Hoy publicamos la presentación que hizo el poeta y académico Claudio Guerrero en el lanzamiento de la segunda edición de 11 (Autoedición) y de la traducción del ensayo Poesía Documental de Heimrad Bäcker: “¿Cómo entender la recurrencia a una poesía documental en el Chile de la dictadura y postdictadura? (…) Una hipótesis tentativa es que en un país donde hay serios problemas de memoria histórica, que mantiene deudas éticas y judiciales con el tratamiento de los derechos humanos, un país que es uno de los más desiguales del mundo, en donde el tejido social está fracturado a partir de la consolidación de las políticas de corte neoliberal, y que, entre otros numerosos problemas, mantiene una deuda respecto del pluralismo de los medios de comunicación, monopolizados por un sector económico-ideológico de la sociedad, esta forma de hacer poesía posibilita no solo poner en entredicho o cuestionar dichas problemáticas, sino que al mismo tiempo permite metaforizar la historia y el presente en el horizonte del Chile de las últimas cinco décadas”.
El escritor austríaco Heimrad Bäcker, en su ensayo-manifiesto “Poesía documental” (1992), traducido recientemente por Soto Román, señala algunas de las características principales de lo que denomina poesía documental, así como las operaciones que esta realiza. Tomo aquí algunas de esas ideas y las sintetizo libremente como punteo, apropiándome de ellas y tratando de darles una solución de continuidad:
- Trasvasije de forma: la poesía documental se apega a un lenguaje (burocrático o mediático, por ejemplo) que al utilizarlo de forma idéntica, pero con intención literaria, en otro contexto, permite que sea reconocible a través de una estructura relacional en la que ahora aparece, en un nuevo sistema, como aquello que no quiere ser reconocido como lo que es.
- Sustitución radical mediante la cita, al punto que el original puede llegar a disolverse. Deutschland 1944, de Helmut Heibenbüttel, dice Bäcker, “fue el primero, el texto guía”.
- Correspondencia entre las partes mediante el sistema de relaciones buscado a partir de la yuxtaposición de fragmentos. Herencia de la vanguardia histórica: el collage, el montaje.
- En la poesía documental lo primordial es el lenguaje tal como se presenta en el documento y que aflora en un aquí y ahora. El lenguaje de los medios, de los archivos, de los informes, de las órdenes y estadísticas, el cotidiano, el coloquial. El lenguaje sin función poética. “El lenguaje es capaz de formular y transmitir lo inimaginable en un estilo completamente normal”. ¿Cómo no pensar acá en el lenguaje burocrático de Eichmann a cargo de los trenes de la muerte? ¿Cómo no pensar acá en el lenguaje de los archivos de la CNI? ¿O en el de los de la policía militar de Guatemala encontrados en una bodega tras un incendio? Los ejemplos pueden ser numerosos proporcionados por la historia universal de la infamia.
- El acto mismo de citar es la reflexión del autor sobre la cita; no necesita mediación. “El cuerpo de la palabra se llena a medida que recupera lo que una vez se dijo”. El efecto es el de una sorpresiva impresión de autenticidad.
Desconozco los cruces existentes entre esta tradición que fija Bäcker y la que se había desarrollado entre algunos poetas norteamericanos a partir de los años treinta. Se impone como tarea reconstruir esa genealogía. Las consonancias son sorprendentes. Las materias se asemejan. La matriz parece una sola. Una pregunta que cabe hacerse es por qué el principal medio escogido por algunos autores para representar el horror sea a través del documentalismo. Tal vez porque el horror no puede ser representado, solo mostrado en su fría concepción original. Cómo elaborar el pasado, se preguntaba Adorno a partir de la pregunta por el trauma cúlmine de la civilización occidental: el Holocausto, a propósito de los estremecedores textos de Primo Levi.
Walter Benjamin en su ensayo “Sobre el concepto de historia” señalaba: “No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie” (43). Recuperar el pasado, entre otras cosas, es para Benjamin tantear el peligro, hacer hablar a los muertos, recuperar las ruinas de la historia. El documento, por tanto, vendría a ser la evidencia, la huella, el material a través del cual el sujeto puede llegar a conocer verdaderamente el pasado tal como ha sido, “tal como éste relampaguea en el instante de un peligro” (41). El documentalismo implicaría entonces una apropiación inestable y relampagueante del documento, un punto de partida para un ejercicio de escritura que deviene otra cosa a partir de su reutilización dislocada, en cuanto parte de un proceso de montaje que es condición de su resignificación.
Jaime Pinos, en el prólogo a la reciente traducción al español por el poeta chileno Lucas Costa de El libro de los muertos (1938) de Muriel Rukeyser, parafrasea una de las tesis fundamentales de la poesía documental: en cuanto poesía diferente a la de la imaginación o a la poesía lírica, la poesía documental tiene como fundamento el hecho de basarse en pruebas materiales. Consideramos estas pruebas materiales, ante todo, como documentos. El trabajo del poeta sería, entonces, llevar a cabo un trabajo de selección de dichos materiales. En el caso de El libro de los muertos de Rukeyser, estos provienen de testimonios, entrevistas, actas judiciales, exámenes médicos, entre otros, para documentar las condiciones de trabajo de un grupo de mineros muertos bajo un pique en una mina de Virginia a mediados de los años treinta. Como recalca Pinos, una vez reunidos bajo la lógica del montaje, la poesía tendría la capacidad “para extender o expandir el documento” (11). Lejos de un trabajo de interpretación o representación, lo que hace la poesía documental es crear o construir algo nuevo con esos materiales desplegados sobre una mesa de trabajo.
Esta característica primordial de evidenciar las herramientas con las cuales se trabaja –una herencia que proviene de las vanguardias históricas de los años veinte– resulta crucial para comprender lo que podríamos denominar el método de la poesía documental. Se trata de una forma de trabajo que también encontramos en otras poéticas, como apuntábamos en un comienzo. Es el caso del también poeta norteamericano Charles Reznikoff en su libro Holocausto (1975), traducido al español por Soto Román. Reznikoff declara al comienzo de su libro: “Todo lo que sigue está basado en una publicación del gobierno de los Estados Unidos, Juicios de criminales de guerra ante los tribunales militares de Nuremberg, y los registros del juicio a Eichmann en Jerusalén” (7). Esta misma acción declarativa la realiza Soto Román en 11 (autoedición 2017), cuando señala, en las páginas finales:
Los poemas incluidos en esta obra fueron elaborados a partir de material de audio y texto, encontrados en documentos, entrevistas, artículos y otros documentos de diversa índole.
Dentro de las fuentes consultadas, cabe destacar: Constitución Política de la República de Chile, Informe Rettig, Informe Valech, Manual KURBACK, diarios y revistas de la época, sitio web del proyecto “Los casos de los archivos del Cardenal” de la Escuela de Periodismo UDP y CIPER, Archivo digital del Centro de Estudios Miguel Enríquez, archivos de la Biblioteca Digital del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. (s/n)
La poesía documental, por tanto, muestra las fuentes desde las cuales comienza su trabajo. Una labor que no empieza con la escritura del poema, sino que con la investigación y recopilación de materiales. Este listado de referencias –podríamos decirlo así– luego se despliega en el análisis y selección, para dar inicio a la tarea que a continuación se podrá ejecutar de la manera que se estime: como intertextualidad, como cita, como copy/paste, como serialización, como repetición, como figuración, como collage, como yuxtaposición, como transposición, como recorte, como borradura, como reescritura, etc. Podríamos considerar estas operaciones como algunas de las variantes expresivas de la poesía documental.
¿Cómo entender la recurrencia a una poesía documental en el Chile de la dictadura y postdictadura? Tal vez el contexto de opresión autoritaria, por una parte, y la violencia simbólica de la hegemonía neoliberal, por otra parte, resulta suficiente material para la construcción de una poética de este orden. Pienso, por ejemplo, en las Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez, los Poemas encontrados y otros pretextos (1991) de Jorge Torres, Naciste pintada (1995) de Carmen Berenguer o en el Álbum del exChile (2008) de José Ángel Cuevas como ejemplos de trabajo con fuentes documentales, de un universo muchísimo más amplio. Una hipótesis tentativa es que en un país donde hay serios problemas de memoria histórica, que mantiene deudas éticas y judiciales con el tratamiento de los derechos humanos, un país que es uno de los más desiguales del mundo, en donde el tejido social está fracturado a partir de la consolidación de las políticas de corte neoliberal, y que, entre otros numerosos problemas, mantiene una deuda respecto del pluralismo de los medios de comunicación, monopolizados por un sector económico-ideológico de la sociedad, esta forma de hacer poesía posibilita no solo poner en entredicho o cuestionar dichas problemáticas, sino que al mismo tiempo permite metaforizar la historia y el presente en el horizonte del Chile de las últimas cinco décadas. Como fuerza centrípeta, lo que posibilita la poesía documental es atraer a una nueva realidad aquellos documentos dispersos, desordenados, incluso desechados u olvidados por las fuerzas hegemónicas de la historia, para volver a cobrar vida en la colectivización del archivo. El poeta se vuelve así un curador, un antologador de documentos, un coleccionista de fragmentos, con los cuales elabora nuevas unidades de sentido.
En el caso de la poesía de Carlos Soto Román, creemos que desde sus inicios se caracterizó por la búsqueda de un lenguaje que posibilitara nombrar, a partir de la confluencia entre simbolización y capitalismo, las grietas de la precariedad del Chile posdictatorial. Haikú minero, editado por La Calabaza del Diablo en 2006, y uno de los primeros trabajos de Soto Román, anticipaba la mediática tragedia de los 33 mineros rescatados en 2010, en un episodio transmitido en tiempo real por la televisión con millones de televidentes subsumidos por el espectáculo heroico del rescate, digno de una novela de Julio Verne. El poemario, publicado cuatro años antes de dicho evento mundial, versaba sobre el rescate de unos trabajadores de la mina de oro San Andrés, ubicada cerca de Andacollo, en la cuarta región del país, en marzo de 1999. El hecho noticioso fue seguido con atención por el poeta para reflexionar sobre las condiciones laborales de los trabajadores de la mina y a partir de ahí establecer una analogía con el trabajo precario del poeta. Al respecto, señala el sujeto de estos poemas: “El encierro parte del encierro […] / el encierro parte / del momento mismo del menoscabo” (15); “El vocabulario es escaso” (18); “La propia escritura es el encierro” (31). En este contexto límite, donde se concibe el ejercicio poético como un acto de vida o muerte, escribir los “últimos momentos” (53), “sangrar la tinta” (53), “esculpir la piedra” (53) se vuelve un mandato que posibilitará “dejar grabado con simples palabras / todo nuestro desencanto” (53). La noticia, por tanto, se conformaba como el material que habría de posibilitar una reflexión tanto política como metapoética y, en tal sentido, como el espacio retórico que permitía la articulación de distintas identidades sociales a partir de la confluencia entre producción material y comunicación lingüística, como enfatiza José Ignacio Padilla en “El terreno en disputa es el lenguaje” (2012). Si bien Haikú minero no entraría totalmente dentro de las definiciones que hemos dado de poesía documental, ya se vislumbraba en un inicio estas preocupaciones en la poética de Soto Román.
Ese sentido del desencanto frente a lo brutal de la realidad, junto a una constante experimentación con los archivos, se constituye como uno de los valiosos aportes de la trayectoria poética de Soto Román, rastreable en la mayoría de sus dispersas obras. Sus materiales, así mismo, son diversos: libros, plaquettes, registros audiovisuales, fanzines, hojas sueltas, intervenciones sonoras, etc. En 11, la materialidad cruza la topografía del libro desde su tapa y contratapa a base de carbón. En su interior, el lector se encuentra con páginas con grandes espacios en blanco, sin numerar, con archivos borroneados y con diversos registros escriturales, cuyas voces polifónicas terminan por conformar una coralidad en torno a la historia reciente. Esta es una característica importante de esta poesía: Soto Román no exhibe tanto los documentos sino que más bien los interviene. De hecho, en 11 no accedemos, en teoría, prácticamente a ningún documento original, sino que a la transcripción de la mayoría de ellos, confundidos también con una memoria oral y visual. Resuenan por allí, por ejemplo, frases televisivas que forman parte de una memoria colectiva ochentera: “¿Dispara Ud. o disparo yo?” (s. n.), “Ríe cuando todos estén tristes…” (s. n.), frases que rememoran tanto la imagen de Don Francisco en Sábado Gigante como del grupo de comediantes que formaban parte del Jappening con Já, yuxtapuestos en el ejercicio del montaje, dejando a la vista la condición del poeta como un operador semiótico, capaz de producir “equivalencia, identidad, realidad y legibilidad, sobre una matriz de tiempo frío, extenso” (Padilla 382).
Un efecto que esto produce es el de la resignificación de la enuncialidad original como eco de un pasado que vuelve de manera siniestra: titulares históricos de diario (“Exterminados como ratas”, del diario La Segunda o “¡Corrió solo y llegó segundo!”, del Fortín Mapocho), bandos del Ejército, archivos judiciales, certificados gubernamentales, la fórmula química con la cual Eduardo Berríos —agente de la CNI y profesor universitario al mismo tiempo— experimentó con el gas sarín, arma química que había sido creada en Alemania en 1938 y los archivos desclasificados de la CIA con los cuales ya había trabajado anteriormente en Chile Project (2013), constituyen, en definitiva, toda una serie de documentos intervenidos, transcritos o transpuestos, que hacen de cada página de 11 una discontinuidad histórica a partir de un trabajo de la memoria a partir de la transmutación de soportes. Como señala Felipe Cussen en “Escritura conceptual y catástrofe” (2019), el trabajo de Soto Román no solo se inscribe en la tradición del documentalismo, sino que también dialoga con otras tradiciones afines, como la del conceptualismo, haciendo de su trabajo “una práctica de escritura selectiva” (72). Agregaríamos: un proceso creativo de descomposición y rearticulación de textos, que no pretende ser conclusivo ni acumulativo ni sistemático, sino todo lo contrario: como expresión y resultado de un trabajo de excavación y experimentación que, como diría Walter Benjamin, nos trae las capas de pasado que la sociedad, la clase dominante, los discursos hegemónicos se empeñan en mantener enterradas. Escribe Benjamin: “Sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté traspasado por la idea de que tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (42).
El número once como evento histórico, como símbolo, como cifra de muerte, se erige como un signo fundacional, un architexto plurisignificativo que no acaba, que no se termina, que permanece anclado para ser revisitado una y otra vez, según las operaciones de la memoria, precisamente para no dar cabida a la algarabía de los triunfantes. Al traer de vuelta el 11 se recalca su carácter residual. Un signo resonante que, dadas las operaciones del olvido, se hace necesario inscribir siempre en la memoria.
Quizás por una mera afinidad futbolística, nos detenemos en un ejemplo, considerando que el libro entero es la muestra: los enunciados que recuerdan lo que más tarde los medios periodísticos llamarían “el gol de la vergüenza”. Chile vs Unión Soviética en un Estadio Nacional que por entonces servía de campo de concentración y que había sido vaciado especialmente para el show mediático, para un partido que no fue, por la no presentación del equipo ruso, otorgando la clasificación del seleccionado nacional para el Mundial de Fútbol de Alemania 1974:
MARCADOR ESTADIO NACIONAL 21 DE NOVIEMBRE DE 1973
LA JUVENTUD Y EL DEPORTE UNEN HOY A CHILE
COPA DEL MUNDO FIFA 1974
SELEC. DE CHILE 1 SELEC. U. SOVIÉTICA 0
El poema, escrito con mayúsculas, viene a reemplazar la imagen fotográfica del antiguo tablero marcador del estadio. El poema no recurre a la retórica de la écfrasis. El poema es la imagen fotográfica, pero sin imagen. La reemplaza, se muestra tal como la imagen, centrada en la página, sin fondo visual. Puro texto, el lenguaje muestra desnudo, condensado, la ironía burlona del hecho siniestro, toda su violencia discursiva y simbólica, la operación de barrido de la historia, tarea que esta poética, precisamente, propone recusar. “La juventud y el deporte unen hoy a Chile” es el enunciado fascista que se cuela entremedio. No necesita acompañamiento. Simplemente está ahí, en un tablero marcador. El poeta se vuelve un historiador, desprovisto casi de toda ornamentación, lejos del juego retórico para sustituir, para hacer relampaguear, de manera radical, la cita original.