La obra plástica de Jorge Macchi titulada con el sugerente nombre de Doppelgänger encierra varios problemas concernientes a la relación entre imagen y palabra. Y el primero se suscita al intentar describirla. ¿Sería prudente denominar “caligramas” a esas diez obras compuestas cada una por dos crónicas policiacas impresas en la pared blanca, una junto a la otra, bajo la misma figura, ambas enfrentadas, pero al mismo tiempo, como dicen unos versos de Enrique Lihn, “… separadas por un espejo en el que no se sabe cuál de las dos es / la imagen proyectada / desde el exterior de esa escena horrorosamente interior”?
Por lo general, el caligrama representa un objeto definido, eliminando equívocos y ambigüedades; objeto que también, generalmente, y para mayor precisión, es referido por el texto al que su representación visual da forma. Pero las formas a las que recurre Jorge Macchi más bien recuerdan a las coloridas manchas del test de Rorschach, hechas de tal modo que el receptor, al localizar una figura, hable más de sí mismo, de su manera de percibir, que de la mancha expuesta. En la mancha no hay nada preciso; no hay nada pero está todo. Sin embargo, al estar la mancha configurada por dos elementos simétricos, tal vez sería menos arbitrario evocar cosas de la misma naturaleza: mariposas, pulmones, murciélagos, pagodas, ¿manchas de sangre armonizadas por el azar? Es decir, por una arbitrariedad análoga a la de los reducidos modelos narrativos de los que los cronistas se sirven para dar forma y categoría a la infinita variedad de la violencia. Ningún crimen es igual a otro, ninguna mancha de sangre es igual a otra.
Pero este trabajo, como indica su título, se trata del doble, de ese primitivo terror que se constituye en la pura inmanencia. El terror a que en cualquier momento yo pueda aparecer frente a mí; a que, como temía Borges, el espejo comience a divergir de la realidad, a que ese otro, como sucede a William Wilson en el cuento homónimo de Poe, nos aniquile y, más aún, como pasa en el film La habitación del niño de Alex de la Iglesia, nos suplante definitivamente. La moraleja del film es que existen portales que no pueden ser abiertos sin un alto costo vital.
El portal entre esos dos que habitan mundos distintos aunque contiguos, en la obra de Macchi, se abre con la llave más efectiva: la palabra (Faulkner: “una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre”). Un comerciante “se resistió” a un asalto, en otro tiempo y lugar otro comerciante “opuso resistencia” al mismo ataque, y ambos confluyeron en un solo ser “bañado de sangre”. Un hombre descuartizado y un travesti apuñalado en un descampado fueron encontrados gracias al mismo “macabro hallazgo”. Todos ellos “dejaron de existir” víctimas de “forajidos” que fueron “buscados intensamente” por haber provocado “bestiales dramas”. La palabra muerta, aniquilada por el periodismo, es devuelta a su origen mágico gracias a la resignificación perpetrada por la obra de arte. Pero para reconciliar cadáveres, para realizar el rito de conectar a los dobles cuando ya es demasiado tarde. He aquí una profunda ironía. ¿Es demasiado tarde para un lenguaje con otra aspiración que no sea lo meramente instrumental, mediático?
Sin duda, una palabra central en la obra de Jorge Macchi es simetría, y, por escandalosa ausencia, su contrario. Pero es como si Doppelgänger denunciara lo perverso que hay tras el arte simétrico, armonioso, apolíneo. El arte y la crónica policiaca son obscenos porque vuelven simétrico lo que es constitutivamente asimétrico, por lo menos si se trata del arte clásico, el arte que debe acallar los gritos de Laocoonte para no incurrir en lo grotesco. Y la crónica cuyos segmentos simétricos, perfectamente reconocibles -y evidenciados por las hinchazones y estrecheces de la figura escogida cada vez por Macchi-, debe ignorar la descripción minuciosa de la mutilación, el catálogo de los restos orgánicos, la averiguación de las raíces profundas -injusticias sociales, intereses políticos- que dan vida a la hidra siempre asimétrica de la violencia. La crónica no puede deformarse en su constatación de la deformidad -y ni siquiera tiene la excusa de la Belleza, como el arte clásico- porque si no daría cuenta del alarmante nivel de peligrosidad de la deformación, del carácter contagioso de la pestilencia, evidenciando así la urgencia de una revitalización social. Pero ese gesto político no le está permitido.
La deformación social expuesta en la crónica roja solo apela al funcionamiento de las instituciones penales, halagando su efectividad o solicitando su pronta acción. Esta superficial función socio-terapéutica contrasta con el test de Rorschach, que pretende patentizar lo latente, develar, a nivel del individuo, lo que la cultura civilizada le incita a mantener oculto.
La pregunta por parte de Doppelgänger al receptor es qué hay verdaderamente tras la crónica roja, qué hay detrás de las formas predeterminadas en que los medios de comunicación exponen la violencia de una sociedad que, para propia conveniencia, preferirían no ver cambiada. La interrogante se genera así en el contraste entre un modelo rígido de trasmisión de información y un modelo abierto de indagación psicológica del individuo. Ambos presentados de manera simultánea a través del contenido textual amoldado a los límites de la mancha que cuestiona desde la pared.
Lo que la crónica cierra, la mancha lo abre, dejando al descubierto cómo el uso instrumental de la palabra puede incluso invisibilizar lo más atroz, causando así el efecto contrario al de la palabra poética, naturalizando, haciendo perder al lector la sorpresa ante lo horrible. El retorno a lo horrible se produce entonces a través de la intensificación de su ocultamiento; hay algo inmediatamente chocante en el hecho de que esos relatos se encuentren en la pared de un museo, en el subterráneo, sobre dos paredes enfrentadas. El juego de simetrías especulares hace pensar en la inmensa multitud de los muertos que sorprende al Dante peregrino en su entrada a los infiernos. Pero se trata de la puesta en evidencia de un infierno contemporáneo donde lo verdaderamente infernal es la indiferencia, la habituación con que diariamente la sociedad registra y los individuos contemplan, a través de la crónica, la violencia que los compone.
Así como en el cuento “Los muertos” de James Joyce, la mención de un joven muerto hace décadas trastoca y renueva el mundo para el personaje principal, en inverso sentido, cuantitativa y cualitativamente, el catálogo de la inmensa cantidad de muertos recientes se acumula, sin evocar ninguna emoción, en las páginas de los diarios. El efecto de Doppelgänger función por saturación: por la infinita cantidad de muertos que sugiere, por la ingente banalidad que deja al descubierto.
(N. del E.) Esta nota de lectura fue originalmente un trabajo presentado para el curso Ética, estética y literatura, del tercer año de la Licenciatura en Lengua y Literatura de la UAH (2º semestre, 2010), dictado por el profesor Rodrigo Cordero. La obra Doppelgänger (2005), del artista argentino Jorge Macchi (1963), fue exhibida en el Museo Nacional de Bellas Artes (Santiago de Chile) con ocasión de la Exposición Internacional Centenario MNBA: Del Pasado al Presente. Migraciones (2010).