dedicado a los libros .
Adela Fernández (México, 1942-2013) fue una mujer asombrosa y multifacética. Hija de un famoso actor y director de la Época de Oro del cine mexicano y una adolescente cubana que muy tempranamente se vería apartada de su hija a causa del maltrato y las aventuras extramaritales del cineasta, Adela desde pequeña estuvo inmersa en un ambiente estimulante y creció relacionándose con diversos artistas, intelectuales y políticos, aunque también su crianza estuvo marcada por el comportamiento autoritario, machista y exacerbado de su padre, al que se refirió en entrevistas y que se infiltra en sus relatos.
Su cimiento cultural la impulsó a desarrollar actividades creativas muy variadas, como la escritura de cuentos y ensayos, la dramaturgia, la dirección de cine y teatro, así como también a estudiar antropología y gastronomía tradicional. Su visión y obra estuvieron profundamente comprometidas con la difusión de la cultura mexicana, su complejidad y sus claroscuros, con especial foco en la cultura y espiritualidad indígenas.

El presente libro, publicado en el año 2022 por el Fondo de Cultura Económica, reúne todos sus cuentos, treinta y cinco en total, escritos entre las décadas del 70 y del 90. Y aquí me detengo un momento para hacer un paréntesis y referirme a mi experiencia de lectura: si hubiera leído estos cuentos sin saber quién fue su autora ni cuándo fueron escritos, habría fácilmente pensado que eran de autoría muy reciente. Sin embargo, los primeros relatos, con su urgente actualidad, su lucidez y su rabia, nos hablan desde hace cincuenta años.
Hoy, cuando numerosos y potentes proyectos narrativos de autoras latinoamericanas ponen en un altar de sacrificio tantas convenciones sociales apuntaladas por una visión patriarcal de la realidad, la voz de Adela Fernández se abre paso a través de los decenios y la “escuchamos” con total claridad, porque al parecer poco han cambiado las cosas para las mujeres, las clases precarizadas, las comunidades indígenas y otros grupos marginalizados e invisibilizados.
En estos cuentos –que sorprenden por su altísima calidad narrativa, su capacidad de sostener el interés a lo largo de todo el volumen, y su consistencia a pesar de la gran variedad de temas y escenarios– los personajes se escapan de la norma, atraviesan los límites, buscan más allá, cuestionan las formas impuestas, son inconformes, complejos, excéntricos, se desbocan, se precipitan, se desarticulan, se desmoronan, se extravían. Se niegan a permanecer cómodamente habitando la rutina, la violencia familiar, la sociedad opresiva, la religiosidad asfixiante.
Fernández deslumbra con su agudeza, agilidad, economía del lenguaje y dominio del formato cuentístico. El uso de imaginarios fantasmales, macabros y monstruosos nos va permitiendo poco a poco acceder a una zona liminal donde diversas certezas y fronteras se difuminan, una suerte de espacio mental, quizás de la propia autora, donde a pesar de asumirnos desorientados no nos extraviamos, tal como en sus relatos ella hace a algunos personajes penetrar la mente de Dios, ya a través de la locura, ya por medio de la mística, por la vía del arte o incluso por la muerte buscada.

Y es en ese espacio indefinible, permeable y lleno de ecos donde la voz de la autora se encuentra con las autoras que están escribiendo hoy en día desde el modo gótico, que parece ser en muchos casos el modo que mejor permite la expresión de lo que en diversos puntos temporales y geográficos nos horroriza de la experiencia humana y nos duele hasta lo indecible. El abrazo del gótico es amplio, atraviesa el tiempo y el espacio, se expresa a través de distintos medios, es capaz de echar raíces en cualquier territorio fértil en horrores, y qué suelo más propicio que el latinoamericano con su larga historia de exterminio, expolio, extractivismo, racismo, imposición de fe, violencia contra la mujer.
Rabia y desconcierto ante la existencia. Rabia y confusión frente a la opresión familiar. Rabia y resistencia frente a las imposiciones religiosas y supersticiosas (muchas veces mezcladas hasta resultar indistinguibles es una maraña de violencia): las marcas de tales emociones en la escritura de Fernández son ostensibles.
En estos relatos oscuros, retorcidos, el límite entre la ternura y la abyección a ratos se desdibuja, así como también la frontera entre lo real y lo imposible. Hay relaciones incestuosas, infancias dañadas, búsqueda de trascendencia a través de la muerte o del escape de la realidad a través del uso de drogas alucinógenas y juegos malsanos.
Entre los elementos que más sobresalen, está la fuerza del deseo femenino, a veces devorador, a veces insatisfecho, que intenta un vuelo final en el que consume todo: pareja, hogar y a la misma mujer deseante. Gestos humanos que buscan ejercer control sobre el entorno, y dominio sobre la propia voluntad, pero que se disuelven, quedando en evidencia su pequeñez e inutilidad. Mujeres que pierden la razón y que se sumergen en una locura animal, vegetal o ígnea, o sucumben a escenarios que no pueden controlar pero a los que se lanzan casi como en un impulso sacrificial.
Las repeticiones, el desdoblamiento incalculable, la multiplicidad más que la dualidad, como evidencia de lo caótica e incontrolable que es la vida, están presentes una y otra vez en estos relatos, en especial en “Cordelias”, que cuenta la historia de una niña que se multiplica al reflejarse en espejos o en el agua, por lo que en el pueblo se ven en la necesidad de pintar de negro o enterrarlos, tapiar las ventanas, clausurar pozos y cubrir vasijas. O en “Reencuentros”, en que un viajero que se desplaza largas distancias por trabajo siempre tiene cada detalle de su itinerario planificado y bajo estricto control, pero vive un mal día que parte con una corazonada y el surgimiento del miedo a la muerte, el que le hace percibir el bello paisaje, que suele disfrutar, como algo amenazante. Cruzando el desierto a través de la carretera, en el medio de la nada una pareja de ancianos le pide un aventón y él los ignora, pero cada cierta cantidad de kilómetros estos vuelven a aparecer, aunque cada vez más a lo lejos a medida que él aplica diversas estrategias para calmar su ansiedad. Cuando ya se ha tranquilizado y puede respirar hondo, vuelve a disfrutar del paisaje, hasta que de pronto mira por el retrovisor y ve a los ancianos en el asiento trasero.

El impulso de ascender y trascender es también un tema frecuente, y en especial lo evidencian dos cuentos: por una parte, “Vago espinazo de la noche”, en que un grupo de niños de un orfanato hace un pacto suicida, cansados de los maltratos del prefecto. Uno de ellos, perteneciente a un linaje de curanderos y espiritistas, les enseña a invocar a la muerte y les explica que en el cielo hay un espinazo de polvo luminoso por el que ascenderán –después de consumir una mezcla de mescalina y éter–, vértebra a vértebra, hasta entrar al cerebro de Dios. Sin embargo, uno resbala, no logra subir y despierta vivo entre sus compañeros muertos, habiendo perdido el habla, sufriendo el ostracismo y añorando por siempre llegar a Dios. En “Reloj de sombra”, por otra parte, una niña fascinada por lo que su tío le enseñaba acerca de las catedrales góticas, construidas con el fin de “enviar el alma hacia los altos espacios en difícil goteo de abajo hacia arriba, para ser finalmente punta que zahiere, fina plegaria de piedra tallada, grito agudo: el hombre que penetra en Dios”, se obsesiona con las construcciones espigadas y con los alfileres que se las recuerdan, se rodea de alfileres, los entierra en todas partes, los clava en su propio cuerpo, hasta transformarse en una gran aguja de acero bajo la luz de la luna y de esa manera penetrar en el alma de Dios.
Otro elemento que resulta muy atractivo es cómo la autora trae a la escritura otros medios, como la música, el cine y el teatro. Especialmente bello es “Macedonia”, en que una joven audiciona para una pequeña compañía de teatro de provincia. Tras presentar Ifigenia en Áulide, tal es el éxito, que el pueblo comienza a exigir su puesta en escena a diario. La joven tiene una hija con el director de la compañía, un griego que pronto se va y dirige todo desde la distancia. La pequeña, Macedonia, crece tras bambalinas, viendo cada día a su madre representar a Ifigenia, morir, y luego levantarse y quitarse el maquillaje para volver a casa. La obra es todo lo que la niña conoce del mundo, y para ella la muerte es limpiarse el rostro y volver a empezar. Sin embargo, su madre muere durante una de las innumerables funciones y queda en evidencia que la pequeña ha confundido el teatro con la vida.
Un último aspecto a destacar de esta colección de cuentos es su profundo pesimismo. Fernández nos muestra un mundo en que la salvación no es posible sino a través de la locura o la muerte. En el primer cuento del libro, el magistral “La jaula de la tía Enedina”, se aborda el quiebre psíquico después de experimentar un trauma. En él, se busca el encierro por protección, pero este se torna una prisión, en la que el más absoluto abandono cumple también la función de esconder el horror de lo indecible. Y en “Regresión”, uno de los últimos relatos, se expone la caída de un hombre artista desde las alturas de la creatividad a una dimensión infantil, mientras su esposa, anclada al mundo real por una casa precarizada y un montón de hijos hambrientos, carece de la posibilidad de evadirse.
Leer los cuentos de Adela Fernández hoy me parece una tarea necesaria y apasionante. Por una parte, por el regalo que es disfrutar de su magnífica destreza narrativa y el poder de su imaginario brutal. Por otra, no menos importante, porque nos permite reflexionar, una vez más, en torno a las violencias que nos fundan históricamente y aún son parte de nuestro tejido social: la violencia contra las mujeres, contra la naturaleza, contra las comunidades indígenas, contra los ancianos, contra las infancias, contra los que desbordan o no se ajustan al molde impuesto, violencias que nos mantienen colectivamente en un ciclo que pareciera no tener fin, aunque algo en nuestro interior siempre tiende al infinito y ese impulso, nos recuerda Fernández, no debemos desatenderlo.