En el marco del Coloquio del Doctorado en Estudios Mediales, el académico e investigador de la Universidad Nacional de las Artes en Argentina, Hernán Ulm, presentó el libro publicado por Ediciones UAH Poderosas. Imágenes que confrontaron el orden dictatorial en Chile (a 50 años del Golpe de Estado) (Ana María Risco y Sandra Accatino Eds), un libro que busca “‘Resistir la vida con amor’, como dice uno de los subtítulos de Alexandra Benitt: lo que en el libro viene a querer decir: hacer de las imágenes un acto político de resistencia. Porque el amor es un vínculo que aumenta las potencias de actuar, como decía hace tiempo Spinoza: si la resistencia política es un acto de amor es porque resistir no es tanto oponerse sino componerse con las otras y los otros. Y este libro es un libro de composiciones políticas”.
“Las fotografías estaban en un estado de latencia, buscaban ser vistas.
Las fotografías tienen una fuerza en sí mismas. Las fotografías ahora me miran a mí”
(Mariela Rivera, entrevista de Alexandra Benitt, 14 junio, 2023)
La experiencia de inscripción neoliberal en América Latina, se hizo bajo el rumor incesante de la muerte, la destrucción, el robo y la desaparición de todo aquello que podía suponer la sospecha de una resistiencia. Esta experiencia tal vez define el alcance que han tenido la globalización (los mismos procedimentos de violencia, la mismas operaciones ha recorrido las geografías en las que la implantación neoliberal usó los sistemas locales como modo de penetración). Como lo sugiere Paulina González Valenzuela, las figuras del desaparecido y del subversivo, como fórmulas biopolíticas de nuestro presente, incorporaban en la vida cotidiana el terror de una enfermedad de la que era necesario curar a la sociedad con los métodos más inconfesables. Resistir, en medio de esa oscuridad, era no solo confrontarse al presente sino, también, preparar la memoria que el futuro recordaría: darle al tiempo una luz. Los hombres y las mujeres irían dejando tras de sí las huellas que serían el archivo de nuestra actualidad: de esa actualidad que permanece e insiste como la marca de aquello que no hemos todavía dejado atrás. Las imágenes, tal vez, cargan sobre sí esa tarea desmesurada: ser una luz que se lanza para ver mejor nuestro presente. Esa luz que lleva en sí las formas de su sombra. Que lleva en sí las figuras de la muerte. Tal vez, porque como escribía René Char, la lucidez es la herida más cercana del sol.
Y si es cierto que en esos momentos el silencio parecía reinar en los discursos que se hablaban, no menos cierto es que una ceguera se instalaba en el medio de lo que veíamos. Las imágenes no son menos ambiguas que las palabras. Una voluntad de no querer ver (en eso que las revistas literarias mostraban como lo explica David Bustos Muñoz, en eso que las portadas señalaban, como muestra el trabajo de Paulina González Valenzuela, en eso que las fotografías testimoniaban, como analiza el trabajo de María Alejandra Figueroa) se tuvo que imponer como condición de esa muerte generalizada. No querer ver lo que desaparece, no querer ver las torturas, no querer ver los campos. Una voluntad de ceguera animó durante mucho tiempo a lo que se inscribía como imagen.
Pero hay, por ello mismo, que saber recoger las luces que hoy (hoy que somos el futuro de ese pasado que todavía brilla desde aquel presente) revelan en aquella ceguera voluntaria otra voluntad de persistencia, de sobrevivencia, de amor. La voluntad de permanecer, como luciérnagas que se alejan, en la intermitencia de una noche que todavía es también la nuestra: porque lo que este libro nos muestra es que la lucha por los derechos no es algo de lo que podamos decir que es nuestro pasado (lo que es particularmente el caso del análisis de las figuras del amor femenino y de la resistencia lesbofeminista en Alexandra Benitt). Podríamos no querer ver las imágenes. Podríamos querer que la ceguera siga ocupando el campo de nuestra visión. Podríamos querer continuar cerrando los ojos a aquello que nos mira. Abrirnos a la luz de las imágenes es preparar un modo de acogerlas y de devolverle a nuestra mirada la luz que le han querido quitar.
Una voluntad de ceguera no de las imágenes sino en ellas. Y esto porque no hay inocencia de la imagen. No hay inocencia en la imagen. Lo poderoso de la imagen (digamos, tal vez, su potencia) es que ella tanto mantiene la oscuridad de una noche ciega como trae la luz que ilumina nuestro presente. Sino para alumbrarlo, al menos, para restituir en él la oscuridad que el pasado nos revela en nuestro porvenir. Una imagen es, antes que otra cosa, una posición de mirada en que la sombra y la luz mantienen una tensión insuperable y quizás, insoportable (porque hay cosas que ningún soporte puede retener). Si las imágenes son poderosas (si tienen potencia) es porque ellas pueden mirarnos y establecer así, el lugar que hoy ocupamos frente a ellas.
Por eso, se trata de afirmar una posición de mirada desde la cual “Resistir la vida con amor”, como dice uno de los subtítulos de Alexandra Benitt: lo que en el libro viene a querer decir: hacer de las imágenes un acto político de resistencia. Porque el amor es un vínculo que aumenta las potencias de actuar, como decía hace tiempo Spinoza: si la resistencia política es un acto de amor es porque resistir no es tanto oponerse sino componerse con las otras y los otros. Y este libro es un libro de composiciones políticas. Lo que también quiere decir que el libro recoge en las imágenes el acto de amor político que las constituye en las huellas de un presente que nos concierne. El libro, en sus múltiples formas de abordaje, se dirige a las imágenes por esta guía afectiva fundamental. Tal vez porque al odio que circuló para que ellas no sobrevivieran, solo se le puede responder con el amor que las transforma, transformándonos, en sobrevivientes, transformándonos en sus sobrevivientes. Por eso hay una especie de compromiso afectivo de las y los autores con las imágenes que va atravesando la lectura del libro: y la escritura está concernida y habitada por las imágenes que no son un simple objeto del que se habla sino portadoras de una vida que se manifiesta en nosotras y en nosotros. En este sentido, a lo largo de los capítulos, no se trata de tomar una teoría y aplicarla al cuerpo fotográfico, sino, por el contrario, acercarse a este corpus con el cuidadoso amor que quiere darle un lugar en lo visible a estas imágenes que exigen ser vistas y a lo que en ellas nos mira.
La pregunta que recorre el capítulo 1 resulta articuladora de los problemas centrales que se trabajan a lo largo de los cuatro capítulos: ¿de qué manera las imágenes pueden restituir aquello que los poderes oficiales han intentado suprimir, de qué manera las imágenes pueden volverse huellas de eso que no quiere ser visto? Los diferentes corpus (se trata en este libro realmente de los cuerpos fotografiados y de los cuerpos fotográficos, se trata, en fin de devolver presencia a los cuerpos que la violencia de Estado hace desaparecer, se trata de devolver a la fotografía su potencia, su voluntad, su afirmación de presencia) se lanzan a la búsqueda de esas huellas que han quedado inscriptas en las imágenes (su huella, su traza, la sombra de su luz) para que desde el hundimiento de su olvido prometido, nos devuelvan la posibilidad de un tiempo que los poderes no imaginaron. Porque como se muestra en los capítulos del libro, la potencia de las imágenes, lo que les da su potencia frente a los poderes cegadores de la violencia institucional, es su capacidad para devolvernos el presente.
Estas imágenes olvidadas en las portadas de revistas, acumuladas en álbumes familiares, que evocan el imaginario religioso para revelar el sentido político de la tortura (como lo muestra Paulina González Valenzuela, las imágenes religiosas se politizan en contacto con las imágenes de los cuerpos violentados por los poderes estatales y los cuerpos perseguidos se vuelven sagrados en contacto con las imágenes religiosas); que sobreviven, como dice María Alejandra Figueroa, gracias al carácter material en el que la imagen encuentra su espacio de sobrevivencia, porque los rasgos mediales son parte fundamental de una política de las imágenes: lo que resulta especialmente relevante para el cruce que la autora señala entre el registro personal y el colectivo, en el caso de Juan Maino (la medialidad de la imagen no es exterior a la imagen, por el contrario, constituye parte de su sentido): “Son singulares por su condición técnica, la diapositiva, escogida debido a que eran aptas para la proyección en espacios colectivos, y por la función que cumplen dentro de un contexto social en que comenzaba a hacerse presente el influjo masivo de la televisión. En forma no menos relevante, ellas son también testimonio de la mirada y destreza del operador de la cámara fotográfica, que cobrará un carácter simbólico con su muerte como víctima de la dictadura”; pero también son el modo de mostrar, en medio de la censura de las revistas literarias, aquello que la palabra no puede enteramente nombrar, como lo dice David Bustos Muñoz: “El plano de leve picado, que convierte al que observa la portada en voyeur de una realidad que se aplasta ante sus ojos, nos transmite la sensación de experimento, como si las personas fueran objetos de laboratorio. La ausencia de cualquier contexto espacial refuerza la idea de enajenación”; o finalmente, porque ellas nos muestran la intimidad de los cuerpos femeninos atrapados, encarcelados, sometidos, fragmentados y, al mismo tiempo, afirmando su potencia afectiva haciendo frente a las normas heteropatriarcales que las quieren domesticar. Cuerpos, todos, atravesados por un amor que los ha incendiado, por un fuego que los ha devorado, una llama que los ha consumido (Juan Maino fotografía incesantemente las prácticas de resistencia de los proyectos educativos de la UP, construyendo, sin saberlo él, el archivo de su propia ausencia), y de los que estas imágenes son el índice que señala la potencia de sus vidas restauradas. Porque el amor (amor de imagen, amor en las imágenes) es, como se puede leer en la diagonal de los capítulos de este libro, un sostén político en las luchas por la memoria.
Vuelvo a la frase que usé de epífrafe: la potencia de estas imágenes está en que ellas nos miran y exigen de nosotros una respuesta. O al menos un acogimiento, o al menos un acto de amor, es decir, un acto de resistencia política. O al menos exigen que reelaboremos la condición de los problemas de los que la propia imagen es un testimonio. Porque como muestran las y los autores, la mirada que nos mira en las imágenes no está puesta en el pasado, sino que es lo que nos sigue interrogando en el presente. Las imágenes tienen esta potencia, por ello son poderosas: siguen, en su latencia, interrogándonos, cuestionándonos, exigiendo que no olvidemos para que la vida sea posible, hoy, aquí, cuando las violencias del mundo siguen borrando las huellas de los cuerpos que la habitan.
Imagen de portada: fotografía de Juan Maino